Dra. Lucetta Scaraffia
Editorialista de L'Osservatore Romano
Abordar la compleja y controvertida cuestión de la Humanae vitae significaesencialmente abordar la relación de Pablo VI con la cuestión femenina. Sabemos que Montini nunca se planteó abiertamente este problema, y por tanto es necesario apreciar su actitud en los entresijos menos evidentes de su pontificado. Pero, sobre todo, hay que recordar que, como todos los papas, y quizás mejor que muchos otros pontífices, Pablo VI ha aceptado por completo un papel, el de la lectura de los signos de los tiempos y, sin duda, la cuestión de las mujeres era parte de estos signos.
Por encima de todo tenemos que recordar, como escribe Bergson, que "los signos de progreso son a nuestros ojos unos signos, únicamente porque nosotros ahora conocemos el recorrido, pues el recorrido ya se ha hecho." Desde este punto de vista, lo mismo pasa con la lectura interpretativa del pontificado de Montini. El inicio de la Humanae Vitae lo colocó en fuerte conflicto con el movimiento de emancipación de la mujer que se estaba consolidando justo en esos años [01].
El susodicho movimiento de liberación de la mujer del período después de la Segunda Guerra Mundial - a diferencia de lo que había sucedido a principios del siglo XX, cuando en los países occidentales avanzaron las primeras reivindicaciones feministas – no se proponía exclusivamente abrir a las mujeres estudios y profesiones, en esencia el ámbito social, en igualdad de condiciones, sino que también quería una igualdad a nivel de identidad biológica. Igualdad que sólo se podía obtener dejando en las manos de las mujeres el control sobre su fecundidad, y proponiendo por lo tanto un recorrido de emancipación que "liberara" a las mujeres de aquello que se percibía como su condena secular, la maternidad.
La publicación de la Encíclica Humanae vitae a finales de julio de 1968, justo en concomitancia con el triunfal principio de dos revoluciones que se habrían consolidado en las siguientes décadas, la sexual y la de liberación de la mujer, iba totalmente en contra del "aire del tiempo". Hacía falta tener mucho valor: en circunstancias parecidas la Iglesia ha preferido esperar, mirar hacia otro lado. Y Pablo VI, consciente de la gravedad de lo que estaba en juego, tuvo ese valor [02].
¿Mas, era consciente de la oposición y de las resistencias que se encontraría? Tal vez no del todo, o al menos probablemente no se las esperaba también de parte de las jerarquías ecelesiásticas, del clero. Pero, respecto al hecho de que las expectativas de los fieles fueran orientadas en gran medida hacia una apertura a los anticonceptivos, sobre esto, no cabía duda. Las señales hablaban claro.
Era una larga historia. El proceso de secularización del siglo XIX no solo había puesto en duda la moral sexual cristiana, sino incluso la legitimidad misma de la Iglesia para hablar sobre el sexo, legitimidad reconocida exclusivamente en el discurso científico, especialmente en el médico [03].
Ya en la primera mitad del siglo XX la utopía de la liberación sexual había pasado a través de los libros de los antropólogos, y sobre todo de sociólogos y psicoanalistas. Freud había centrado en la sexualidad su discurso psicoanalítico, socavando uno de los fundamentos de la moralidad católica, es decir la confianza en la capacidad humana para luchar contra las tentaciones sexuales, argumentando básicamente que "nadie era amo en su propia casa" [04], porque el instinto sexual era más fuerte que la voluntad humana y por tanto, si se reprimía, desembocaría en enfermedades nerviosas. Después de la Primera Guerra Mundial, algunos seguidores habían desarrollado su teoría con sentido fuertemente libertario, consiguiendo un éxito extraordinario entre jóvenes europeos y norteamericanos. De hecho, Freud formó a estudiosos como Wilhelm Reich y, a continuación, siguiendo sus pasos, Erich Fromm y Herbert Marcuse, los ideólogos de la liberación sexual.
Reich, que se separó de Freud, se había convertido en el profeta de una especie de religión que juntaba el psicoanálisis con el marxismo, centrada en la creencia de que desarrollarse, vivir, expresarse, amar plenamente, fuese imposible para cualquier ser humano al cual hubiera sido bloqueada la función orgásmica y la evolución hacia la madurez sexual, que denominó como la "primacía de los genitales." Todas sus principales obras, empezando por La función del orgasmo, publicada en 1927, se basan en la idea de que todo aquel que no desahogue su energía sexual en el orgasmo está destinado a neurosis y deformaciones de personalidad. En su obra más famosa, Psicología de masa del fascismo (1933), esta motivación psicológica se utiliza para explicar la afirmación de los regímenes autoritarios. Reich es el primero en utilizar la expresión "revolución sexual" que tanto éxito conocerá en los años sesenta [05].
