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Crecimiento económico, desarrollo humano, valores espirituales

FUNDAZIONE CENTESIMUS ANNUS - PRO PONTIFICE

Conferencia Internacional:
Instituciones, Sociedad y mercados:
¿hacia nuevos equilibrios internacionales? 

 

Milán, 4-5 de mayo de 2012
UNIVERSITÀ CATTOLICA DEL SACRO CUORE
Traducido del italiano por Domingo Sugranyes

 

1. Un tiempo de tribulación

Crecimiento económico, desarrollo humano, valores espirituales: estos tres términos que los organizadores me han propuesto enfocan directamente hacia la necesidad de reexaminar los paradigmas que hasta ahora han regulado la vida económica, reexaminándolos desde el punto de vista antropológico. Orientados hacia un crecimiento económico basado en la idea de un inagotable desarrollo lineal, los modelos económicos al uso no han conseguido mantener sus promesas. Sin duda, desde que hace ya cuatro años explotara la terrible crisis financiera y económica que todavía nos atenaza, no han faltado las declaraciones en favor de una radical inversión de trayectoria. Desde entonces hemos pasado de la emergencia financiera inicial a la no menos grave cuestión de la deuda soberana de los Estados. Sin embargo, aunque la crisis ha cambiado ya la vida de muchas personas – pienso en particular en el drama de quienes han perdido el empleo o se han quitado la vida -, me parece que no se está produciendo sino muy despacio la toma de conciencia cultural de un cambio tan profundo.

Más bien parece al contrario: la crisis ha contribuido a agravar una especie de parálisis cultural que se refleja en actitudes frecuentes en muchas sociedades europeas: hasta en las instituciones, se evita proyectar el futuro; prevalecen las relaciones revocables sobre las relaciones estables; la necesidad se interpreta como derecho exclusivo al bienestar, que se ha de satisfacer mediante el consumo.

Por esto cada vez veo más claro que hablar de la situación actual en términos de crisis económico-financiera es una visión reductora. Hay que leer la crisis en el contexto más amplio de la transición hacia un nuevo milenio, como los dolores del parto (1).

La dificultad para elaborar una prospectiva cultural de los modelos sobre los que se rige hasta ahora la economía se revela en la acogida de la encíclica social de Benedicto XVI. No es que Caritas in Veritate haya sido ignorada, tampoco ha sido especialmente criticada. Al contrario, de muchos lados se han puesto de relieve algunos de sus méritos, quizás de una manera un poco selectiva. Pero en general me parece que la encíclica todavía no ha sido comprendida en sus aspectos más relevantes e innovadores; generalmente se ha reconducido como un llamamiento a corregir la economía desde un punto de vista ético. No es una lectura equivocada, siempre y cuando se coloque en la perspectiva correcta; el mismo pontífice ha vuelto a expresarse en el mes de agosto pasado sobre la crisis económica y los motivos ya presentes en su encíclica social, reafirmando de modo sintético pero contundente que “la dimensión ética no es algo exterior a los problemas económicos, sino una dimensión interior y fundamental” (2). Pero no quiero extenderme en el comentario de la encíclica y del pensamiento social de Benedicto XVI, sino proponer, mediante el análisis de algunas de sus expresiones, una reflexión sobre la dificultad de pensar un proyecto – en mi opinión improrrogable – de “conversión” cultural.

 

2. La lógica del don entre transcendencia y secularización

En más de un punto de la Caritas in Veritate, en  línea con el magisterio de Pablo VI, se habla del desarrollo como vocación, condicionando su realización a una visión transcendente de la persona. A falta de ésta, “o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado” (3).  Esta dimensión, añade el Papa en uno de los puntos más originales de la encíclica, se realiza plenamente en la lógica del don. De hecho, “el ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión transcendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad” (4). A primera vista produce desconcierto enfrentar el fenómeno del don con la ilusión auto-constructora del hombre moderno. El hombre contemporáneo está acostumbrado a la idea de una libertad expresada ante todo, si no exclusivamente, en la posibilidad de elegir, e ignora que no hay verdadera libertad sin adhesión. Así anula la dimensión “vertical” del don. Y, sin embargo, la lógica del don y el correspondiente principio de gratuidad  sólo son plenamente comprensibles en la óptica de “acoger”. Todo lo decisivo para el hombre (la vida, el esposo, la esposa, el hijo, la vocación…) empieza con un “recibir”, tiene este carácter de cosa dada.

