El papa Pablo VI, el 15 de octubre de 1965, mediante el motu proprio «Apostolica Sollicitudo», en pleno marco conciliar, instituía el Sínodo de los Obispos. Montini, siguiendo algunas voces que así lo solicitaban, daba un paso relevante para que la Iglesia tuviera acceso a una consulta permanente que hiciese pervivir el espíritu conciliar pero que al mismo tiempo hiciera referencia directa a la colegialidad, desde una de sus formas clásicas.
En este sentido, no se puede olvidar que la sinodalidad no era una novedad pontificia ni tan siquiera conciliar, sino que era algo tradicional en la vida de la Iglesia, teniendo su expresión más viva en el Oriente cristiano. Se entendía que la sinodalidad era una expresión del dinamismo de comunión que había de inspirar todas las decisiones eclesiales. Así lo expresaba el mismo papa Francisco cuando en octubre de 2015, conmemorando los cincuenta años de tan magno acontecimiento, afirmaba que “el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera en la Iglesia del tercer milenio”. Pocas líneas después completaba dicha afirmación considerando que desde la sinodalidad se “nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el ministerio jerárquico”.
Montini, hombre prudente y de poco ruido, recuperaba un espacio de escucha que, a su vez, promovía también una Iglesia de la escucha y del diálogo; algo siempre necesario, pero quizás hoy más que en otras épocas. No se puede olvidar que la visión que los padres conciliares tenían del hombre de su tiempo coincidía con la existente en casi toda la sociedad de aquel momento, cargada de una honda mirada positiva, que quizás pudo resultar demasiado ingenua y que hoy, desde la distancia, se ve también necesitada de revisión. Algo que permite seguir haciendo la sinodalidad eclesial puesto que, en este sentido, lo importante es lograr una Iglesia que esté al servicio del hombre y que, por añadidura, se haga creíble para él.
Una Iglesia más participativa y responsable
En razón de todo ello, la sinodalidad tiene también una función especial como instrumento de planificación en la comprensión de una pastoral de conjunto para toda la Iglesia universal, donde sea posible también la comunión de ideas y de experiencias diversas entre el Obispo de Roma y el resto de los pastores. Por lo mismo, tal y como se va haciendo realidad, el Sínodo de los Obispos no tiene por qué ser una voz monocorde, sino un espacio que posibilite también la concordia de visiones para un servicio a la Iglesia más adecuado. Por ello, sin necesidad de gozar de competencias deliberativas, educa en una Iglesia más participativa y corresponsable, que se convierta también en una interpelación concreta y real para el hombre de hoy.
Esa precisamente era la idea del papa Montini, instituir un consejo estable de obispos para la Iglesia universal. De esta manera, las catorce asambleas celebradas hasta el presente son una de las grandes herencias que nos ha dejado el Vaticano II, puesto que los obispos que lo componen están representando a todo el episcopado católico y, por añadidura, a todo el pueblo de Dios. Por lo mismo hoy vuelve a latir con fuerza la necesidad de reflexionar desde el marco conciliar, incluso perfeccionando el método, tal y como Montini o Wojtyla ya señalaron a lo largo de los años.
Miguel Anxo Pena González
Universidad Pontificia de Salamanca (UPSA)