La pandemia del COVID-19 nos ha zarandeado de forma violenta. En un mundo de seguridad y certezas, en el que todo parecía estar bajo nuestro control, un minúsculo virus ha conseguido desmoronar no solo nuestra estabilidad presente, sino también futura. ¿Cómo será el mundo después de esta crisis? ¿Cambiarán las relaciones humanas, nuestra percepción de la Ciencia, del Estado, de nosotros mismos? La filósofa Victoria Camps, Consejera Permanente de Estado y miembro del consejo director del Seminario Permanente «La Huella Digital: ¿Servidumbre o servicio?», de la Fundación Pablo VI, nos ayuda a reflexionar sobre el mundo después del COVID-19.
P.- ¿Estamos menos preparados para el sufrimiento pese a estar en la cúspide del progreso tecnológico y científico?
R.- Pensábamos que estábamos preparados y hemos descubierto, de repente, que no lo estamos. Más que para el sufrimiento, para el desconocimiento. El progreso científico es notable y las grandes epidemias parecían episodios del pasado. Esta no solo nos ha pillado desprevenidos, sino que ha tenido una dimensión mundial y, quizá lo más grave, ha puesto de manifiesto que los investigadores tenían otras prioridades. Si de alguna manera alertaban de posibles coronavirus, no lo hicieron con la insistencia necesaria para alarmar de verdad. Esta crisis nos ha revelado una obviedad: que somos contingentes y que el conocimiento humano es limitado.
P.- Mucho se habla de que esta crisis nos hará necesariamente mejores. Que el ser conscientes de nuestra fragilidad, nos convertirá en personas más humildes y solidarias. Y, sin embargo, la historia nos demuestra que la memoria es cortoplacista…
R.- Todo es cortoplacista, también los planes de futuro. Nos preocupa solo lo que tiene resultados inmediatos. Quizá por eso se previó poco lo que podía ocurrir con el coronavirus. Es cierto que el confinamiento obligado durante un período tan largo nos ha dado lecciones: nuestra vulnerabilidad, la interdependencia, el valor de los cuidados, la esencialidad de unos servicios que no son los mejor retribuidos. Ha puesto de manifiesto que lo más normal, como el tener al lado a las personas queridas cuando uno sufre, no lo habíamos apreciado suficientemente. También nos ha enseñado a vivir con menos necesidades, a entretenernos sin consumir. La pregunta es si aprenderemos algo positivo de todas estas lecciones cuando vuelva la normalidad. De momento, lo que están mostrando los primeros pasos de la desescalada es que el miedo al contagio prevalece. ¿Está fundado que sea así? ¿Es bueno seguir alimentando el miedo? Si solo han actuado el miedo y la solidaridad con el sufrimiento ajeno, ¿habrá alguna razón para vivir de un modo distinto cuando cese el peligro de contagio?
P.- ¿Qué ha fallado en la atención a los ancianos? ¿Ha primado el negocio, ha habido dejación de las administraciones o hemos fallado todos como sociedad?
R.- De entrada, al declararse el estado de alarma, se alertó de que los ancianos eran los más vulnerables y había que protegerlos especialmente. A nivel familiar se hizo. Pero, al parecer, nadie fue capaz de ver que las residencias de mayores podían ser focos de infección muy graves. Tampoco parece que se hubiera prestado mucha atención hacia las condiciones en que se encontraban muchas residencias. Las hay de muchos tipos, públicas y privadas; algunas funcionan bien y otras son puro negocio. Pero nadie las veía como centros médicos. La conclusión de que hemos abandonado a los ancianos diría que no puede deducirse tanto de que haya habido más fallecimientos entre los mayores, lo cual era esperable y lógico, sino de las faltas de atención médica en que se encontraron cuando empezó a propagarse la enfermedad en las residencias. Hay que reflexionar a fondo sobre qué tipo de servicio deben dar y a qué control deben someterse las residencias para que no tengamos que avergonzarnos de su existencia como el lugar de acogimiento de los mayores.