En cierto sentido, al situar el don y la gratuidad en su horizonte más adecuado se pone en evidencia porqué estas realidades ponen problema para la cultura dominante. No se trata ya del riesgo de rechazo de la ética cristiana, como ocurría al principio de la era moderna, sino de un progresivo alejamiento de su universalidad. En efecto, la difundida desconfianza ante el anuncio cristiano se inserta en una duda más amplia de que la razón pueda reconocer e identificar unos “valores” que se puedan compartir universalmente. Este escepticismo se traduce en una retirada sustancial ante la vida, último resultado del proceso de secularización: un “humanismo exclusivo” (5), dice Taylor, en el que se ha dejado eclipsarse cualquier finalidad que trascienda la prosperidad terrenal de la humanidad. Esta posición puede tener repercusiones negativas hasta en el rendimiento económico de un país, porque lleva a una visión de brevísimo plazo, a un consumo indiscriminado de bienes a expensas del dinamismo, de la creatividad y de los sacrificios que hacen falta para poner en marcha un verdadero desarrollo.

En esta situación, el don, la gratuidad, la caridad, la solidaridad no son negados a priori, al contrario son valores a menudo exaltados. Pero cuanto más se invocan, más pierden el poder de decir algo verdadero sobre la experiencia humana, quedándose en meros llamamientos retóricos y vagos o en operaciones cosméticas utilizadas para enmascarar las distorsiones de unos sistemas económicos injustos.

Si ésta es la situación actual, se entiende porqué las medidas de naturaleza puramente técnica, por muy necesarias, no son suficientes. Hace falta una propuesta cultural capaz de devolver toda su amplitud a una razón que se ha mutilado a si misma: como dice el Papa, “hay que volver a abrir las ventanas, tenemos que ver de nuevo la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra y aprender a usar todo esto como es justo” (6). Pero ¿es posible, en una cultura que llega hasta decir “adiós a la verdad”  (7), volver a proponer una visión comprometida de la razón, de la libertad y por consiguiente de la persona, que lleve a reconocer la dimensión transcendente y vea su fundamento en la relación con el Dios creador?

La posibilidad de volver a pensar la transcendencia con todas sus implicaciones antropológicas, sociales y cosmológicas, se encuentra precisamente en un espacio que situaremos entre la pretensión de una razón absoluta y la de una razón débil.

“La modernidad – escribe el sociólogo Donati – piensa en Dios, o como en una supervivencia supersticiosa,  o como en la luz de una razón inmanente en el mundo y en su historia. La novedad es que ambas formas de pensar hoy son obsoletas. Que la religión no es superstición se ve en el hecho de que, precisamente cuando se tumban todos los mitos, la necesidad de una realidad sobrenatural, de un Ser Otro que no puede encerrarse en ningún lugar y en ningún mito, no sólo no desaparece, sino que se hace más fuerte. Que no es la luz de una razón inmanente en la historia se ve en el hecho de que el mundo, no sólo pierde la fe en la razón, sino que simplemente pierde la razón” (8).

Este análisis permite recuperar un pasillo hacia la transcendencia. Pero para que ésta no se quede en un indistinto consuelo espiritual o un mero enunciado teórico, sino que cimente una ética en la visión indicada por Caritas in Veritate, hace falta que entre en relación con la vida del hombre de forma que, para citar a Del Noce, “la verdad pueda transformarse en mi verdad” (9).

