+ Ginés García Beltrán
Obispo de Getafe y Presidente de la Fundación Pablo VI
Hemos llegado al final de este II Congreso Iglesia y Sociedad democrática, organizado por nuestra Fundación, en colaboración con la Conferencia episcopal.
En estas dos jornadas hemos echado una mirada al mundo que viene desde la perspectiva de la sociedad y de la Iglesia. Nos hemos adentrado en los campos de la economía y la política, de la educación y de los retos de la globalización, sin olvidar la mirada que los jóvenes dirigen al futuro.
Forma parte de la condición humana no solo mirar al futuro, sino abrirse a él. Vivir el pasado con la estéril añoranza de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, o encerrarse en un presente sin puertas abiertas al horizonte de lo que está por llegar, es una forma de morir. Por eso, la pregunta será, ¿cómo miramos al futuro?, ¿lo miramos con miedo o con esperanza? Una de las situaciones más dolorosas con las que podemos encontrarnos hoy, en la sociedad, es la de jóvenes, en número cada vez mayor, que miran al futuro con miedo. Aunque incierto, el futuro no puede ser motivo de temor, hemos de devolverle su carácter de posibilidad, de bien, de realización, en definitiva, de esperanza.
Vivimos en una sociedad herida, una sociedad que ha sentido en estos últimos años, como nunca en esta etapa de la historia, la realidad de su propia vulnerabilidad que parecía oculta tras el velo del progreso, y el maquillaje del bienestar. La conciencia del poder alcanzado por las conquistas de la ciencia o la técnica se han visto cuestionadas, y hasta negadas, por la enfermedad y la muerte de miles de personas, por la incapacidad para vencer, y hasta reaccionar, ante un virus, además de las consecuencias humanas, económicas y sociales que vivimos.
A esta circunstancia, y cuando pensábamos estar saliendo de la crisis de la pandemia del Coronavirus, nos asalta una guerra, la invasión de Ucrania por Rusia; sabemos que no es la única guerra que se libra en el mundo, pero sí que ha sacudido nuestra conciencia, y sacudirá nuestra vida en los próximos tiempos. Esta guerra nos demuestra que la paz es un bien débil que hemos de custodiar y propiciar.
En medio de esta situación, hemos pretendido con este Congreso mirar al mundo que viene con esperanza. Nuestra esperanza es cierta, porque no esperamos a Godot, como el personaje de dramaturgo irlandés, Samuel Beckett; sabemos lo que esperamos porque sabemos en quien esperamos, por eso, “esperamos contra toda esperanza”, como dice el apóstol Pablo. Al mirar al futuro somos conscientes que este no es solo, ni principalmente, el fruto de nuestro esfuerzo. El futuro es don, es adviento, aunque es verdad que el don necesita del trabajo de nuestras manos.
El camino que hemos seguido para mirar al mundo que viene pasa por el diálogo, por el encuentro entre diferentes; estas jornadas han sido un momento propicio para la escucha, para la acogida, para el diálogo. Esta casa, la Fundación Pablo VI, quiere ser un espacio de la Iglesia para el diálogo con la sociedad, desde la mirada de la Doctrina Social de la Iglesia, como la pensó y la quiso su fundador, el cardenal Herrera Oria, que al nombrarla le dio un rostro, el del pontífice del momento, el hoy S. Pablo VI. No es casualidad que esta institución llevé el nombre del conocido por todos como el Papa del diálogo. Siempre viene a mi memoria al pensar en el Papa Montini su imagen con los brazos abiertos a modo de acogida, de abrazo a todos, a la humanidad, y esta imagen expresa lo que quiere ser nuestra Fundación, un abrazo de la Iglesia al mundo, a los hombres.
Para S. Pablo VI, como enseña en la encíclica programática de su pontificado, el diálogo no es solo un hecho humano, horizontal, sino que forma parte de lo más esencial de la revelación de Dios, lo entiende el santo Papa desde una perspectiva vertical, como coloquio salutis, coloquio de la salvación que Dios entabla con el mundo en la revelación, y precisamente porque Dios inicia este coloquio con los hombres, la misión de la Iglesia será introducir este diálogo en el mundo. Para la iglesia el diálogo no es una opción, es la respuesta al don de Dios. Escribe Pablo VI “nadie es extraño al corazón de la Iglesia. Nadie es indiferente a su ministerio. Nadie le es enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo” (ES, 35).
En este Congreso hemos querido mirar el mundo desde el diálogo, desde miradas distintas, pero complementarias; hemos querido seguir el camino de la escucha, de la propuesta, del derecho a disentir, del discernimiento. En el diálogo no se pierde nada, todo lo contrario, es una riqueza que fundamenta la propia identidad y la abre a los demás, porque “dando se recibe”.
Ahora que la Iglesia toma conciencia de su naturaleza sinodal, e, invitada por el Papa, quiere redescubrir la belleza de caminar juntos, sentimos la renovada llamada a la misión, a ir al mundo entero para predicar el Evangelio, a llegar a todos los lugares y a todos los ambientes de la sociedad y de la cultura, porque estamos ciertos que Jesucristo es la Palabra que da luz, fuerza y sentido al misterio del hombre, pues como nos enseña el Concilio: “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (..) pues manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.” (GS, 22).
Solo me queda dar las gracias a todos los que han hecho posible la celebración de este II Congreso de Iglesia y Sociedad democrática.
Al Director general de la Fundación, D. Jesús Avezuela, y al gran equipo que trabaja con él durante todo el año. No puedo olvidar al Comité asesor del Congreso.
Agradezco de corazón la presencia y las aportaciones tan lúcidas y tan valiosas de los ponentes.
A la Conferencia episcopal, en la persona de su Presidente, el cardenal Juan José Omella, y del Secretario general, Mons. Luis Argüello, y a los hermanos obispos que han participado en el congreso.
Finalmente, mi gratitud a todos vosotros, los participantes en el Congreso, a los presentes en la sala y a los que nos siguen por vía digital.
Quiero terminar con unas palabras del papa Francisco en su última alocución a la Asamblea General de las Naciones Unidas: “De una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores. Por ello, en esta coyuntura crítica, nuestro deber es repensar el futuro de nuestra casa común y proyecto común. Es una tarea compleja, que requiere honestidad y coherencia en el diálogo (..) Esta crisis subraya aún más los límites de nuestra autosuficiencia y común fragilidad y nos plantea explicitarnos claramente cómo queremos salir: mejores o peores. Porque repito, de una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores”. Y repite constantemente: “De esta crisis solo podemos salir juntos”.