CARDENAL FERNANDO SEBASTIÁN

SESIÓN INAUGURAL DEL CONGRESO "IGLESIA EN LA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA"

 

 

 

FernandoSebastianAntes de entrar en el tema quiero expresar mi satisfacción por estar hoy aquí para hablar de esta materia. Los españoles llevamos ya 40 años viviendo en democracia, pero todavía no nos lo creemos del todo. Nos quedan temores, desconfianzas, restricciones. No nos aceptamos como somos, Persisten por un lado las rigideces de quienes quieren retener la vida de la sociedad en el marco de situaciones ya superadas. Y padecemos también la presión de quienes pretenden una sociedad pura, del todo nueva y en todo conforme con sus ideales, aunque para conseguirlo haya que eliminar a una buena porción de los ciudadanos. No podemos decir que, hayamos alcanzado unos buenos niveles de cultura democrática.

Por eso resulta obligado felicitar y agradecer a quienes han tenido la buena idea de organizar este Congreso, en el cual podamos conversar y reflexionar desde diferentes punto de vista sobre la democracia tratando de precisar el lugar que le corresponde a la Iglesia católica en una sociedad democrática.


CLARIFICACION DE LOS TÉRMINOS

Para proceder con un poco de rigor en mi exposición intentaré precisar los términos y conceptos. De qué hablamos cuando queremos analizar las relaciones entre Iglesia y democracia.

Todos tenemos una idea de lo que es la Iglesia. Pero no está de más precisar algunas cosas, porque a veces en el debate social simplificamos excesivamente la realidad.

Al referirnos a la Iglesia pensamos, por supuesto, en la Jerarquía, el Sumo Pontífice, los Obispos, los Concilios con el inmenso caudal de sus escritos y enseñanzas. En mi exposición me referiré más concretamente al Concilio Vaticano II, los Papas más recientes, los Obispos españoles con sus escritos colectivos. Pero Iglesia son también plenamente los fieles católicos, con sus opiniones y preferencias, con sus adhesiones y sus rechazos. Al hablar de las relaciones entre Iglesia y democracia debemos tener en cuenta el sentir y las actuaciones de los católicos.

Democracia, según las definiciones de los Manuales de derecho político, es la forma de gobierno que reconoce al pueblo, a la sociedad, como origen y sede permanente del poder soberano. Democracia es la forma de organizar la conviv3ncia en una sociedad donde se reconoce la libertad de la persona y la soberanía de la sociedad. El poder brota de la dignidad de la persona y del derecho de la población a autogobernarse, sin someterse a ningún poder extraño ni incontrolado.

En democracia es el pueblo el que configura la forma de gobierno, otorga los poderes a quienes gobiernan y controla permanentemente su ejercicio.

Esto es lo fundamental, aunque luego haya diferentes géneros de democracia y la forma concreta de distribuir el poder y de organizar la convivencia pueda ser muy variada.

En cualquier caso, entiendo que la democracia requiere como elementos esenciales,

  • la aprobación de las instituciones por parte del pueblo:
  • la designación de los gobernantes por el pueblo de forma directa o indirecta;
  • la limitación del poder y de su ejercicio;
  • la división de poderes:
  • el control de la autoridad por parte del pueblo o de sus representantes

 Todo ello para garantizar lo fundamental, que es que el ejercicio de la autoridad tenga como fin exclusivo y permanente el bien común de todos los ciudadanos en igualdad de condiciones. El servicio al bien común es la verdadera justificación de la autoridad de los regidores y la legitimización de sus poderes. Por eso, cuando la sociedad se fracciona y el grupo dirigente no gobierna para el bien de todos sino para sus propios intereses se produce la corrupción radical de cualquier política.

 

PRINCIPIOS FUNDAMENTALES

Una vez fijados así los términos de nuestro razonamiento, podemos ya aventuramos a describir las relaciones que hay entre Iglesia y democracia.


1. Diferentes e independientes

La primera afirmación que salta a la vista es que Iglesia y democracia son dos realidades absolutamente diferentes y del todo independientes en su origen, en su vida y en sus fines.

La democracia nace de la libertad y la sociabilidad del hombre. Vivimos en sociedad, dependemos unos de otros, compartimos bienes y objetivos comunes, por tanto todos los que convivimos, por el mismo hecho de compartir la vida, tenemos el derecho y la obligación de organizar nuestra convivencia y de sometemos a las normas elaboradas y aprobadas por todos a favor de todos.