 

3. El irreductible “sobrante” de la persona humana

“El hombre supera infinitamente al hombre” : basta un mínimo de lealtad, al  observarse a uno mismo en la acción - en ese momento en que la persona se revela (10) -, para estar de acuerdo con la genial frase de Pascal (11). Desde la cuna, más o menos conscientemente, el hombre se ve empujado fuera de si mismo en una trama de relaciones. Balthasar relaciona este hecho irreductible con tres polaridades antropológicas fundamentales: ánima/cuerpo, hombre/mujer, individuo/comunidad. Así pone de manifiesto la unidad dual de la persona, muy presente también en el pensamiento de Wojtyla y en el magisterio del beato Juan Pablo II. En ellos se afirma la esencial capacidad que tiene el yo de ser para el otro, de ser un “yo-en-relación”. Esta naturaleza relacional, que renvía en última instancia a la relación con el Dios creador, determina de manera decisiva, quiérase o no, la posición y el comportamiento del hombre en la sociedad, como no ha dejado de subrayar la mejor sociología.

Margaret Archer, en contra de las formas de constructivismo social que reducen lo humano, afirma el “sobrante” de la persona respecto a los roles que asume en la sociedad. Este “sobrante” se exprime en lo que ella define como “ultimate concerns” (intereses últimos) de los que se deriva que “nosotros mismos somos aquello que más nos tomamos en serio”. Los intereses últimos emergen en una “conversación interior” entre los requerimientos de la sociedad y las exigencias profundas del yo, de la que nacen la capacidad reflexiva y la transcendencia de la persona (12).

En esta línea el hombre no se puede reducir nunca a su “función” social, siempre hay que considerarlo en última instancia en su dimensión de sujeto libre, aun cuando siempre esté situado en un contexto histórico. La alternativa es la que ya anunciaba con lucidez Guardini en 1951: “cuando la acción no se apoya en la conciencia personal, se mueve en un vacío singular. El actor ya no tiene conciencia de ser él quien actúa, de que la acción comienza con él y que por ende debe responder de ella. Parece como si hubiera dejado de existir como sujeto y que la acción sólo pase a través de él, simple anillo de una cadena”(13). ¿No es eso lo que siente hoy gran parte de la ciudadanía frente a unos razonamientos económico-financieros muy alejados de la capacidad de comprensión de sus destinatarios y de sus actores finales?

 

4. A la raíz del desarrollo: el trabajo y su autor

El test definitivo con respecto a la dimensión transcendente de la persona está en la idea que se tiene del trabajo, hoy más que nunca clave del desarrollo. Para ésto vale una reflexión sobre la parábola del dueño que contrata a trabajadores a jornada (Mt 20, 1-16). La remuneración a la que Jesús se refiere supera los dos aspectos, muy necesarios sin duda, del concepto de justicia: el de justicia conmutativa – dar porque se tiene – y el de justicia distributiva – dar porque se debe -, y se extiende hasta incluir la dimensión de lo gratuito. Un  eslogan, en una de tantas manifestaciones ante la crisis económica, decía así: “Trabajo y dignidad, y no caridad”. Ya se ve que queda lejos el binomio clásico de justicia y caridad. En esta exigencia sacrosanta hay algo diferente, que es necesario poner de relieve: “No basta satisfacer una necesidad, hay que reconocer un deseo” (14).

La exigencia vale hoy en todas las latitudes; especialmente en Occidente, “la reducción del trabajo a una magnitud económica manifiesta ahora también todas las dificultades que conlleva: cuando se trata de reconocer el valor de la persona y  la humanidad de las relaciones, el derecho y el mercado, con todo su apremiante racionalidad y su calculable utilidad, no garantizan nada” (15). En el mundo árabe también, el deseo de dignidad ha sido la chispa que ha desencadenado un cambio político de gran dimensión (16).  Ahí se ve cómo la experiencia común de todo hombre, en su triple dimensión elemental de trabajo, afectos y descanso, siempre acaba emergiendo, aunque se decline en distintos tonos, y por muy ahogada que esté por la resignación, la ideología, el poder o la violencia.