La revolución sexual y la política fueron, por tanto, estrechamente vinculadas en la ideología de la época, como reafirmaron pocos años después Erich Fromm y Herbert Marcuse, aunque sin referirse a Reich. Las opiniones de este último, en pocos años, llegaron a ser tan extremas y sembraron tal desconcierto que, en los Estados Unidos donde había buscado refugio, se recurrió a su internamiento psiquiátrico. Fromm, en su célebre libro Miedo de la libertad, cuya primera edición es del año 1942, había apoyado la misma tesis: es decir, que si la energía expansiva de la vida era constreñida en su expresión - es decir, en la práctica sexual - daría lugar al caracter sado-masoquista y autoritario. Pero el mayor éxito correspondió al ensayo Eros y civilización de Marcuse, publicado en 1955, en el cual el filósofo argumentaba que no podía haber ninguna revolución social sin revolución sexual y que la liberación sexual era la base de la felicidad humana.
Pero si bien se conoce el éxito de estos autores - en los años sesenta también en Italia –, quien dio el empujón final a la revolución sexual fue el biólogo estadounidense Alfred Kinsey (1896-1956), cuyas fechas de nacimiento y muerte coinciden casi perfectamente con las de Reich (1897-1957). Kinsey dedicó la segunda parte de su vida a recoger una documentación, que se pretendía escrupulosamente científica, sobre la vida sexual del "animal humano", un objeto que se proponía observar con la misma frialdad y distancia con las que, como entomólogo, observaba y clasificaba los insectos. Su entrega total a la causa, su utópica confianza de que el fin de la represión del deseo sexual habría creado una sociedad pacífica y armoniosa, han hecho de él un profeta-científico de gran impacto social. Al igual que cualquier verdadero gurú, obligaba a sus colaboradores a practicar también en la vida, así como en el estudio, su "religión".
Kinsey, como se ha mencionado, no es el primer estudioso que propone una liberalización sexual, pero es el primero en hacerlo sin mostrar ninguna ideología política ni simpatía por la eugenesia o la mejora de la raza. Su formación de zoólogo le lleva a analizar un solo tema – el de la conducta sexual - en su sentido más serial y descriptivo, lejos de intrusiones en territorio propio de la psicología y menos aún del análisis social. Precisamente porque el interés de Kinsey se centra exclusivamente en la sexualidad humana, su trabajo ha sido tan perturbador desde el punto de vista moral, y al mismo tiempo menos embarazoso en los años de la posguerra, cuando por una parte cada referencia a la eugenesia podía recordar las prácticas nazis y, por otra parte, cualquier declaración de fe comunista despertaba las sospechas de la compañía americana.
Con Kinsey el comportamiento sexual se separa por completo del ámbito emocional y moral para ser considerado sólo desde el punto de vista físico: en cierto sentido, esta visión de la sexualidad - que se impone en las sociedades occidentales – propone una vez más, de manera invertida, la herejía gnóstica que separaba cuerpo y espíritu dando toda la importancia al espíritu y despreciando la sexualidad. Aquí, sin embargo, el máximo de la importancia se atribuye al cuerpo y a la sexualidad, haciendolos coincidir esencialmente con la identidad del individuo y llegando también a argumentar - según Reich y Fromm - que la sexualidad determina su comportamiento, en total oposición a la unión indisoluble entre cuerpo y espíritu siempre apoyada por la tradición cristiana.
Por supuesto, esta visión nueva, libre, de la sexualidad tiene el mérito de recuperar la dimensión blanda, lúdica, reducida de alguna manera en la carga de "elevados" significados, que la tradición cristiana da al acto sexual.
