Fe e historia después de 1989
1 – Fe en la era de la globalización
Los últimos 35 años han estado marcados por dos “colapsos”. El primero es el colapso del Muro de Berlín en 1989, que fue un preludio de la caída del comunismo soviético. El segundo viene dado por la caída de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, que marca la crisis en el mundo de la globalización. El primer colapso representa el triunfo del modelo de globalización; el segundo, su decadencia.
La caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989 es sin duda un acontecimiento sin precedentes. Un imperio, responsable de la represión de millones de hombres, cayó sin una gota de sangre mediante una revolución pacífica y festiva que tiene pocos precedentes en la historia. Dos años más tarde, cuando se arrió la bandera roja en el Kremlin de Moscú a finales de 1991, el mundo salía de un siglo de maniqueísmo político-ideológico que había causado millones de muertos. La gran esperanza era que la demolición del muro presagiara una nueva era de paz en la que la humanidad, habiendo dejado de lado los titanismos y las ilusiones que la habían arrastrado a dos guerras mundiales y a los infinitos conflictos que habían marcado la posguerra, podría entrar por fin en una nueva era.
Las direcciones "posmodernas" de la filosofía tradujeron esta necesidad al despedirse de una modernidad acusada de haber propagado una imagen antropocéntrica y prometeica del hombre occidental. Hegel y Marx desaparecieron de las estanterías y rápidamente fueron reemplazados por Nietzsche y Heidegger. Fue una elección singular porque los dos filósofos estaban vinculados, de una forma u otra, a la historia del nacionalsocialismo. Sin embargo, volvieron a cobrar relevancia tras el colapso del comunismo, "purificados" de sus aspectos más comprometedores por sus intérpretes franceses: Deleuze, Foucault, Derrida. Los filósofos de la derecha europea, y esto era paradójico, estaban llamados a justificar el mundo posverdad, ecuménico, tolerante, estético, virtual.
A nivel geopolítico, Francis Fukuyama en su obra de 1992 El fin de la historia y el último hombre, refiriéndose a Hegel, y tras él a Alexandre Kojeve, habló del "fin de la historia"[1]. El declive del bipolarismo marcó el fin de la dialéctica amigo-enemigo, teorizada por Carl Schmitt, y el comienzo de un mundo reconciliado. Fue el manifiesto de la era de la globalización, que, iniciada en los años ‘80, celebraría sus triunfos en los años ‘90. Donde la política y las ideologías habían fracasado, el nuevo capitalismo financiero, apoyado por la revolución digital, integraría a los pueblos y estados en un marco de relaciones e intereses comerciales. Al dirigir la mente hacia los negocios, el tiempo orientó la vida hacia la búsqueda del bienestar y la riqueza, dejando en un segundo plano la política de poder que había ensangrentado la historia. Después de todo, ésta era la tesis del volumen de Fukuyama. Este optimismo fue acompañado por la filosofía New Age que, mezclando música y esoterismo, celebraba, con miras a un nuevo panteísmo, ecuménico y universal, la "nueva Era", la de Acuario que sucedería a la de Piscis dominada por el cristianismo. “La Nueva Era (New Age) anuncia la Buena Nueva de la reconciliación universal entre el alma y el cuerpo, lo femenino y lo masculino, el espíritu y la materia, lo humano y lo divino, la Tierra y el cosmos, lo trascendente y lo inmanente, la religión y la conciencia, entre todas las religiones”[2].
Este Edén fue la gran ilusión de los años 90. Una ilusión que también ha infectado en parte a la Iglesia. Y esto de forma triple.
Tenemos, en primer lugar, uno de los efectos provocados por la caída del comunismo: el de la desmovilización del catolicismo social. 1989 marcó el fin del adversario histórico del cristianismo, aquel que durante más de 60 años había representado la fe atea para millones de hombres en todo el mundo. En su decadencia, la cuestión social que estaba en el centro del compromiso de los católicos ha desaparecido. Mientras el comunismo estuvo vivo, los católicos no podían ignorar la historia. Este interés había llevado, en los años ‘70, a una subordinación real del cristianismo al método marxista basado en la primacía de la praxis. Ahora, con el fin del comunismo, las motivaciones detrás de la doctrina social de la Iglesia también desaparecieron y la conciencia católica se replegó en un espiritismo protegido, tentada por derivas psicológicas y místicas. La ilusión consistía en creer que el mundo avanzaba realmente hacia la unidad, de manera armoniosa y pacífica, y que la conciencia creyente debía apoyar este proceso abandonando cualquier forma de pesimismo crítico.
