La pandemia del COVID-19 supone un grave problema sanitario, pero no solamente. Se abren con ella toda una serie de problemas económicos, políticos o, incluso, jurídicos, que exigen soluciones en niveles muy distintos. Raúl González Fabre, Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Pontificia Comillas y miembro del Comité de Expertos del Seminario Permanente “La Huella Digital ¿servidumbre o servicio?” analiza los distintos frentes y muestra que la tecnología, si bien puede ayudar a resolver partes, no es suficiente en sí para abordar la gestión de la complejidad.
La presente crisis plantea problemas en tres niveles, que resultan ser de tres tipos diferentes. Con mucha frecuencia, se encuentran entrecruzados en las reflexiones de prensa, lo que puede inducir a confusión.
Problemas técnicos
Estas son cuestiones que admiten una solución óptima, la cual debe ser buscada (cuando no la sabemos) y procurada (cuando la sabemos).
Hagamos una lista sumaria de algunos de esos problemas, para ver a qué nos referimos:
- Encontrar un buen tratamiento para la enfermedad.
- Encontrar una vacuna contra la enfermedad.
- Minimizar los contactos (directos, o indirectos a través de objetos) que puedan implicar riesgo de contagio.
- Identificar a los portadores del virus, para minimizar a su vez el contacto de los demás con ellos.
- Proteger a quienes, por oficio, deben tener contacto con portadores, para que su riesgo de contagio permanezca mínimo.
- Proteger a quienes, por pertenecer a grupos de riesgo, corren mayor peligro si resultan contagiados.
- Optimizar el uso de los recursos médicos disponibles.
- Aumentar la cantidad de recursos médicos disponibles.
Son problemas básicamente técnicos, desde bioquímicos hasta de planificación y logística. En este terreno es, claramente, donde las nuevas tecnologías digitales pueden realizar una contribución significativa.
Se trata de un aspecto clave. Por no poner más que el primero de la lista: si mañana se encontrara un tratamiento eficaz que procurara la recuperación de los enfermos de coronavirus y redujera la probabilidad de muerte a cerca de cero incluso para las personas más vulnerables, el problema de la pandemia no duraría más de lo que tardarse en producirse y distribuirse en masa semejante tratamiento.
Problemas políticos
Estos son de otro tipo, como ha empezado a demostrarse con el confinamiento. En el fondo, el problema central consiste en una elección entre destrucción económica (en la medida en que se paraliza la actividad para frenar el contagio) y destrucción de vidas (en la medida en que se mantiene la actividad al coste de incrementar los contagios). Luego hay otros derivados, pero del mismo tipo: destrucción de empresas (obligándolas a pagar salarios cuando no tienen ventas) y ruina de las familias sin ahorros (si pierden su ingreso porque el trabajo se suspende). Y así vemos otros en torno a los alquileres, los impuestos, etc.
A diferencia de los problemas técnicos, estos no admiten solución óptima. Se trata de balances prudenciales intentando minimizar el daño social de largo plazo. Pero la concepción sobre ese daño depende en buena medida de posiciones ideológicas previas. Un acuerdo de los grandes partidos al respecto sería muy bueno, pero de momento no está a la vista. Según parece, ni siquiera están hablando sino tirándose los trastos a la cabeza por la prensa. Ello delata la mala calidad de nuestra actual clase política, empezando por los Gobiernos (central y autonómicos), pero no solo.
El asunto de los balances prudenciales (y también de posibles acuerdos) se complica además porque esos balances pueden variar con el tiempo, esto es, conforme las circunstancias cambian. El diálogo debería ser sostenido.
Problemas constitucionales
El tercer nivel de los problemas es constitucional. Aquí ya no nos referimos a si los diversos Gobiernos adoptan estas u otras políticas, sino a las estructuras de la acción colectiva. Antes de discutir cómo debemos usar un martillo, si dar golpes suaves o fuertes y dónde, hay que tener el martillo. Si no hay martillo, la discusión sobre su uso resulta ociosa.