La democracia es una realidad de orden natural y cultural en la que todos estamos incluidos por el hecho de formar parte de una sociedad determinada. Entramos en ella por el hecho mismo del nacimiento por la simple existencia. Si alguien no quiere aceptar las cargas de la democracia en buena lógica tendría que apartarse de la sociedad y renunciar a los bienes de la convivencia.

La vida democrática es una organización que permita y favorezca la convivencia en libertad. Ahora bien, la verdadera convivencia no es posible sino en el respeto a la verdad y al bien de los más débiles. Por eso 1 ,peor corrupción de la democracia es la mentira, el encubrimiento, la opres10n de los más débiles. Cuando la Iglesia denuncia estas deficiencias no está contra la democracia sino que la defiende en sus mismos fundamentos

Muy diferente es lo que ocurre con la Iglesia. La Iglesia es una sociedad que tiene origen en una persona concreta, en Jesucnsto. No tiene fines terrenos, no se ordena a mejorar la vida terrestre, sino a mantener vivo y operante en el mundo el mensaje de Jesucristo, que es un mensaje religioso y moral, que no se dirige primordialmente a la sociedad sino a las personas. La pertenencia a la Iglesia no es obligatoria para nadie, sino que se entra en ella por la fe que es un acto absolutamente libre y personal. "La fe no se impone sino que se propone", nos dijo enfáticamente San Juan Pablo II a los españoles en uno de sus viajes apostólicos.

La democracia, como organización política, no tiene fines religiosos ni transcendentes, nace y se mueve en el terreno de los bienes materiales, de las necesidades de la convivencia social, educación, vivienda, trabajo, seguridad.

Por su parte la Iglesia no tiene fines temporales, no pretende mejorar la economía, ni regular el trabajo, ni fomentar la industria o el comercio. Iglesia y sociedad democrática no son realidades que entren en competencia, no se mueven en el mismo nivel de existencia, no tienen por qué ser amenaza la una para la otra. La Iglesia se centra en ayudar a los hombres a conocer a Dios y a vivir en su presencia, esperando los bienes futuros y viviendo ahora según los designios de Creador promulgados por Jesucristo con valor universal. La organización política existe para promover y garantizar los bienes comunes de la existencia terrena.


2. Diferentes pero convergentes

Iglesia y democracia, aunque sean diferentes e independientes, no son ajenas, no son externas la una a la otra. Las dos viven en el mismo ser humano y las dos existen para el bien del hombre, aunque sea en órdenes y con medios distintos.

La democracia es una manera de promover el bien de todos los miembros de la sociedad, protegiendo su libertad, favoreciendo la comunicación, proporcionando ayudas y servicios para el desarrollo de la actividad y de la convivencia de toda la sociedad.

La Iglesia, fomentando la fe en Dios y la justicia interior favorece el recto comportamiento de los agentes de la vida democrática. La Iglesia, con su palabra, con sus sacramentos, en nombre de Cristo, trata de promover en sus miembros el amor a la verdad y a la justicia, el cumplimiento de los mandamientos de Dios. Ahora bien, el mandato de Cristo es el respeto y el amor universal entre todos los hombres. "Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso" "No juzguéis y no seréis juzgados" "Perdonad y seréis perdonados" "Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial, que hace salir el sol y envía la lluvia a justos e injustos". "El que quiera ser el primero que sea el servidor de los demás."

La Iglesia es así educadora de la conciencia moral de sus miembros, y aun de toda la población. Cuando estos mandatos de Cristo entran de verdad en el corazón de los ciudadanos, la relación religiosa vivida en la Iglesia, favorece el buen comportamiento de las personas, el respeto a la libertad Y derechos de los demás, la sinceridad, la eficacia en el recto ejercicio de sus deberes sociales y cívicos, sea en la vida familia, en la vida laboral Y económica como en la vida política.

La Iglesia favorece directamente la instancia ética que garantiza el buen funcionamiento de las relaciones y responsabilidades sociales. Al final, tanto lo privado como lo público, se resuelve en acciones y decisiones personales que están regidas y dirigidas por la conciencia de cada uno. Todo lo que sirva para esclarecer y fortalecer la conciencia redunda en el mejor funcionamiento de la relaciones y de las instituciones democráticas.