La segunda forma de ilusión está profundamente conectada con la primera. La adhesión optimista al nuevo rumbo del mundo se expresó, para una parte importante de la dirección católica, en la plena adhesión al modelo capitalista. Este es el caso de la corriente de neoconservadores estadounidenses representada por Michael Novak y George Weigel que tanta influencia tuvieron en Estados Unidos durante la presidencia de George Bush hijo. Son los mismos que primero intentaron interpretar el Centesimus annus de Juan Pablo II y luego se opusieron duramente a él durante la guerra contra Irak en 2003. Los mismos que en los últimos años han criticado el pontificado de Francisco acusado de ser un Papa “populista”, marxista, latinoamericano. Traté de esta oposición al Papa en mi volumen El desafío Francisco. Del neoconservadurismo al “hospital de campaña”, publicado por Ediciones Encuentro en 2022. Una característica de los neoconservadores católicos, que tanta influencia han tenido en la Europa del Este poscomunista, es una clara división entre los valores de vida y los sociales. La oposición (correcta) al aborto va acompañada, de manera contradictoria, de la justificación de un sistema social que crea desigualdades y marginación, fuente de conflictos internos e internacionales.
La tercera ilusión provocada por el fin del comunismo dependía también de un clima optimista que celebraba la caída del Muro de Berlín en términos "religiosos". A partir del colapso del comunismo, preveía, de hecho, un inminente renacimiento de la fe, tanto en Oriente como en Occidente. Con el declive del ateísmo marxista, las dos partes separadas de Europa volverían a la fe. El modelo de la Iglesia en Polonia, durante los años en que el sindicato católico Solidarność dirigido por Lech Wałęsa parecía representar a todo el pueblo, fue el ejemplo en el que muchos se fijaron para planificar una nueva Europa cristiana. El modelo polaco, fundado en la familia y los valores cristianos, se puso como límite al proceso de secularización. Esta es una ilusión que durará poco. La globalización, surgida de la descomposición del marxismo, en realidad no estuvo dispuesta a aceptar límites ni fue partidaria de atenuar el proceso de secularización, sino que, por el contrario, lo radicalizó. Y esto no en la forma de un ateísmo dogmático, hoy superado, sino en la forma indolora de un positivismo que, al disolver el sentido religioso, dio origen a un agnosticismo integral.
Las tres direcciones de la conciencia cristiana sufrieron así una especie de subordinación al mundo, a veces huyendo de él en una perspectiva espiritualista, a veces conformándose a él. En ambos casos la conciencia creyente demostró que se estaba rindiendo al neocapitalismo victorioso, a su mentalidad tecnocrática, al modelo de globalización regido por una economía dura, competitiva y ciertamente no compasiva. El nuevo capitalismo, que ya no se basaba en el trabajo sino en el mercado financiero, es altamente selectivo, dividiendo sociedades y estados entre ganadores y perdedores. La idea New Age de resolver las contradicciones en la "polaridad", de ir más allá del maniqueísmo tanto en su forma clásica de oposición entre el bien y el mal, como en su forma dialéctica, representaba el "narcótico", la droga que ocultaba la realidad, duro y transgresor de los años 90.
En el mundo lustroso de fin de siglo, el mito de la eterna juventud, de la vida siempre verde (evergreen), no sólo representa el olvido sistemático del dolor y de la muerte, sino que también esconde una dimensión sacrificial: la de los perdedores, los ancianos, los débiles. La New Age representó, desde este punto de vista, una formidable fórmula consoladora en un mundo maniqueo rigurosamente dividido, según una rígida selección darwinista, entre ganadores y perdedores. Si estos últimos no tienen ciudadanía respecto de los primeros, los superhombres que están más allá de la moral común, todo les está concedido. Los caminos del poder, de la seducción, del eros sin fronteras, representan un desafío para las almas superiores, para aquellas que no se calman en el vivir común, anónimo, pasivo y sin color. Desde la publicidad hasta el cine y la literatura, una corriente constante del universo cultural se mueve en esta dirección: la transgresión es un momento "vital", el signo de la excepción, del derecho a experimentar caminos insólitos, lejos de los banales del hombre del camino.