El coronavirus nos revela un par de cosas sobre la estructura constitucional de nuestra presente acción colectiva:
Primero, que en circunstancias así la descentralización del sistema sanitario público no funciona bien. Dejar un cascarón cuasivacío como Ministerio central y confiar a las autonomías la sanidad, algo que producía solo moderadas disfunciones en circunstancias normales, resulta mucho peor ante una crisis sanitaria seria. La considerable torpeza en la procura/distribución de materiales y las limitaciones gestoras de un Ministerio sin músculo, lo muestran. La asimetría en las posibilidades y cargas de las comunidades autónomas, también. Curiosamente, la acción central más eficaz contra la crisis, desde el punto de vista sanitario, viene siendo realizada por la Unidad Militar de Emergencia, que nunca ha sido descentralizada.
Eso en cuanto a la descentralización administrativa. Algo semejante ocurre con la descentralización política: no hay decisión del Gobierno central sobre la epidemia que no sea inmediatamente contestada en los medios por tres o cuatro presidentes de comunidades autónomas, que no están de acuerdo y la deslegitiman delante de sus poblaciones. Lo mismo ocurre con decisiones de los Gobiernos autonómicos.
El virus muestra entonces cómo la capacidad de acción colectiva de la sociedad española ante crisis mayores ha sido erosionada fuertemente al nivel constitucional, entendiéndolo en ese sentido.
Un segundo punto tiene que ver con la Unión Europea. En realidad, una pandemia es un problema global, que requeriría acción concertada también a nivel global. Pero como no tenemos ni remotamente instituciones mundiales con la capacidad para ello, cada país ha decidido cerrar sus fronteras y arreglárselas solo como mejor pueda.
Ello tiene una implicación inmediata: si el virus está generando este considerable desorden y mortandad en países ricos y de medio ingreso, no queremos pensar lo que ocurrirá si afecta masivamente a países pobres o con sistemas sanitarios y económicos muy débiles. Irán es solo una ventanita a ello, pero hay países con condiciones de partida mucho peores.
Pero bueno, esto es algo que ya sabíamos. Más sorprendente resulta que también la Unión Europea carezca de capacidad de acción colectiva ante esta crisis sanitaria. No será por falta de instituciones. El único apoyo que ha recibido España, hasta donde ha salido en la prensa, provino de la OTAN. Y España misma tampoco ha apoyado a ningún otro que sepamos. Esperemos que en el manejo de las consecuencias económicas, la UE muestre un poco más de fortaleza constitucional.
Conclusión
Los tres problemas mencionados son de índole muy distinta, lo que queríamos mostrar aquí.
Los problemas técnicos permiten lógicamente buscar una solución óptima. Luego habrá quizá incertidumbres, insuficiencia de datos, variaciones en el tiempo, etc., que dificultarán precisar ese óptimo totalmente. Pero el trabajo sobre estos problemas permite reducir el intervalo donde está el óptimo, y por tanto producir mejores respuestas.
Los problemas políticos son muy distintos, porque en ellos no puede tocarse un aspecto sin afectar muchos otros, no puede decidirse sobre un stakeholder sin cambiar los problemas, las posiciones y las reacciones de los demás. Los balances correspondientes son difíciles, y aunque ex post es fácil criticar cualquier balance adoptado, ex ante es difícil estimar si uno resultará mejor que otro.
Los problemas constituciones son de una tercera índole. En ellos se definen estructuras de acción colectiva que determinan qué será posible hacer juntos y qué no. Constituyen pues el marco para la resolución de los problemas políticos, dando más o menos opciones para buscar balances.
Esta crisis sanitaria pone de manifiesto hasta qué punto los problemas políticos y constitucionales no pueden reducirse a soluciones técnicas, y con ello también los límites intrínsecos de la construcción digital de nuestras sociedades. Hay ingredientes políticos y constitucionales (morales en último término) que influyen enormemente en las respuestas a los grandes problemas y por ello no son prescindibles.
La crisis del coronavirus nos muestra ello más claramente que en otros casos, porque en el plazo corto en que se ha desarrollado, la tecnología es prácticamente constante. Aunque cada vez lo sea menos, todavía ha resultado muy lenta para influir el estado de cosas de manera sensiblemente distinta a hace tres meses.
Ello sugiere la importancia de no confiar la mejora de las condiciones de vida humana solo a soluciones técnicas. A la vez que esas soluciones van cambiando el cuadro al ritmo de descubrimientos, invenciones y aplicaciones, debemos empeñarnos en buscar amplios acuerdos para las cuestiones políticas y constitucionales, de manera que estemos estructuralmente a la altura de los desafíos de cada momento.