Por supuesto, el acento en la dignidad non implica devaluar la caridad. Se trata más bien de superar un concepto de la caridad vista como simple dádiva. Lo que hace la diferencia es la “manera de dar” (Lévinas). La dimensión gratuita del trabajo, muy decisiva, no se confunde con el gratis. No está en discusión el salario justo, como viene diciendo la Iglesia desde hace tiempo (17). Al contrario, “la justicia de un sistema socio-económico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema” (18).  Pero hace falta volver al sentido último del trabajo, que no es puramente el trabajo en sí mismo, sino el hombre (19) que trabaja y trabaja bien. Como observaba con agudeza Péguy en “L’argent”, el carpintero de toda la vida también trabajaba perfectamente la parte de la silla que no se ve. Porque sólo si está bien hecho puede el trabajo expresar y realizar completamente la intención libre de la persona. La dignidad del autor del trabajo encuentra su garantía en la buena ejecución de la obra: en ello está lo gratuito del que nos habla la encíclica. Se entiende cómo esta posición, que hace entrar en el campo dono y  fraternidad, implica reformular a fondo las categorías comunes en el mundo del trabajo, incluídas las de mercado y beneficio, producción y finanzas. Éstas no son expresiones ineluctables de un hecho natural, son categorías culturales modificables en función de circunstancias y relaciones cambiantes. Éste es el camino que hay que andar para volver al sentido último del trabajo, enraizándolo en una antropología dónde la persona se sitúa desde el origen, desde aquello que precede el mero hacer.

A través del trabajo el hombre se eleva hacia Dios y se hace cooperador de su obra. Según el Catequismo, “el trabajo proviene inmediatamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a continuar, unas con otras y unas para otras, la obra de la creación sometiendo la tierra” (CCC 2427). Sin duda, el trabajo también tiene las ásperas características de la obligación (“el que no quiera trabajar, que no coma”  Tes 3, 10); y siempre conlleva un cansancio (labor en latín supone esfuerzo y fatiga), como ya se nos dice en las primeras páginas de la Biblia, como parte de la maldición infligida al hombre por el pecado original: “Maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas… Con sudor de tu frente comerás el pan…” (Gn 3, 17-19). Pero el trabajo no pierde nunca la dimensión de tarea desempeñada junto a Dios y a imitación de Dios (“Mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo” Jn 5, 17). En esta relación con el Creador está custodiada la dignidad del trabajador, salvado así mismo del riesgo de la mercantilización; con la dignidad del trabajador (lo primero es el sujeto) se salva también el trabajo.

En una fase de transición como la actual, en la que el trabajo se ve expuesto a cambios muy rápidos que exigen nuevos esquemas de interpretación, volver a la centralidad del sujeto y a la primacía del trabajo sobre el capital – conceptos fundamentales de la doctrina social de la Iglesia – abre una útil perspectiva para relanzar el desarrollo. Por otro lado, los expertos nos dicen que en las economías como las occidentales – avanzadas, si bien hoy jadean por una tremenda fatiga – uno de los recursos más eficaces para producir crecimiento y desarrollo es la innovación. Y ¿de dónde provendrá la innovación si no se movilizan la energía, el dinamismo y la creatividad de unos sujetos libres y responsables? No hay innovación sin cultura y no hay cultura sin educación. La educación es la mejor garantía de este bien prioritario, la primacía del sujeto en relación.

 

5. Salvaguardar la solidaridad

La dimensión relacional del hombre pone también el énfasis en la necesidad urgente de preservar la solidaridad interna e internacional. Esto es especialmente evidente en el caso europeo. Si en el plano interno las dificultades están poniendo a prueba duramente la cohesión social, en el plano internacional las ondas recurrentes de ataques especulativos que se han dirigido a varios países de la Eurozona y la debilidad estructural de algunos de estos países cuestionan el funcionamiento de la unión monetaria y las posibilidades de equilibrar reformas fiscales internas e iniciativas de apoyo recíproco. Evidentemente no me corresponde entrar en aspectos específicos de este cuestionamiento candente, si no es para subrayar que el correspondiente debate también requiere de una perspectiva más amplia. Los países europeos tienen de hecho una responsabilidad global: por un lado, las turbulencias financiarias producen efectos fuertemente negativos en países que aparentemente están fuera de los movimientos financieros, en particular a través de fuertes fluctuaciones en los precios de los bienes primarios; por otro lado, un crecimiento sostenible del bienestar debe ser inclusivo, si no quiere verse amenazado por excesivas desigualdades.