También la democracia, en cuanto es un régimen que respeta y favorece la libertad de las personas, facilita la vida de la Iglesia. Un gobierno que favorece y protege la libertad de los ciudadanos favorece la libertad religiosa, la libertad de creer en Jesucristo y de vivir de acuerdo con su fe.

La libertad religiosa es la suma de muchas libertades, libertad de pensamiento, libertad de comportamiento, libertad de asociación. El respeto a la libertad religiosa es el punto de unión y a la ver la garantía de la independencia de la sociedad civil y de la Iglesia.

Punto de unión, porque la fe crece y la Iglesia vive en el ámbito de la libertad reconocida y protegida por la sociedad democrática.

Y punto de separación y de independencia porque el reconocimiento de la libertad religiosa permite a la Iglesia actuar libremente y limita los poderes de la sociedad civil que no puede condicionar ni interferir en el ejercicio de la libertad religiosa de los ciudadanos. Si los ciudadanos son libres para adorar a Dios y vivir de acuerdo con su fe, quiere decir que hay un ámbito de la existencia humana que no está sometido a la autoridad civil que es anterior y va más allá de la autoridad civil.

Cumpliendo perfectamente sus obligaciones civiles, el ciudadano es libre para creer o no creer, libre para amar y servir al prójimo, para rezar y esperar la misericordia de Dios, libre para vivir en este mundo conforme a los preceptos y modelos de la vida eterna.

De esta forma se entiende que el respeto a la libertad religiosa sea una de las exigencias fundamentales de toda verdadera democracia. El recelo contra la religión de los ciudadanos, la restricción de los derechos de la Iglesia es siempre un síntoma innegable de falta de espíritu democrático. La discriminación religiosa supone siempre un cierto resabio totalitario.

El Estado democrático sabe muy bien que las personas, en su libertad, van más allá de sus poderes y facultades. El hombre es un ser que en su hondura personal linda con el absoluto, que puede y necesita definirse libremente en relación con el absoluto, sin que ninguna autoridad humana pueda interferir esta relación ni entrar en este santuario. El reconocimiento de la libertad religiosa impone al Estado un reconocimiento de sus límites. Cuando la autoridad civil pretende invadir la conciencia religiosa de los ciudadanos deja de ser democrático y se convierte en el Dragón totalitario y devorador del Apocalipsis.

La democracia es un medio para vivir personalmente en sociedad como personas libres y responsables. Necesita sostenerse sobre un reconocimiento de la persona en su integridad, respetando el misterio de su existencia. Cuando el Estado pretende abarcar y controlar el ser entero de la persona, se absolutiza y se endiosa, degenera en dictadura y totalitarismo.


3. Aportaciones de la Iglesia a la democracia

Es un hecho innegable que la democracia nace y se desarrolla en el ámbito de la civilización cristiana. Es verdad que las raíces de la democracia no son exclusivamente cristianas. Recibimos las primeras aportaciones de los griegos, Tucídides, Herodoto, Aristóteles. En el discurso fúnebre en honor de Pericles se nombran tres ideales: la ley, la libertad y la igualdad. Y en segundo lugar de los romanos. Pero el gran impulso de la democracia como régimen de gobierno universal, lo proporciona el cristianismo.

 De la fe cristiana se desprenden y alimentan los grandes principios culturales y jurídicos que dan lugar al nacimiento de la democracia como forma de gobierno y de convivencia.

Podemos enumerar los siguientes:

  • dignidad suprema de la persona humana como sujeto libre·
  • igualdad fundamental de todos los hombres; '
  • igualdad en la dignidad personal entre varón y mujer
  • concepción de la autoridad no como dominio sino como servicio
  • limitación de la autoridad
  • ordenamiento de la autoridad al bien común.

Conviene resaltar que la principal aportación de la religión monoteísta Y cristiana, desde el AT, es la limitación de la autoridad a favor del respeto a las personas y al bien común. En la Biblia es permanente la prohibición de los posibles abusos de la autoridad sobre los ciudadanos. Los jueces, los reyes no pueden abusar de su poder atropellando los derechos de los más débiles, de los huérfanos y de las viudas, de los ancianos, ni siquiera de los esclavos. La autoridad viene de Dios, pero esta autoridad no es absoluta. Dios mismo la limita y quiere que se ejerza para el bien del pueblo y no de una forma arbitraria. Los profetas condenan los abusos de la autoridad Y amenazan a los poderosos con el juicio de Dios.