Esta idea está entretejida en la cultura underground, la oscura (dark) y gótica (goth) que encuentra expresión en la música, en el culto a las drogas, al eros, en la fascinación por la muerte. Un culto que se repite en los pisos superiores de los empresarios, donde, sin embargo, a diferencia del mundo subterráneo, no es la muerte y el abandono los que triunfan sino el vitalismo, la autoafirmación, el éxito a cualquier precio. Una realidad bien descrita en la película Wall Street dirigida por Oliver Stone en 1987. El paraíso es "prometeico", reservado a los mejores, es decir, a los "ganadores".
La ideología de la globalización pretendía así unir dos polos contradictorios: la esfera virtual y estética de la New Age, en la que muchos se fusionan en el panteísta Uno-Todo, y la competencia desenfrenada del egoísmo individual motivado por un modelo tecnocrático que recuerda a Hobbes y Nietzsche. Era inevitable que el alma nietzscheana de la globalización socavara su reivindicación ecuménica. El relativismo vitalista se opuso al sueño de un Nuevo Orden Universal basado en las leyes del mercado. La polarización, como sabía Fukuyama, no era externa a la globalización. No es casualidad que el pensador japonés-estadounidense integrara a Hegel con Nietzsche, se preocupaba por sublimar el deseo conflictivo de reconocimiento, que surge de los espíritus animales del capitalismo, en una forma igualitaria, compatible con el ideal occidental de democracia. La polarización era interna a la globalización, marca la contradicción entre lo universal y lo particular, entre el sueño hegemónico de Occidente como dueño del mundo y el bosque de intereses desatado por el mismo modelo que supuestamente traería orden. El orden como fuente de desorden fue, más allá de las predicciones optimistas de Fukuyama, el resultado de la era de la globalización. Este no fue un resultado inesperado sino una consecuencia inherente al modelo.
Michael Sandel, uno de los pensadores estadounidenses más críticos con el paradigma tecnocrático que triunfó en Occidente después del 89, lo deja claro. En su volumen La tiranía del mérito (“The Tiranny of Merit”) Sandel escribe:
“Son tiempos peligrosos para la democracia. Podemos ver señales de esto en la creciente xenofobia y el mayor apoyo a figuras autocráticas, que desafían las normas democráticas. Estas tendencias son preocupantes en sí mismas. Igualmente alarmante es la falta de comprensión que muestran los políticos y partidos mainstream sobre el descontento que está sacudiendo la política en todo el mundo. Algunos denuncian el ascenso del nacionalismo populista como poco más que una reacción racista y xenófoba hacia los inmigrantes y el multiculturalismo. Otros lo ven principalmente en términos económicos, como una protesta contra la pérdida de empleos causada por el comercio global y las nuevas tecnologías. Sin embargo, es un error ver la protesta populista sólo como una forma de intolerancia o considerarla simplemente un agravio económico. Al igual que el triunfo del Brexit en el Reino Unido, la elección de Donald Trump en 2016 fue un veredicto impulsado por la ira ante décadas de creciente desigualdad y una globalización que beneficia a quienes están en la cima mientras deja a los ciudadanos comunes con la sensación de haber perdido poder. La elección de Trump fue también una forma de reprimenda a un enfoque tecnocrático de la política, sordo al resentimiento de quienes se sienten abandonados por la economía y la cultura”[3].
La élite política que ha liderado el mundo en las últimas décadas es incapaz de “reconocer el papel que ha tenido en provocar el resentimiento que impulsa la reacción populista. No ven que los disturbios que estamos presenciando son una respuesta política a un fracaso político de dimensiones históricas"[4]. Según el autor:
La forma en que los partidos mainstream han concebido y llevado a cabo el proyecto de globalización durante las últimas cuatro décadas está en el centro de este fracaso. Dos aspectos de este proyecto han dado lugar a las condiciones que alimentan la protesta populista: uno es su forma tecnocrática de concebir el bien público; el otro es su manera meritocrática de definir a los ganadores y a los perdedores.