El éxito de esta ideología revolucionaria, que presupone una clara separación entre la sexualidad y la procreación, fue asegurado además por el factor demográfico: después de la Segunda Guerra Mundial, de hecho, gracias a los avances médicos, el crecimiento demográfico, que se produce por primera vez en la historia incluso en los países del tercer mundo, da lugar a una serie de predicciones catastrófistas. En la conferencia mundial sobre población celebrada en Roma en 1954 bajo los auspicios de las Naciones Unidas ya había aflorado la preocupación por el desequilibrio entre el crecimiento demográfico y los recursos del planeta. En las siguientes décadas, las organizaciones internacionales hacen suyo el punto de vista occidental por el cual los países ricos estarían en peligro, sitiados por una creciente multitud de pobres, que se multiplica con el riesgo de consumir demasiados recursos. Domina de hecho la idea – hoy en día abandonada - que la producción de recursos constituya un factor rígido, inmutable.
La anticoncepción se justifica entonces desde una perspectiva general – es decir la certeza de un mundo mejor – si efectivamente fuera realizada. No se tiene el valor de justificarla por el deseo individual, de hecho egoísta.
Planificación familiar: este es en realidad el nombre con el que se define el control de la natalidad, un nombre más "científico" y más positivo, ya que alude al futuro, sobre el modelo de la planificación económica, muy de moda en ese momento. La motivación más comúnmente utilizada para convencer a las masas a adoptarla sigue siendo de tipo utópico: la idea es que los hijos deseados y buscados se convierten en mejores seres humanos, más sanos y más inteligentes, y también más equilibrados y más felices que los que nacen "por casualidad".
El giro esperado por los defensores del control de la natalidad se da con el descubrimiento, por el Dr. Pincus, de un nuevo tipo de anticonceptivos, la píldora que inhibe la ovulación: comercializado justo a partir del 1960, este fármaco abre nuevas perspectivas, que permiten crear nuevas y más avanzadas teorías de liberación sexual que en los años sesenta se extienden por todo el mundo occidental.
Si la píldora anticonceptiva abre una nueva temporada para la práctica de la sexualidad y, desde este punto de vista, plantea nuevos problemas para la Iglesia, su descubrimiento se debe a exponentes de una tendencia ideológica que la misma Iglesia conoce y contra la cual lucha desde hace muchos años, la de la eugenesia neomalthusiana. La investigación de Pincus de hecho - iniciada en 1953 - la encargó y financió una pionera del control de la natalidad, la norteamericana Margaret Sanger, apreciada colaboradora de Havelock Ellis y fundadora de las más importantes organizaciones mundiales para la llamada planificación familiar [06].
La cuestión de la píldora desde el principio parece poco clara, se presta a malentendidos. En el estudio y la difusión de la píldora, Pincus había involucrado desde el principio a John Rock, un católico devoto cuyo matrimonio había sido bendecido por el cardenal de Boston, William O'Connell. Ginecólogo, padre de cinco hijos y abuelo de diecinueve nietos, daba clase en la prestigiosa Harvard Medical School y se había convencido de que la píldora podría haber sido aceptada por la moral católica. Se apoyaba, de hecho, en el período de no fertilidad de la mujer y por lo tanto, según el médico americano, funcionaba como el método natural, dejando de lado el hecho de que en este caso el tiempo no fértil se producía artificialmente con un medicamento. Rock fue entrevistado sobre el tema por muchas emisoras de radio, canales de televisión y muchísimos periódicos, y desarrolló su tesis en un libro (The Time Has Come. A Catholic Doctor’s Proposals in End the Battle over Birth Control) posteriormente traducido a muchos idiomas.
Según Rock la píldora ayudaba a la naturaleza y, por tanto, podía ser considerada como un método natural: fue tan convincente y tan convencido, que en el entorno anglosajón el fármaco se llamaba a menudo, por supuesto antes de la encíclica de Pablo VI, la "píldora católica ".
El error del médico católico estadounidense, escribirá en el año 2000 "The New Yorker", se había originado justo alrededor de la idea de naturaleza y de natural, tema tan discutido después de la Humanae Vitae.
Con la píldora anticonceptiva, el control de la natalidad se ha establecido rápidamente como un bien de masas, sobre todo como instrumento de liberación para las mujeres.
La píldora anticonceptiva, de hecho, tiene una nueva característica clave que consiste en permitir a las mujeres poderse portar como los hombres desde el punto de vista sexual: en esto están las razones de su éxito y la razón por la que ha pasado por alto cualquier angustia o trastorno médico causado por su ingesta y las posibles consecuencias nocivas para la salud de la mujer. Con la píldora las mujeres pueden ser las únicas que deciden si concebir un niño y también pueden separar de forma permanente, en sus elecciones sexuales, la sexualidad del amor y de la familia, así como siempre ha sido posible para los hombres.