Hace pocos años se difundió por España un manifiesto de un partido de izquierdas en el que se decía que el monoteísmo es siempre origen de dictaduras y regímenes totalitarios. Era una acusación falsa y calumniosa. La religión, y en concreto la fe cristiana, ha sido siempre reguladora de la autoridad y defensora de la libertad y de los derechos de los ciudadanos. Los casos históricos que se pueden aducir en contra de esta afirmación son excepciones y consecuencia de errores y deformaciones de la religión falsamente invocada.

Jesús dice claramente que la autoridad y la verdadera primacía no consisten en el dominio sino en el servicio (Lc 22). En su vida, Jesús reconoce la legitimidad de la autoridad, paga sus impuestos, pero se niega a someterse en lo que respecta a su conciencia. Cuando distingue y separa lo que es de Dios y lo que es del Cesar, reconoce la autonomía de la vida terrena y de la organización civil, pero afirma a la vez su limitación y su necesario sometimiento a la soberanía suprema de Dios. Con su doctrina y con sus hechos afirma definitivamente la primacía de la conciencia sobre los abusos posibles de la autoridad. Por defender esa libertad frente al poder político y religioso es condenado a muerte.

Pablo reconoce que la autoridad viene de Dios y es querida por El, por eso pide a los cristianos que la respeten y recen por quienes la desempeñan, pues de ellos depende en buena parte el bienestar de todos los hombres.

Como el hombre, la democracia no es suficiente para sí misma, necesita recibir desde fuera sus fundamentos y la fuerza para vivir. Esta indigencia no es un atentado a la dignidad ni a la suficiencia del hombre. El hombre vive sostenido por su aspiración a la plenitud del ser y de la vida. El hombre es apertura a la trascendencia de la verdad y del bien. Vivimos abiertos, invitados a la plenitud infinita del ser. Negar esta apertura no es liberarse ni afirmarse como persona, sino más bien reducir y mutilar la propia existencia, tanto para las personas como para las sociedades. La democracia no es menos perfecta, ni menos humana por recibir de fuera de sí misma sus fundamentos morales, sino que es más realista, más verdadera, más sólida y más humana.

En la perspectiva cristiana la persona hace las estructuras y no al revés. La conciencia ética rige Ia configuración y el funcionamiento de las estructuras y no al revés. Solo así se salvaguarda la dignidad de la persona y la grandeza de la historia humana.

La sociedad democrática admite y reclama la participación de los ciudadanos en la vida de la comunidad. Esta participación hecha desde la libertad personal para que sea positiva y enriquecedora tiene que ser verdadera y dirigida al bien de la comunidad. Las leyes protegen la verdad Y el respeto al bien común de las actuaciones de los ciudadanos Y de los dirigentes. Pero en definitiva es la conciencia personal la que dirige de forma inmediata el comportamiento de cada sujeto. Formar la conciencia para actuar en la verdad y procurando el bien común es el mejor servicio que nadie puede hacer a favor de una convivencia en libertad y justicia. En esa línea se sitúa la actuación de la Iglesia. Es cierto que sin motivaciones religiosas se puede desarrollar una conciencia recta. Pero nadie puede negar que la fe cristiana, la adhesión personal al evangelio de Jesús clarifica Y fortalece la conciencia personal en su sometimiento a la verdad Y su compromiso a favor del bien común. La Iglesia, como maestra de vida Y como educadora de las conciencias es el mejor aliado de una sociedad empeñada en promover la vida en libertad y justicia. Tienen poca justificación las dificultades y las restricciones que algunos políticos quieren imponer a la Iglesia en esta tarea de educadora y formadora de la conciencia moral de sus fieles.