La concepción tecnocrática de la política está vinculada a una creencia en los mercados, no necesariamente en un capitalismo de laissez-faire sin restricciones, sino más bien en una creencia más general de que los mecanismos de mercado son las principales herramientas para lograr el bien público. Esta forma de concebir la política es tecnocrática en el sentido de que vacía el debate público de argumentos morales sustantivos, tratando cuestiones ideológicamente controvertidas como si fueran una cuestión de eficiencia económica y, por tanto, competencia de expertos. No es difícil ver cómo la fe tecnocrática en los mercados ha preparado el terreno para el descontento populista. Esta versión de la globalización impulsada por el mercado ha llevado a una creciente desigualdad, así como a una devaluación de las identidades y lealtades nacionales[5].
A partir del modelo de globalización se crea una dialéctica, una polarización entre tecnocracia y populismo lo que afecta la estabilidad de los sistemas democráticos.
Lo grave, según Sandel, es que esta posición positivista-tecnocrática ha sido promovida no sólo por la derecha liberal sino también por la nueva izquierda posmarxista.
Estas transformaciones se remontan a los años ‘80. Ronald Reagan y Margaret Thatcher sostuvieron que el gobierno era el problema y los mercados la solución. Cuando abandonaron la escena política, los políticos de centro izquierda que los sucedieron –Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Gran Bretaña y Gerard Schröder en Alemania– confirmaron, aunque con tonos más moderados, su fe en el mercado. Bajaron el tono de los aspectos más pronunciados de los mercados sin restricciones, pero sin cuestionar la premisa central de las eras Reagan y Thatcher de que los mecanismos de mercado son las herramientas principales para lograr el bien público. En consonancia con esta creencia, adoptaron una versión de la globalización favorable al mercado y acogieron con agrado la creciente financiarización de la economía. En la década de los años ’90, la administración Clinton compartió con los republicanos la promoción de acuerdos comerciales globales y la desregulación del sector financiero. Los beneficios de estas políticas recayeron principalmente en quienes estaban en la cima, pero los demócratas hicieron poco para abordar las profundas desigualdades y el creciente poder del dinero en la política. Al desviarse de su misión tradicional de frenar el capitalismo y mantener el poder económico en manos democráticas, el pensamiento liberal ha perdido su papel de liderazgo[6].
2 - Después del 11 de septiembre de 2001. El nuevo maniqueísmo teológico-político
La política ha renunciado a su papel al delegar en la economía, interpretado con los parámetros de la Escuela de Chicago, la clave para dar una solución al bien común. Sin embargo, de esta manera se ha impuesto un modelo tecnocrático regulado por criterios de eficiencia y desempeño que no ha resuelto el problema de la igualdad sino que lo ha acentuado dramáticamente. Lo hizo más grave no sólo en términos económicos sino también en términos morales.
Es en este contexto que se ubica la enseñanza social del Papa Francisco encomendada a Evangelii gaudium, Laudato si', Fratelli tutti. Una enseñanza que ha suscitado una fuerte y, en algunos casos, violenta reacción global contra el Papa. Y esto no sólo entre los no católicos sino también dentro de esa parte del pensamiento católico occidental que ha demostrado, en los últimos años, compartir profundamente la visión mundial del neocapitalismo internacional. El fastidio que provocan las críticas del Papa tiene que ver con la desmitologización que Francisco hace de la era de la globalización. El Pontífice no acepta el dogma según el cual el neocapitalismo unía al mundo bajo el signo de la economía. Como afirma Francesco en una entrevista con Austen Ivereigh:
El modelo de laisser faire centrado en el mercado confunde fines con medios. En lugar de ser visto como una fuente de dignidad, el trabajo se convierte en un mero medio de producción; el beneficio se convierte en una meta, en lugar de un medio para obtener bienes mayores. Y en este camino podemos terminar suscribiéndonos a la creencia trágicamente errónea de que todo lo que es bueno para el mercado es bueno para la sociedad. No critico al mercado per se. Deploro el escenario tan recurrente en el que se separan la ética y la economía. Y critico la idea notoriamente ficticia de que si se permite que la riqueza fluya sin control, esto traerá prosperidad para todos. La refutación de esa idea está a nuestro alrededor: abandonados a su suerte, los mercados han generado desigualdades sensacionales y enormes daños ecológicos. Una vez que el capital se convierte en un ídolo y domina un sistema socioeconómico, nos esclaviza, nos enfrenta entre sí, excluye a los pobres y pone en peligro el planeta que todos compartimos[7].