P.- Mucho se ha debatido estos días sobre el papel de los medios de comunicación en el tratamiento de la tragedia, sobre todo en lo que se refiere a la conveniencia o no de publicar fotografías más explícitas de los féretros, en vez de hablar solo de cifras… ¿Se ha censurado la muerte o se ha tratado de proteger el ánimo colectivo?
R.- Al ser una crisis nueva, también los medios de comunicación han tenido que aprender sobre la marcha sobre la mejor manera de informar. La fascinación por los datos es un signo de nuestro tiempo y solo si podemos aportarlos nos parece que nos acercamos a una información veraz. En este caso, se ha visto que lo complicado era dar buena cuenta del número exacto de contagiados y fallecidos por el virus. La escasez de test y la confusión general en el momento más crítico de la pandemia nos impide fiarnos de las cifras que nos dan.
Habrá tiempo para hacer análisis más rigurosos y conocer las dimensiones reales de la pandemia. Pero hay otra cosa que ahora me inquieta más, a propósito de la información, y es el tratamiento de fondo que se ha dado a la crisis. Los mensajes que se han querido transmitir a partir de lo que estaba pasando. Ha habido aspectos positivos, como el hacer ver el valor de un sistema sanitario público, la dedicación absoluta de los profesionales sanitarios, la confianza en las aportaciones de los científicos. Pero esta crisis tan descomunal no afecta solo a la salud y a la actividad económica. Ha afectado y seguirá afectando también a la educación, a la vida familiar, al empleo, a la conciliación, al ocio, a la cultura. Demasiados aspectos y demasiadas consecuencias para que, ahora que descienden los contagios, no empecemos a considerarlos muy seriamente.
P.- En estos días hemos mirado mucho a nuestros vecinos. Hemos querido ser chinos, portugueses, alemanes, suecos… Parece que hemos confiado poco en nosotros mismos y en los demás, convirtiéndonos incluso en censores del comportamiento ajeno…
R.- Nuestro confinamiento ha sido jurídico, muy coactivo, más que el de la mayoría de países europeos, por no hablar de Suecia que confió en la participación cívica y en el compromiso y responsabilidad de los ciudadanos. Sin duda, entre nosotros hubo desconfianza con respecto a la respuesta de la ciudadanía si las medidas no iban acompañadas de sanciones firmes. También desconfianza entre los ciudadanos. Lo podemos mitigar ahora que empieza la desescalada. Creo que el comportamiento de la ciudadanía ha sido ejemplar. No tiene por qué dejar de serlo hasta que tengamos la seguridad de poder dominar al virus con una vacuna. Es la confianza lo que induce a la gente a ser responsable y no normas muy restrictivas. Lo que hay que hacer es tener claras las precauciones de higiene, distancia social, uso de mascarillas, y aplicarlas teniendo en cuenta las circunstancias singulares. No es lo mismo la desescalada en un pueblo de pocos habitantes que en una ciudad como Barcelona. Tienen razón las comunidades autónomas que pugnan por empezar ya a relajar el confinamiento.
P.- ¿Han sido los ciudadanos más ejemplares que sus políticos? Hemos visto pocas muestras de unidad y liderazgo real en estos días…
R.- En efecto, los políticos han tardado muy poco en demostrar que no saben actuar sin poner por delante la polarización. La ciudadanía, en la vida cotidiana, ha dado mejores muestras de su compromiso con el bien común. Ante una crisis como esta, la crítica es buena, pero no solo por oponerse a las decisiones del gobierno, sino para presentar alternativas. El Gobierno está tomando decisiones muy difíciles y, sean cuales sean, siempre habrá riesgos. Precisamente porque es así, debería escuchar más.
P.- En los últimos tiempos el nacionalismo está ganando terreno: la ruptura de la unidad de los estados, el Brexit, la desconfianza en las instituciones europeas cobran fuerza. ¿Teme que esta pandemia aliente más estos movimientos populistas que reclaman más muros y fronteras?