En términos generales podemos decir que el servicio básico de la Iglesia a la sociedad democrática es la educación para la verdad y el amor, su contribución a la construcción del hombre como sujeto libre abierto a la verdad y al bien de la vida en toda circunstancia y en todas las situaciones posibles. Tanto los ciudadanos como los que ejercen la autoridad tienen que actuar siempre siguiendo su conciencia y esta conciencia les obliga a someter sus actuaciones a la ley de Dios. Los gobernantes que son ministros de Dios en el ejercicio de su autoridad, han de saber que el bien de los ciudadanos más humildes está respaldado por el amor de Dios, por lo cual deben ejercer siempre su autoridad con justicia y misericordia. El respeto a la ley de Dios no favorece el poder ilimitado de la autoridad sino que lo somete a las necesidades y conveniencias de los ciudadanos. El primer mandato divino es el respeto a la libertad y dignidad de todas las personas, el servicio efectivo al bien de todos en igualdad de condiciones. Podemos decir que la Providencia divina, comunicando la vida y respetando nuestra libertad es modelo transcendente de democracia.

El mejor tesoro y el patrimonio más importante de una sociedad no son los monumentos, ni las instituciones, ni siquiera las leyes, lo más valioso y decisivo en la vida de una sociedad son las personas. Una sociedad es dinámica y feliz si en ella abundan !as personas competentes, honestas, sinceramente comprometidas con el de la comunidad. Estas personas pueden provenir de muchos hogares distintos. Pero es evidente que la Iglesia tiene como fin primordial la promoción de estas personas justas, convertidas de corazón ante Dios y comprometidas en el servicio al bien del prójimo. Promover estas personas y animarlas a situarse en la sociedad de forma responsable y activa es el mejor servicio, callado servicio, que la Iglesia, desde las parroquias, desde los colegios y las mil instituciones educativas de distinta categoría que promueve y mantiene va cumpliendo cada día, sin solemnidades y muchas veces sin el menor reconocimiento.

Es imposible cuantificar la verdadera aportación de la Iglesia a la sociedad, porque esta se realiza en el foro de la conciencia y en el campo de las actuaciones personales. ¿Quién puede medir la influencia de la doctrina de Jesús en el comportamiento de las personas, en la vida familiar, en la vida profesional, económica y política? Cada parroquia, cada comunidad cristiana es una fuente de estímulos y de alicientes para el bien, un centro de acogida, de ayuda, de orientación espiritual y de apoyo personal. No podemos imaginar lo que sería la sociedad humana sin la presencia de Cristo, sin la luz de sus enseñanzas y la fuerza de su Espíritu.

 Además de todo esto, la Iglesia, con su sola existencia, aporta a la democracia una confirmación visible de su autenticidad democrática. Cuando el 1953 se renovó el Concordato entre la Santa Sede y el Estado Español, y con más claridad cuando se firmaron los Acuerdos de 1989, no éramos pocos los que pensábamos que no eran necesarios aquellos acuerdos, pues la Iglesia vive y se mueve cómodamente en el marco de la libertad, religiosa garantizada por una Estado verdaderamente democrático. La democracia requiere que el Estado garantice a los ciudadanos la posibilidad de manifestar sus sentimientos religiosos y de vivir personal y comunitariamente de acuerdo con su conciencia religiosa. Si el Estado vive en plenitud su vocación democrática los ciudadanos se sienten protegidos en el ejercicio de su fe y de su religión. Cuando el Estado pretende recortar el ejercicio de la libertad religiosa o interferir en la vida de las comunidades religiosas es que está pretendiendo una intervención en la vida de los ciudadanos que no le corresponde. El respeto pleno a la libertad religiosa, personal y comunitaria, de la >Iglesia católica es garantía para la libertad de las demás confesiones religiosas y hasta de las demás libertades civiles.

Un poco de autocrítica

No me cuesta ningún trabajo reconocer que por parte de la Iglesia las cosas no han sido siempre tan claras. Religión y política vivieron en la antigüedad unidas y a veces confundidas. El poder civil se engrandecía haciéndose representante de la divinidad y a veces hasta divinizándose él mismo. El Emperador era representante de los dioses y él mismo se presentaba como dios. De este modo el poder político se convertía en un poder absoluto sobre todo lo humano. La buena ciudadanía exigía adorar al Emperador. Su autoridad era ilimitada.

Jesús, distinguiendo lo que es de Dios y lo que es del César afirmó la libertad del hombre y limitó los poderes y el alcance de la autoridad civil la esfera de los bienes terrenos. Los mártires cristianos son los testigos de esta libertad. Ellos querían ser buenos ciudadanos. Pero no podían adorar al emperador ni negar la supremacía de Cristo y de su propia conciencia. La conciencia es la máxima expresión de la libertad humana.