Estas transformaciones culturales contagian también a los católicos que empiezan a tener ganas de renovación, precisamente respecto a lo que es el centro de todo discurso sobre la sexualidad, es decir el matrimonio. La discusión sobre los objetivos del matrimonio se retoma fuertemente influenciada por las transformaciones culturales que tuvieron lugar en el mundo occidental: la afirmación del amor romántico y la idea de que el acto sexual es un elemento esencial en el fortalecimiento del amor entre marido y mujer, ahora ya considerado como el verdadero propósito del matrimonio. Por lo tanto, el matrimonio se percibe cada vez más como una institución humana, con fines humanos y sociales, es decir, alcanzar una satisfacción afectiva y sexual individual, y como tal, expuesta a la fragilidad de los deseos humanos. Esto preocupa a la Iglesia, que ve en peligro la irreversibilidad de la unión y sobre todo observa en esta humanización una verdadera cancelación de Dios en la relación entre los cónyuges, incluso siendo creyentes: unicamente el fin de la procreación, que ve a la pareja interactuar con la voluntad divina, puede volver a llevar a Dios al vínculo, y devolver a la sexualidad aquel profundo significado simbólico y espiritual que la tradición cristiana le había atribuido .
Por otra parte, estaba ya claro que el énfasis en el amor constituía sólo una primera etapa: en la cultura occidental, la segunda revolución sexual no sólo separará definitivament la sexualidad de la procreación, sino también del matrimonio y del amor, para legitimarla como simple búsqueda de placer individual. De esta manera, la sexualidad pierde la dimensión social y pública, para ser cada vez más una actividad privada e incuestionable, en la que cada uno reclama el derecho a tomar las decisiones que prefiere. También el "hijo deseado", escribe Marcel Gauchet, es "hijo del deseo privado, de una familia desinstitucionalizada, de una pareja intimidada, de una mujer que ve en el dar a luz una experiencia personal" [07].
Este cambio de público a privado es causado por la afirmación de una cultura cada vez más centrada en la realización individual, y por lo tanto poco atenta a la defensa de la familia, que ya con la emancipación de la mujer y el aumento de la autonomía de las jovenes generaciones se hizo más frágil.
La revolución sexual y la anticoncepción se convierten así, sobre todo desde los años sesenta, en uno de los temas más ardientes en el catolicismo contemporáneo. Se plantea, de hecho, la cuestión de si es la severidad de la Iglesia en el contexto de moral sexual la que provoca el alejamiento de los fieles, o más bien si es la liberación sexual de la modernidad la que provoca la secularización. En ambos puntos de vista, de todas formas, emerge la importancia de la revolución sexual para la afirmación de la secularización contemporánea.
La comisión que el Papa creó expresamente para investigar el problema, que había conocido largos y complejos avatares, se declaró en mayoría favorable a la aceptación de la anticoncepción. Las razones de los partidarios de la píldora fueron anticipadas por un artículo publicado en abril de 1967 en el "National Catholic Reporter". Afirmaban que la decisión era de la pareja y, básicamente, que el amor era un valor más alto que la procreación y que la Iglesia tenía que reconocer la importancia de la sexualidad en el matrimonio. El concepto tan nuevo e importante de filiación responsable, que mostraba el papel indispensable de la decisión de la pareja, se estaba convirtiendo en Occidente casi en un derecho intocable.
Obviamente, esta posición fue muy influenciada por el indiscutible éxito del psicoanálisis de Freud, y por tanto se proponía una interpretación de vida matrimonial fuertemente marcada por la cultura de las sociedades occidentales, hasta el punto de poder ser definida "colonialista" por los pueblos del Tercer Mundo, que no renunciaban fácilmente a considerar la procreación una alegría y una riqueza.
A esta influencia se añadía la del seminario internacional de sexología inaugurado en Bélgica por el cardenal Léon-Joseph Suenens, que se reunía con regularidad, y también había ejercido cierta influencia en la comisión pontificia, expresando posiciones progresistas sobre el tema.
Como es bien sabido, el impacto de esta encíclica - la última promulgada por Pablo VI, tal vez no por casualidad - fue tan fuerte, al menos en el mundo occidental, que se convirtió rápidamente en los periódicos más populares en "el Papa de la píldora". Después de la Humanae vitae, de hecho, el tema de la anticoncepción domina los debates, y es sintomático que el término "píldora", que no se nombra en la encíclica, se haya convertido en lo que marca los titulares principales y penetra en el conjunto de los artículos.