La declaración del Papa de 2020 difícilmente puede ser refutada hoy. El fracaso del modelo neocapitalista está a la vista de todos. La propia Europa corre el riesgo de verse abrumada por un modelo económico que se opone a la dinámica de solidaridad necesaria para mantener la integración común. En realidad, la utopía de la globalización ya se ha visto socavada desde el 11 de septiembre de 2001. El derrumbe de las torres gemelas de Nueva York, provocado por los pilotos suicidas de Osama Bin Laden, interrumpe violentamente el diseño del mundo unipolar e inaugura un nuevo maniqueísmo, entre Occidente y Islam, que reemplaza al que existe entre Oriente y Occidente. Un maniqueísmo que intenta involucrar también al cristianismo en una especie de guerra eterna contra el mundo musulmán. Todos los papas recientes, desde Juan Pablo II hasta Benedicto XVI y Francisco, se han opuesto firmemente a esta posición. Fue la negativa papal la que impidió que la oposición asumiera la apariencia de un conflicto político-religioso. El 11 de septiembre marca el regreso a la teología política, a los conflictos políticos que buscan legitimarse en clave religiosa. Esto es lo que ocurrió durante la guerra de Irak en 2003, y luego durante el período en el que se extendía el movimiento islamista ISIS. Esto es lo que sucede hoy con dos naciones, Ucrania y Rusia, que luchan entre sí a partir de su cristianismo ortodoxo común. La teologización de lo político es la respuesta a la secularización de Occidente, a la globalización occidental.
Una respuesta incorrecta que no se aleja del modelo de secularización. La teologización de lo político se convierte, de hecho, en la politización de lo religioso, en su mundanidad. La reacción conservadora a la ideología progresista es meramente reactiva: depende del poder, de gobiernos populistas y nacionalistas, para derrotar al oponente. Abandona el lenguaje del testimonio, del diálogo, de la misión, y prefiere la oposición, el conflicto, la fuerza que se obtiene a través de las alianzas. Las teologías políticas, que sustituyeron al cristianismo irónico y espiritualista de los años ‘90, son un componente fundamental del mundo maniqueo que se abrió con la caída de las torres gemelas. Son parte del problema, no de la solución. De esta manera, el mundo contemporáneo vive plenamente la crisis de la globalización. Podríamos decir, utilizando el lenguaje de Romano Guardini tan querido por el Papa Francisco, que hemos pasado de la polaridad a la contradicción. Bergoglio, que estudió en profundidad a Guardini para su tesis doctoral en Frankfurt, Alemania, en 1986, recuerda así la lección aprendida del pensador italo-alemán:
Guardini me dio una nueva percepción de los conflictos, para afrontarlos analizando su complejidad sin aceptar ningún reduccionismo simplificador. Existen diferencias de tensión, cada una de las cuales va en su propia dirección, pero coexisten dentro de una unidad mayor. Comprender cómo las contradicciones aparentes pueden resolverse metafísicamente mediante el discernimiento fue el tema de mi tesis sobre Guardini, en la que pretendía basar mi investigación cuando fui a Alemania. Trabajé en ello durante algunos años, sin embargo nunca terminé de escribirlo. Pero esa tesis me ayudó mucho, sobre todo en el manejo de tensiones y conflictos [...]. Uno de los efectos del conflicto es ver como contradicciones lo que en realidad son oposiciones, como me gusta llamarlas. Un contraste implica dos polos en tensión, que divergen entre sí: horizonte/límite, local/global, todo/parte, etc. Son contrastes porque son opuestos que, sin embargo, interactúan en una tensión fecunda y creativa. Como me enseñó Guardini, la creación está llena de estas polaridades vivas o Gegensätze; son los que nos hacen vivos y dinámicos. En cambio, las contradicciones (Widersprüche) nos exigen elegir entre el bien y el mal. (El bien y el mal nunca pueden estar en oposición, porque el mal no es la contrapartida del bien, sino su negación). Lo que ve los contrastes como contradicciones es un pensamiento mediocre que nos aleja de la realidad. el espíritu malo -el espíritu de conflicto, que compromete el diálogo y la fraternidad- siempre intenta transformar los contrastes en contradicciones, exigiendo que elijamos y reduciendo la realidad a simples pares de alternativas. Esto es lo que hacen las ideologías y los políticos sin escrúpulos[8].