Aquella enseñanza de Jesús y la suprema libertad de los mártires pusieron en crisis la concepción antigua de la sociedad y de la autoridad. El cristianismo descubrió la transcendencia del hombre, el valor absoluto de la conciencia y de la libertad humanas, con la consiguiente limitación de la autoridad civil. En esta distinción entre transcendencia y sociedad civil crece la libertad del hombre, la cultura, el pensamiento, la fe y la Iglesia.

También en estos últimos tiempos los mártires cristianos han sido testigos y defensores de la libertad y de la dignidad humanas por encima de las pretensiones de las ideologías y las políticas totalitarias.

Tenemos que reconocer que durante mucho tiempo los Reyes cristianos imitaron demasiado las costumbres romanas, el derecho cristiano se hizo más deudor de los usos paganos que del evangelio. Aunque con restricciones y cautelas, los reinos cristianos volvieron a la confusión entre religión y poder civil. La autoridad civil recuperó de alguna forma su carácter sagrado y absoluto, y la religión quedó incorporada al sistema de las obligaciones civiles. La fe quedó absorbida por la política y vinieron las guerras religiosas, las Cruzadas, la Inquisición y otros males que todavía perduran.

La Ilustración por parte de la sociedad civil y el Concilio Vaticano II por parte de la Iglesia suponen una vuelta a los fundamentos cristianos. Todavía no hemos superado las turbulencias de los cambios, pero estamos en el buen camino.


4. En la España reciente

En España esta evolución ha sido especialmente difícil. Las fuerzas del Antiguo Régimen eran consistentes y poderosas. Todo el siglo XIX está configurado por las tensiones entre los partidarios del absolutismo monárquico y los portadores de las ideas democráticas. No podemos olvidar que en España las ideas cristianas habían favorecido el desarrollo de instituciones que limitaban el poder absoluto de la autoridad civil y protegían los derechos y las libertades del pueblo llano. Así eran los Fueros que regían en muchas regiones de España y los estatutos ciudadanos que los Comuneros defendieron contra el absolutismo de los Austrias.

La Guerra de la Sucesión, las guerras carlistas y las guerrillas antinapoleónicas llevaban dentro esta aspiración a una afirmación de la soberanía popular frente a sistemas políticos autoritarios. La 11ª República de 1931 fue la gran ocasión para la implantación de la democracia en España.

El sectarismo anticatólico y la debilidad de los gobiernos frente a los movimientos revolucionarios hicieron fracasar el intento. Vino el Alzamiento del 36, la guerra civil y los 40 años de la dictadura franquista.

No basta con decir que durante los años del franquismo la Iglesia tenía un reconocimiento civil excepcional. Para ver el panorama en su conjunto hay que decir que entre los años 31 y 34 los Metropolitanos españoles por cuatro veces recomendaron a los católicos la aceptación de la autoridad y de las instituciones civiles republicanas. Esta era la consigna que venía de Roma. Estas recomendaciones ya no se repiten a partir de 1934. Por entonces aparece ya la amenaza de la persecución antirreligiosa. Luego vino la guerra civil, la dura persecución anticatólica en la zona republicana, el reconocimiento del régimen franquista por parte de la Iglesia, que culmina en el Concordato de 1953.

Se puede decir que aquel Concordato nació ya muerto o malherido. Para entonces los católicos comenzaban ya a estar incómodos con las restricciones y discriminaciones políticas del Régimen establecido por el General Franco.

En 1962, el IV Congreso del Movimiento Europeo reunió en Munich a 118 políticos españoles para poner los fundamentos de la futura democracia. Allí estaban presentes los democristianos. Ya para entonces había una importante reacción de muchos católicos, animados por los famosos discursos de Pío XII en favor de la democracia que se iban distanciando de la situación política española y deseaban una evolución política que terminase con las consecuencias de la guerra civil y facilitara la reconciliación de los españoles en un nuevo ordenamiento político, integrador y pacífico.

Fue el Concilio Vaticano 11, especialmente en su Constitución Gaudium et Spes y con su Decreto sobre Libertad religiosa el que movilizó políticamente a los católicos. A partir de ese momento, los Obispos españoles se sienten obligados a difundir y defender en España las enseñanzas del Concilio. El mismo día en que acabó el Concilio, en 1965, los obispos españoles, conscientes de las dificultades previsibles, se comprometieron a aplicar fielmente en España las enseñanzas del Concilio. Algunas de ellas, como el decreto de libertad religiosa, habían de tener importantes repercusiones políticas en nuestro país. Hay que reconocer que los obispos españoles, no sin dificultades, cumplieron fielmente su compromiso.