R.- Lo primero que han hecho los estados europeos ha sido encerrarse en sí mismos y poner por delante sus intereses. Antes que cooperar, los estados estimulan el sentimiento de pertenencia nacional porque es el motivo más fácil para recabar la disciplina ciudadana. Europa no acierta a comportarse como una federación de estados porque no lo es. En España aparecen enseguida las reticencias de las comunidades autónomas, por una cuestión más de principio que otra cosa. Ahora que entramos en la desescalada, vemos que ni siquiera una comunidad como Cataluña puede ejercer el desconfinamiento de todos sus territorios al mismo tiempo porque ha habido diferencias sustanciales en la afectación de la pandemia. Conjugar unos mismos criterios y permitir que se apliquen con flexibilidad es una tarea para la que no parecemos estar preparados.
P.- La tecnología ha sido una gran aliada en esta crisis y, sin embargo, podría dejar a mucha gente en el camino. El Papa Francisco alerta de una nueva forma de regresión, que sumaría grandes brechas de desigualdad a las ya existentes si no hay un uso responsable de esta tecnología. Estos días, por ejemplo, se han puesto en evidencia grandes brechas (educativas, laborales…)
R.- La tecnología ha sido una bendición para sobrellevar el confinamiento, pero es cierto que hay brechas y no todo el mundo tiene acceso a Internet, a las redes. Las brechas se pueden ir subsanando a medida que sea más esencial el manejo de las tecnologías y que sean vistas como servicios esenciales. Si hemos descubierto que el teletrabajo puede funcionar y ser a veces incluso más eficaz que el trabajo presencial, habrá que hacer que esa posibilidad sea universal. Forma parte de la protección que ha de hacer suya el estado de bienestar.
Una preocupación distinta es el uso responsable de las tecnologías. Es fácil controlar los movimientos de la gente, de hecho ya estamos vendiendo nuestros datos a muchas plataformas. El derecho a la privacidad prácticamente ha desaparecido. Seguramente es bueno que el estado tenga información de nuestros datos a efectos de protección de la salud, pero el control tiene que ser muy riguroso si queremos evitar que esa información se use con fines discriminatorios.
P.- Se habla de «nueva normalidad», de recuperar nuestras costumbres… Pero la crisis climática, las profundas desigualdades sociales y un modo de vida cada vez más individualista y desvinculado, nos ha dado ya signos evidentes de que no vamos por buen camino…
R.- Alguien ha dicho que no hay que procurar una nueva normalidad porque en la normalidad estaba el problema. Es evidente que no vamos por buen camino. El cambio climático lo vemos como una amenaza lejana, tan lejana como lo era un posible coronavirus hasta que nos ha pillado. El crecimiento ilimitado no puede ser el único fin porque acaba volviéndose contra nosotros mismos. Tienen que ser posibles cambios y reformas que apunten a una redistribución de la riqueza y del trabajo más equitativa y más conciliadora con el entorno natural. Basta querer y tener valentía para llevar a cabo las reformas necesarias.
P.- ¿Qué espera del mundo post COVID-19? ¿Hay esperanza tras la pandemia?
R.- Una pandemia no transforma el mundo, pero da motivos para la esperanza porque nos hace ver de una forma muy cruda y brutal cuáles son nuestros errores. Si no hubiera sido por la crisis económica que se nos viene encima, no se habría producido la unanimidad que hay en estos momentos con respecto a la introducción de una renta básica universal. Es una pequeña reforma pero que, hasta hace muy poco, era vista como un despropósito de la izquierda más radical. Ahora, nadie la critica. Hay que aunar voluntades para exigir más cambios. Depende de nosotros.
Entrevista publicada en el número 4032 de Ecclesia
Sandra Várez
Directora de Comunicación de la Fundación Pablo VI