Por lo tanto es preciso decir con fuerza – y es éste uno de los objetivos de la Fundación Centesimus Annus – que responder a las urgentes necesidades de gran parte de la humanidad, ya sea en el mundo económicamente avanzado (dónde sabemos que no falta la pobreza), ya sea en los países de bajos niveles de ingresos, supone una oportunidad para crear trabajo, innovación y desarrollo para todos. Una vía de salida sostenible de la situación de emergencia económico-financiera implica la movilización de dinámicas económicas y sociales globales de grupos y de países antes excluidos o marginados.

En esto también es necesario recuperar la amplitud de la misma idea de solidaridad, hoy minada por un preocupante empobrecimiento conceptual. Quizá por ello las ciencias sociales se están moviendo para poner a examen la solidaridad (20), o incluso para revisar el concepto de arriba abajo (21).

La doctrina social de la Iglesia no ha dudado nunca en desafiar los lugares comunes, proponiendo con coraje una arquitectura estructurada para pensar la naturaleza de la sociedad. Ésta se funda, como se lee en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (números 162-163) en la unidad, la interrelación y la articulación de los principios de la doctrina social, entre los que evidentemente también se encuentra la solidaridad. Sacar de contexto el concepto de solidaridad ya es un error. De ahí que Benedicto XVI, con motivo de la 14ª sesión de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales, haya querido vincular la solidaridad con otros tres conceptos fundamentales de la doctrina social: el bien común, la subsidiaridad y la dignidad humana.

La idea arquitectónica es la siguiente: para que tenga sentido hablar de solidaridad hay que reconocer un bien común social, que es ante todo el bien del estar juntos (en común), con respecto al cual la solidaridad exprime justamente la participación de todos en los bienes y en las fatigas sociales. Además, para disfrutar de este bien común de una manera no lesiva para la dignidad humana, no se puede cercenar (de manera paternalista) el ámbito de actuación de los actores sociales: la subsidiariedad sirve justamente para este fin; exprime el hecho que la iniciativa, individual o colectiva, es igual de fundamental que el todo social, y no se puede reducir a él.

Se puede ver como un esquema arquitectónico en forma de cruz. De hecho dice Benedicto XVI: “Podemos dibujar las conexiones entre estos cuatro principios poniendo la dignidad de la persona en el punto de intersección de dos ejes, uno horizontal que representa la “solidaridad” y la “subsidiaridad”, y otro vertical que representa el “bien común” (22).

Si queremos desmontar los lugares comunes del razonamiento corriente sobre la solidaridad tenemos pues que mantener dos ejes fundamentales.

En el eje horizontal: la dignidad humana no puede ser respetada si no existe una preocupación solidaria por quien está en dificultad y si la subsidiaridad no garantiza la dimensión de singularidad irreductible de la persona.

En el eje vertical: el bien común, un bien compartido en la misma sociabilidad sólo se entiende de forma completa cuando no se acaba en el bienestar social histórico, sino que se abre a una prospectiva escatológica sobre el bien que va más allá de la muerte y coincide con el Dios Uno y Trino del que venimos y al cual volvemos, en el que se realiza la persona y todas las personas. Cuando el bien común de la mera convivencia es el horizonte total e insuperable, se arriesga la deriva totalitaria, es decir el aplanamiento de la persona bajo la estrecha medida de una expectativa de salvación intrahistórica: todo totalitarismo es, en el fondo, la divinización de una idea puramente mundana de vida buena. Naturalmente esto no significa que haya que someter la política al régimen de la teología. Significa, eso sí, liberarse del delirio de poder garantizar solos la promesa de felicidad que empuja los seres humanos a construir sociedades ordinadas según la justicia.