En 1973 publican un importante documento colectivo, titulado Sobre la Iglesia y la comunidad política en el que renuncian a los privilegios jurídicos de que gozaba la Iglesia en el régimen español, renuncian al confesionalismo reclamando el reconocimiento pleno de la libertad religiosa para todos los ciudadanos y piden también el reconocimiento pleno de los derechos civiles de asociación y participación política. Poco antes habían publicado otro documento, Orientaciones pastorales sobre el apostolado seglar, en el que defienden el derecho de los ciudadanos a participar en la vida política y tratan de precisar las diferencias entre el apostolado de los fieles cristianos y las posibles actividades políticas de los ciudadanos.

En abril de 1975 la Asamblea episcopal promulgó un amplio documento Sobre la reconciliación en la Iglesia y en la sociedad. En él se solicitaba de nuevo el pleno reconocimiento de los derechos sociales y políticos de todos los españoles. "La verdadera reconciliación en la convivencia cívico­ política supone como ya hemos dicho (n.18) espíritu de mutua aceptación Y voluntad sincera de participar activamente. Todos somos miembros de la sociedad y todos debemos contribuir a transformarla y mejorarla"

"En nuestra Patria, el esfuerzo progresivo por la creación de estructuras e instituciones políticas adecuadas ha de estar sostenido por la voluntad de superar los efectos nocivos de la contienda civil, que dividió entonces a los ciudadanos en vencedores y vencidos y que todavía constituyen un obstáculo serio para una plena reconciliación entre hermanos".

"Para avanzar en nuestro país por el camino hacia la reconciliación es necesario lograr un reconocimiento más efectivo de todos los derechos de las personas y de los grupos sociales, dentro de los límites del justo orden público y del bien común."

"Mas en concreto, consideramos obligado que se garanticen eficazmente los derechos de reunión, expresión y asociación" (nn.26-29).

En resumidas cuentas, dejando a un lado las anécdotas y las abundantes tensiones que hubo que sufrir y superar, la Iglesia española en los años intensos y difíciles de la transición política, fue fiel a sus compromisos evangélicos y morales expresados por el Concilio Vaticano II, que en aquellos momentos se expresaban en estos objetivos:

  • reconocimiento de los derechos políticos de todos los españoles;
  • reconciliación de los españoles en un proyecto común de convivencia;
  • liquidación de las consecuencias de la guerra civil.

Siguiendo las orientaciones del Concilio Vaticano II, que responden a la doctrina bíblica y a la mejor tradición católica, las relaciones entre Iglesia y Sociedad política se concretaban en estas palabras:

DIFERENCIA
LIBERTAD
LEALTAD
COLABORACIÓN

En todo ello la Iglesia no procedía por intereses políticos ni terrenales quería simplemente dos cosas fundamentales:

  • ser fiel a su vocación cristiana y salvadora;
  • ponerse en condiciones de ser testigo fiel y creíble de Jesucristo ante todos los españoles, sin ser cautiva de nadie.

Lo que nos falta por alcanzar

El hombre es un ser histórico, que crece y se realiza poco a poco, necesita tiempo para descubrir y actualizar sus propias posibilidades de existencia. Y si esto es verdad en el plano cultural y social, lo es más todavía en el plano religioso y eclesial. Los cristianos necesitamos tiempo para descubrir las implicaciones personales y sociales del mensaje de Jesús y ponerlas en práctica. Esto quiere decir que ni la Iglesia ni la sociedad civil han llegado ni llegarán nunca a su perfección. Además el avance histórico no es mecánico ni rectilíneo, sino zigzagueante, avanzamos poco a poco, con errores y retrocesos, con aciertos y rectificaciones.

En concreto la historia de España, en lo civil y en lo religioso, es ciertamente una historia grandiosa, grande en sus aciertos y grande también en sus errores. Desde los años de la transición estamos empeñados en construir una sociedad nueva, una sociedad que sea acogedora para todos los españoles, una sociedad justa e integradora donde todos tengamos un lugar y podamos convivir pacíficamente sin opresiones ni exclusiones.