Después de esta encíclica aparecieron las primeras caricaturas del Papa, una novedad que remite a una nueva forma de confrontación con la autoridad de la Iglesia y la persona del Papa, que nunca se había visto antes.
Pero sobre todo, después de la encíclica, Pablo VI fue apuntado como enemigo de la emancipación de la mujer, para la cual la píldora parecía ser la herramienta irrenunciable y necesaria.
Fue precisamente a causa de la ofuscación de su imagen consecuente de la Humanae vitae que incluso los comentaristas más favorables de Pablo VI no se dieron cuenta de que, en cambio, él fue el primer Papa que abrió puertas importantes a las mujeres en la Iglesia, con cambios extremadamente significativos. En esencia, Pablo VI para las mujeres hizo más que Juan Pablo II y Benedicto XVI, y por ahora también que Francisco.
Pero está claro que su idea de apertura a la mujer se basaba en la valorización de la especificidad femenina y no en la transformación de la mujer hacia el modelo masculino, tal y como permitía el uso de la píldora [08].
El primer paso que hizo en este sentido fue la admisión de un grupo de mujeres - diez religiosas y trece laicas - al Concilio Vaticano II como auditoras, al que luego siguió, en 1970, una decisión muy importante: declarar dos Santas, Catalina de Siena y Teresa de Ávila, doctoras de la Iglesia. Si el primer gesto significaba el reconocimiento de la presencia femenina como componente influyente y necesaria en el momento en el que se decidía sobre el futuro del catolicismo, el segundo ponía a dos mujeres al mismo nivel de figuras como San Agustín y Santo Tomás, es decir, las consideraba protagonistas autorizadas y capaces de contribuir a la construcción de la tradición cristiana a la par que los hombres.
Pero también hubo otros signos de atención de Pablo VI hacia las mujeres, tal vez menos públicos, pero muy significativos, como la relación de amistad y apoyo que ha tejido durante años con dos mujeres importantes en el mundo católico del tiempo: Luigia Tincani y Chiara Lubich.
Es bien conocido el interés del joven Montini para la vida intelectual, un interés que mantendrá a lo largo de toda su vida. Menos conocida, sin embargo, es la estrecha colaboración y el intercambio que tuvo con una de las más importantes mujeres intelectuales de su tiempo, Luigia Tincani [09].
Tincani, fundadora de las Misioneras de la escuela, que le había conocido en los años veinte en el círculo universitario romano, compartía con él el ideal educativo culto y moderno, en el cual involucrar también a las mujeres. Tenían muchos conocidos comunes - Maritain, Congar, Loew, Suhard, Voillaume - y su vínculo era tan cariñoso que, nada más saber que Louise estaba enferma, Montini fue inmediatamente a visitarla para llevarle su apoyo. Con ella Montini compartía la devoción a Catalina de Siena: cuando fue nombrado arzobispo de Milán, Luigia le regaló una reliquia suya y, antes de entrar en el cónclave del que luego saldría como papa, le había enviado, a él y a todos los padres, un libro suyo sobre la santa. Dándole las gracias por el regalo, así le escribe Montini: "Me lo llevo conmigo al cónclave. Yo también recuerdo a ella y a su obra, que los tiempos parecen demostrar cada día más apropiada, y ruego al Señor que le bendiga, a ella y a sus hijas". Reconociéndole competencia y sabiduría, Pablo VI le confió responsabilidades relevantes, como la participación en la comisión sobre los problemas escolares, en las escuelas católicas y también en los seminarios.
Aún más significativa es la relación con Chiara Lubich, a la cual confió tareas delicadas, como el encargo de mantener, como movimiento, relaciones con las Iglesias ortodoxas. La presencia y la actividad incansable de muchos focolares en tejer vínculos de amistad, momentos comunes de oración y de actividad caritativa, han hecho que el acercamiento entre las dos Iglesias no fuera únicamente una operación de la cumbre, una cuestión teológica y de política religiosa, si no el nacimiento de una nueva y verdadera amistad espiritual. Pablo VI lo veía muy claramente, hasta el punto de hablar de "auténtico acercamiento ecuménico". Y así explicaba las razones de su confianza: "Ellos también tienen que saber que este movimiento, así conducido, con lealtad, sin querer ir demasiado rápido, si no queriendo realmente encontrar amistad, brinda la posibilidad de resolver incluso las cuestiones reales teológicas por una creciente unidad. Nos da un gran placer y merece nuestros mejores deseos y nuestra bendición ".