El 11 de septiembre de 2001 marca la crisis del modelo unificador de globalización. Su sueño hegemónico, provoca la reacción antioccidentalista, marca el paso de la polaridad a la contradicción que no permite la reconciliación. Es la premisa de la guerra en Irak, en 2003, y de todas las guerras posteriores, hasta las guerras actuales entre Ucrania y Rusia e Israel en Gaza y el Líbano. Guerras que no permiten la posibilidad de una solución sino sólo la rendición definitiva del adversario. El mundo actual ha abandonado la utopía diseñada por Francis Fukuyama en su El fin de la historia y, en contraposición a la huida hacia lo virtual de las corrientes posmodernas, regresa dramáticamente a la historia.
No Fukuyama sino Samuel Huntington con su El choque de civilizaciones y la reconstrucción del orden mundial, de 1996, el autor de referencia[9]. Para Huntington, la globalización, al aumentar la riqueza mundial, no estaba destinada a producir unidad sino, por el contrario, era fuente de nuevas polarizaciones. Los países excluidos de las fuentes de riqueza entraron en el gran teatro del mundo con un nuevo sentido de autoestima que llevó al redescubrimiento de civilizaciones históricas irreductibles al modelo occidental. China e India se convirtieron en protagonistas y Estados Unidos tuvo que competir con un mundo multipolar que ya no estaba gobernado por el dólar y Washington. Esta predicción, en opinión de Huntington, no debía favorecer el conflicto sino, por el contrario, llevar a Estados Unidos a la moderación en las relaciones internacionales. Occidente no debería imponer su modelo al resto del mundo, sino favorecer la coexistencia entre civilizaciones reconociendo la realidad de un mundo multipolar. Por el contrario, el occidentalismo habría favorecido inevitablemente el choque entre las grandes potencias. Y eso es lo que ocurrió, confirmando negativamente la predicción de Huntington.
En este contexto se publica el 3 de octubre de 2020 Fratelli tutti, (“Todos hermanos”), la encíclica sobre la fraternidad y la amistad social. El texto constituye la continuación ideal del Documento sobre la hermandad humana para la paz mundial y la coexistencia común firmado en Abu Dabi el 4 de febrero de 2019 junto con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb1. Si Evangelii gaudium es el manifiesto del pontificado y Laudato si' el texto sobre la ecología y la tecnocracia, Fratelli tutti es la nueva Pacem in terris, la encíclica que, como la de Juan XXIII, invita a un mundo dividido y desgarrado a redescubrir su espíritu de hermandad y armonía.
Como escribe Luigi Accattoli: «Fratelli tutti llega a los 57 años después de la Pacem in Terris del Papa Roncalli, que estaba dirigida también "a todos los hombres de buena voluntad" - llega después de sesenta años y desarrolla la misma llamada a la unidad de la familia humana - Juan XXIII ante un mundo bloqueado en la enemistad de la Guerra Fría, Francisco ante un mundo destrozado por los nacionalismos y los soberanismos: ante la tercera guerra mundial a trozos”[10] . El panorama del mundo que se describe en la encíclica es muy dramático:
Durante décadas parecía que el mundo había aprendido de tantas guerras y fracasos y se dirigía lentamente hacia diversas formas de integración. Por ejemplo, avanzó el sueño de una Europa unida, capaz de reconocer raíces comunes y de alegrarse con la diversidad que la habita. Recordemos “la firme convicción de los Padres fundadores de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión entre todos los pueblos del continente”. […] Pero la historia da muestras de estar volviendo atrás. Se encienden conflictos anacrónicos que se consideraban superados, resurgen nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos. En varios países una idea de la unidad del pueblo y de la nación, penetrada por diversas ideologías, crea nuevas formas de egoísmo y de pérdida del sentido social enmascaradas bajo una supuesta defensa de los intereses nacionales[11].