 

6. Una responsabilidad común por la política y la cultura

Como  se ve en el cuadro que hemos dibujado de forma sintética, los desafíos que la crisis lanza al hombre del tercer milenio son enormes y exceden de la posibilidad de respuesta de los solos operadores económicos y financieros. Reclaman la atención de muchos más actores. Quisiera concluir con una doble breve consideración sobre el mundo de la política y el de la cultura.

Las instituciones políticas, a las que corresponde la difícil tarea de aportar soluciones inmediatas y al mismo tiempo acciones de medio y largo plazo, tienen que orientar su actuación en mi opinión según un doble criterio. De un lado, siguiendo el principio de subsidiaridad, una adecuada puesta en valor del protagonismo propio de la sociedad civil. De hecho son los actores de la sociedad civil – lo reconocen ya las más agudas interpretaciones sociológicas – los que generan ese capital de solidaridad del que ningún Estado democrático puede prescindir (23). Pensemos sólo en la forma en que, por lo menos en Italia, la familia consigue atenuar algunos efectos de la crisis que podrían ser mucho más devastadores. Las instituciones políticas no deben gestionar la sociedad civil, sólo deben gobernarla. Por otro lado, hay que proclamar el carácter irrenunciable de la libertad religiosa, o sea reconocer que la dimensión sociopolítica no puede ser el horizonte exclusivo de la persona humana (24).

En ambas direcciones es preciso ante todo superar – y me refiero especialmente a los cristianos – una referencia equívoca a la autonomía de las realidades temporales (cfr. Gaudium et Spes 36), por la que se viene renunciando de forma perniciosa a poner de relieve la dimensión antropológica y ética en el contenido concreto de la acción social, política y económica. De esta forma “autónomo” ha venido a interpretarse como “indiferente” o “neutral” respecto a los valores sustanciales. Más allá de las convicciones de cada uno, la honestidad lleva a reconocer que, últimamente, no existen posiciones neutrales. Cada decisión implica siempre una orientación de fondo (25).

En cuanto al mundo de la cultura - y en este momento y sitio pienso especialmente en la Universidad -, tendrá que poner en el centro esa ampliación de la razón a la que a menudo nos invita Benedicto XVI. Esta empresa supone desde un principio la apertura de toda disciplina a una rigurosa comparación con las demás, incluidas las que, como la teología, ven en la persona humana una inextirpable relación con Dios: no se trata de superar las necesarias fronteras y la delimitación de cada saber, sino de descubrir, en su interacción, que ningún saber puede permitirse el lujo de considerarse absoluto y referenciado sólo a sí mismo.

Volver a partir del hombre, el hombre como yo-en-relación porque es “totalidad unificada”, como nos enseña con expresión potente Gaudium et Spes (n. 3). No es el camino de un imposible retorno al pasado, sino el de la improrrogable renovación de la política y también de la economía.

 

Conferencia del Card. Angelo Scola, Arzobispo de Milán

 


(1)   Cfr. A. SCOLA, Crisi e travaglio all’inizio del terzo millennio. Discorso alla città. Vigilia de la fiesta de San Ambrosio, Milán, 6 de diciembre de 2011

(2)   BENEDICTO XVI, Encuentro con periodistas durante el vuelo hacia Madrid, 18 de agosto de 2011

(3)   4

(4)   Ibid. 34. PASC

(5)   Cfr. C. TAYLOR, Una edad secularizada. Editorial Gedisa

(6)   BENEDICTO XVI, Discurso ante el Parlamento federal de Alemania, Berlín, 22 de septiembre de 2012

(7)   Cfr. G. VATTIMO, Adiós a la verdad, Gedisa, 2010

(8)   P. DONATI, La matrice teológica della società, Rubettino, Soveria Mannelli 2010, 47

(9)   Cfr. A. DEL NOCE, Politicità del cristianesimo oggi, in Costume, 1(1946)