Es normal que en este empeño tengamos momentos mejores y peores. Para avanzar tenemos que comenzar por reconocer nuestras deficiencias y limitaciones.

Por parte de la Iglesia tenemos que aceptar con serenidad las consecuencias de vivir en un régimen de libertad. No debemos tener miedo a la libertad. La fe es esencialmente un acto de libertad y de autodefinición de la persona. Cada uno vive a imagen y semejanza del Dios que realmente adora en su corazón. Nos viene bien vivir en un clima de libertades. Ahora somos menos pero podemos vivir la fe con más autenticidad y más fuerza existencial y personal. Podemos y debemos denunciar los errores que veamos en tomo nuestro, pero sin negar el bien fundamental de poder vivir la fe en plena libertad personal y social. Vivir en libertad no es persecución sino purificación.

Por su parte, la sociedad civil, especialmente la izquierda y los movimientos laicistas tendrán que hacer el esfuerzo de aceptar a las personas e instituciones religiosas como elementos positivos de la sociedad. Ser cristiano o ser musulmán no merma los derechos civiles de nadie. "No es función de la laicidad negar lo espiritual en nombre de lo temporal ni desarraigar de nuestras sociedades la parte sagrada que nutre a tanto; de nuestros conciudadanos". Estas acertadas palabras del Presidente Macron son más necesarias hoy en España que en la laica Francia.

Los católicos somos ciudadanos como todos los demás y tenemos derecho a participar en la vida democrática con la misma libertad y la misma intensidad que los socialistas o los comunistas- La Iglesia no es una amenaza para la democracia ni para las libertades de los ciudadanos, sino que es una defensora convencida de las libertades y los derechos de las personas, de todas las personas, desde su concepción hasta su i:nu.erte. Disentir no es traicionar sino colaborar. Querer a estas horas eliminar la Iglesia y la presencia de lo sagrado de la vida española es excluir de la vida social a un tercio de la población, negar la historia y desfigurar esencialmente la , identidad de nuestro país y de nuestra cultura.

Tenemos que aprender a convivir respetándonos y hasta estimándonos mutuamente. Nuestro camino es el diálogo sincero y permanente. Nos conocemos poco. Nos hemos juzgado y criticado demasiado. Tenemos que hacer un acto expreso de aceptación de los diferentes, sin negarles honestidad y buena voluntad. Hemos de crear lugares y momentos de encuentro, entre instituciones y personas. En las ciudades, en los centros civiles, en las parroquias tendrían que multiplicarse los encuentros entre creyentes y no creyentes, representantes de la Iglesia y de la sociedad civil para analizar juntos los problemas comunes y debatir honestamente las mejores soluciones para el bien de todos.

En ocasiones, la fidelidad al pueblo ha llevado a la Iglesia a proteger y defender posturas partidistas o localistas. Es justo defender la identidad y las peculiaridades de los diferentes grupos y regiones que formamos la totalidad del pueblo español, pero la Iglesia tiene que favorecer expresamente la convivencia y la integración, el alma cristiana no es partidista sino universal, abierta, acogedora e integradora, capaz de proporcionar razones y caminos para la convivencia y la unidad integrando las diferencias en una unidad superior, respetuosa e integradora.

En estos momentos de fragilidad, cuando todo está en revisión y aparecen serias amenazas para la misma unidad y cohesión social de España, los católicos queremos ser reconocidos en nuestra identidad como miembros de todo derecho de nuestra sociedad democrática y nos sentimos comprometidos a ofrecer lo mejor de nosotros y de nuestro patrimonio espiritual para el enriquecimiento de nuestra cultura y fortalecimiento de nuestra convivencia.

La Iglesia española, los católicos españoles quieren ser una fuerza positiva en el conjunto de la sociedad, una fuerza moral, que actúe desde dentro de las personas, sin privilegios de ninguna clase a favor de la libertad y del bien integral de todos los españoles.

La sociedad española puede contar con la Iglesia y con los católicos como ciudadanos leales, colaboradores eficientes en la construcción permanente de una sociedad cada vez más humana, más justa y más feliz, al servicio del bienestar y la prosperidad de todos los españoles sin distinción y discriminación alguna. Este es nuestro deseo sincero. Este es nuestro compromiso personal e institucional.

 




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