El documento del Papa sale a la luz en 2020. Mientras tanto, el escenario mundial se ha vuelto más oscuro: la guerra entre Rusia y Ucrania, Israel en Gaza y el Líbano. El globalismo que siguió a la caída del comunismo ha fracasado dramáticamente. Fracasó porque las premisas éticas que regían la visión globalista del mundo estaban condenadas al fracaso. En Fratelli tutti Francisco escribe:
“Abrirse al mundo” es una expresión que hoy ha sido copada por la economía y las finanzas. Se refiere exclusivamente a la apertura a los intereses extranjeros o a la libertad de los poderes económicos para invertir sin trabas ni complicaciones en todos los países. Los conflictos locales y el desinterés por el bien común son instrumentalizados por la economía global para imponer un modelo cultural único. Esta cultura unifica al mundo pero divide a las personas y a las naciones, porque “la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos”. Estamos más solos que nunca en este mundo masificado que hace prevalecer los intereses individuales y debilita la dimensión comunitaria de la existencia. Hay más bien mercados, donde las personas cumplen roles de consumidores o de espectadores. El avance de este globalismo favorece normalmente la identidad de los más fuertes que se protegen a sí mismos, pero procura licuar las identidades de las regiones más débiles y pobres, haciéndolas más vulnerables y dependientes. De este modo la política se vuelve cada vez más frágil frente a los poderes económicos transnacionales que aplican el “divide y reinarás”[12].
La globalización, apoyada en el modelo tecnocrático, favorece una concepción individualista-nihilista y, como reacción, su contraparte populista-nacionalista que exige el retorno a la religión en antítesis del hedonismo occidental. Así, dos modelos luchan por la hegemonía mundial. En este contexto, Europa ya no puede desempeñar el papel de mediación que, de alguna manera, pudo ejercer después de la Segunda Guerra Mundial. En su discurso del 28 de abril de 1962, con motivo del Praemium Erasmianum recibido en Bruselas, titulado Europa. Wirklichkeit und Aufgabe, Romano Guardini todavía asignaba a Europa la tarea de mediar entre los continentes y las potencias del mundo. Se hacía referencia a Europa como el katechon, el poder que podía frenar los engaños de omnipotencia que la tecnología moderna hacía posibles. América, Asia y África no parecían capaces, por diferentes razones, de desempeñar este papel. Europa tenía la tarea de promover la paz. «Había tiempo que perder las ilusiones»[13]. Su historia es larga, en su cultura han germinado conocimientos técnico-científicos, las posibilidades y riesgos de los mismos han sido verificados por ella de tal manera que «el optimismo absoluto, la fe en el progreso son ajenos a la auténtica Europa, universal y necesaria»[14].
Además, los valores del pasado siguen tan vivos en él que le permiten comprender lo que está en juego. Ya ha visto tantas cosas irrecuperablemente arruinadas; ha sido culpable de tantas guerras asesinas durante tanto tiempo que fue capaz de sentir las posibilidades creativas, pero también el riesgo, incluso la tragedia de la existencia humana. En su conciencia está ciertamente la forma mítica de Prometeo, que quita el fuego del Olimpo, pero también la de Ícaro, cuyas alas no pueden resistir la proximidad del sol y cae. Conoce las irrupciones del conocimiento y la conquista, pero en última instancia no cree ni en garantías para el camino de la historia ni en utopías sobre la felicidad universal del mundo. Ella sabe demasiado[15].