(10) K. WOJTYLA, Persona y acción, Palabra 2011

(11)B. PASCAL, Pensamientos, 122

(12) M.S. ARCHER, Being Human: The Problem of Agency, Cambridge University Press, Cambridge. (2000)

(13) R. GUARDINI, La fine dell’epoca moderna. Il potere. Morcelliana, Brescia 1999, 122-123

(14) P. SEQUERI, Misericordia, lo scambio perfetto, in P. SEQUERI – D. DEMETRIO, Beati i misericordiosi, perché troveranno misericordia, Lindau, Torino 2012, 12

(15) Ibid. 13

(16) Cfr. A. SCOLA, Nel nuovo che avanza, la domanda di sempre, in “Oasis”, 14 (2011), 5-9

(17) LEON XIII, Rerum novarum, 4

(18) JUAN PABLO II, Laborem exercens, 19

(19) Cfr. Ibid.

(20)Cf. K. BAYERTZ (a cura di), Solidarity, Kluwer Academic Publisher, Dordrecht 1999; A. BASSI, Dono e fiducia. Le forme della solidarietà nelle società complesse, Edizioni Lavoro, Roma 2000; F. CRESPI – S. MOSCOVICI (a cura di), Solidarietà in questione. Contributi teorici e analisi empiriche, Meltemi, Roma 2001; H. BRUNKHORST, GlobalizingSolidarity: the Destiny of Democratic Solidarity in the Times of Global Capitalism, Global Religion and the Global Public, Seminario di Teoria Critica, Gallarate 2008

(21)Cf. S. PAUGAM (dir.), Repenser la solidarité. L’apport des sciences sociales, PUF, Paris 2007; A. M. BAGGIO, Il principio dimenticato. La fraternità nella riflessione politologica contemporanea, Città Nuova, Roma 2007.

(22) BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes a la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales, 3 de mayo de 2008 en M.S. ARCHER – P. DONATI (eds), Pursuing the common good:how solidarity and subsidiarity can work together, The Pontifical Academy of Social Sciences, Vatican City 2008, 16

(23)Cfr. P. DONATI – M. ARCHER (dir.), Riflessività, modernizzazione e società civile, Franco Angeli, Milano 2010; J.-L. Laville – P. GLEMAIN (dir.), L’économie sociale aux prises avec la gestion, Desclée de Brouwer, Paris 2010 ; J. BRAUN– G.S. MCCALL (dir.), Dilemmas in nation-building, Blackwell for UNESCO, Oxford 2009; C. RUZZA – V. DELLASALA (dir.), Governance and civil society in the European Union, vol. 1. Normative perspectives, ManchesterUniversity Press, Manchester, UK; New York, NY (Distributed exclusively in the USA by Palgrave) 2007; M. MAGATTI, Il potere istituente della società civile, Laterza, Roma Bari 2005.

(24)Como decía elocuentemente Juan Pablo II, el reconocimiento de la libertad religiosa reviste una importancia fundamental porque “es un reconocimiento implícito de la existencia de un orden que transciende la dimensión política de la existencia” (Discurso al cuerpo diplomático, 1989). Cfr. también Cfr. anche THE PONTIFICAL ACADEMY OF SOCIAL SCIENCES, Universal Rights in a World of Diversity. The Case of Religious Freedom, XVII Plenary Session, 29 April-3 May 2011, Vatican City 2011.

(25)Cfr. BENEDICTO XVI, Encuentro con el mundo de la cultura, del arte y de la economía, Venecia, 8 de mayo de 2011: “el hombre es libre de interpretar, de dar un sentido a la realidad, y precisamente en esta libertad es dónde reside su gran dignidad. En el ámbito de una ciudad, la que sea, las decisiones de carácter administrativo, cultura y económico también dependen, en el fondo, de esta orientación fundamental, que podemos llamar “política” en el sentido más noble y más elevado del término. S trata de escoger entre una ciudad “líquida”, patria de una cultura que parece siempre más la de lo relativo y de lo efímero, y una ciudad que renueva constantemente su belleza bebiendo de las fuentes benéficas del arte, del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos”.




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