Para Guardini, la Europa de 1962, “culpable de muchas guerras”, era consciente de la “tragedia de la existencia humana”. Esta conciencia de lo trágico marcó a la generación de líderes que construyeron la Europa de posguerra. Políticos de extracción cristiana, vinculados al popularismo europeo, y políticos de tradición socialista: ambos vinculados a la idea de Europa como tierra de paz. Una conciencia que, en las nuevas generaciones, se ha perdido en un optimismo vacío incapaz de predecir y afrontar los dramas de la historia. Al perderse el sentido de lo trágico, poco a poco desaparecieron el sentido de los límites, el pesimismo constructivo y el deseo de armonía como objetivo de la política internacional[16]. En medio de este vacío de liderazgo, permanece la voz solitaria del Papa Francisco, la máxima autoridad moral que, en este momento del mundo, está fuertemente comprometida con la paz entre los pueblos. A un mundo en guerra, en el que las oposiciones adquieren un rostro religioso, el Papa, por un lado, ofrece un pensamiento de reconciliación que remite a un mundo multipolar y, por el otro, aparece como el crítico más decisivo de las teologías políticas que conducen a los enfrentamientos entre cristianos, judíos y musulmanes. Crítico tanto de Occidente como de Oriente, el Pontífice ha colocado a la Iglesia entre los dos fuegos y pide a los cristianos que no se conformen. El occidentalismo y el nacionalismo son los dos extremos de una polarización que los cristianos no pueden aceptar. Ellos, plantados como signo de contradicción, se enfrentan a los perdedores rechazados por el mundo opulento y libertario, y, al mismo tiempo, rechazan los nacionalismos religiosos que cierran fronteras y bloquean la vocación universal de la fe libre de todo poder. El cristianismo trae, ayer como hoy, la paz y la unidad de Cristo al mundo. Ésta es su misión: llevar el amor de Dios a todos y oponerse con fuerza a la destrucción de la humanidad.
[1] F. Fukuyama, The End of History and the Last Man, The Free Press, New York 1992, tr. El fin de la historia y el último hombre, Planeta, Madrid 1992.
[2] M. Lacroix, L’ideologie du New Age, Flammarion, Paris 1996, tr. it. L’ideologia della New Age, Il Saggiatore, Milano 1998, p. 98.
[3] M. J. J. Sandel, The Tiranny of Merit. What’s become of the common God?, Penguin Ltd 2021, tr. it., La tirannia del merito. perché viviamo in una società di vincitori e di perdenti, tr. it., Feltrinelli, Milano 2023.
[4] Ob. cit., p. 63.
[5] Ob. cit., p. 64
[6] Ob. cit., pp. 64-65
[7] Papa Francesco, Ritorniamo a sognare. La strada verso un futuro migliore, In conversazione con Austen Ivereigh, Gedi-Piemme, Roma 2020, p. 125.
[8] Op. cit., pp. 89-91. Su Bergoglio-Guardini si cfr. M. Borghesi, Jorge Mario Bergoglio. Una biografĺa intelectual. Dialéctica y mĺstica, Ediciones Encuentro, Madrid 2018, pp. 139-182.
[9] S. Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of Worl Order, Simon and Schuster, New York 1996, tr. El choque de civilizaciones y la riconfiguración del orden mundial, Ediciones Paidós, Madrid 2015.
[10] L. Accattoli, Presentazione dell’Enciclica “Fratelli tutti” all’Azione Cattolica di Frosinone (14-10-2020), www.luigiaccattoli.it. Per una prospettiva affine cfr. M. Borghesi, Una nuova «Pacem in terris», «L’Osservatore Romano», 13-10-2020.
[11] Papa Francesco, Fratelli tutti, & 10-11.
[12] Op. cit., & 12
[13] R. Guardini, Europa. Wirklichkeit und Aufgabe,Werkbund Verlag, Würzburg 1962, tr. it. Europa. Realtà e compito, in Id., Ansia per l’uomo, 2 voll., Morcelliana, Brescia 1969, vol. I, p. 287
[14] Op. cit., p. 288.
[15] Ibidem
[16] Cfr. R. Kaplan, The tragic Mind: Fear, Fate and the Burden of Power, Yale University Press, New Haven-London 2023