Otra misión delicada fue la de mediar, en la situación no fácil que se había creado justo después de la Humanae vitae, con el cardenal Suenens. Pablo VI por otra parte había jugado un papel decisivo en el apoyo a la Obra de María, el conjunto de iniciativas focolarinas, que recibe de él, el 5 de diciembre de 1964, la aprobación definitiva. Montini había guíado a Chiara durante años en el difícil recorrido destinado a conseguir el reconocimiento eclesiástico de un grupo muy original, dirigido al corazón de una intuición mística - "Cristo entre nosotros" - y con el objetivo de la unidad. Un grupo reunido alrededor de Chiara que, partiendo de un grupo de chicas del Trentino, se había ampliado para dar cabida a hombres e incluso sacerdotes, laicos consagrados, y también parejas casadas, personas de muy diferentes orígenes sociales, diferentes profesiones, diferentes procedencias geográficas, que se mantenían unidos por el carisma de la unidad. Se puede así comprender cómo esta nueva constelación había despertado en la Iglesia muchas y fuertes reservas: fue reprobada por una exaltación colectiva, por una excesiva familiaridad entre los sexos, por una subestimación de los efectos del pecado original, por un pseudo-místicismo naturalístico y por otras objeciones semejantes. Hasta tal punto de llegar a la decisión de disolver el movimiento. Por un lado la humildad de Chiara, que interpretaba todos los obstáculos como una llamada a la purificación y mejora y, por otro lado, la ayuda constante de Montini, lograron invertir esta situación, llegando así a un resultado positivo. Más tarde se decidió que la presidencia siempre se le daría a una mujer, acompañada por una figura masculina de vicepresidente.
De la lectura de la correspondencia entre Lubich y Pablo VI se entiende la gran atracción que este movimiento tuvo en Montini, que leía conmovido los signos de la acción del Espíritu en una dirección completamente nueva, nunca experimentada por la Iglesia.
Se trataba de una iniciativa fuertemente marcada por el espíritu femenino: el movimiento nace de la imitación de María en su relación con Jesús, vivido por un grupo de chicas laicas, con un liderazgo por tanto del todo femenino. Incluso los sacerdotes que pertenecen al grupo aceptan esta jerarquía verdaderamente revolucionaria, que hace de los Focolares un movimiento de vanguardia con respecto al papel de la mujer en la Iglesia. Lubich, de hecho, con su mirada profética, pensó desde el principio en una colaboración entre mujeres y hombres, no viendo a las primeras en un papel subordinado, sino en la cumbre de proyectos e iniciativas. El primer paso de una revolución por venir, pero necesaria. Y logró realizarla con la ayuda de Pablo VI.
A esto quisiera añadir otra pieza no secundaria: el amor del Papa por Simone Weil, figura incómoda que aprecia hasta tal punto de mencionarla varias veces en sus homilías.
Para terminar, creo que sería el momento de volver a leer la Humanae vitae en una nueva clave "feminista": es bien conocida la ola de polemicas suscitada por la encíclica dentro y fuera de la Iglesia, tanto, que hoy en día se cita poco y de mala gana. Pero si la miramos con los ojos de hoy, tiempo en el que la promesa de felicidad traída por la revolución sexual ha revelado su fracaso, en particular para las mujeres, e incluso en la que la revolución feminista, basada en la negación de la maternidad, está revelando sus lados negativos, vemos que Pablo VI, justo con respecto a las mujeres, fue profético.
Sin embargo, pocos recuerdan la encíclica cuando leen en los periódicos europeos más populares, que hoy en día está creciendo el número de jóvenes mujeres que se niegan a tomar la píldora por razones de la salud y prefieren los métodos naturales.
Y cuando las mujeres jóvenes, que se encuentran con más dificultades para hacer realidad el deseo de maternidad y familia que para afirmarse en el campo profesional, miran críticamente el feminismo de las madres, nadie piensa que Pablo VI en su encíclica quería evitar precisamente eso. Hoy en día las mujeres no sólo tienen que hacer frente a dificultades cada vez mayores para convertirse en madres, si no que ven que su calidad específica y única de ser protagonistas de la procreación puede ser cuestionada por el despiece de la figura materna en tres madres potenciales: la donante de óvulos, la que alquila el útero, y la llamada madre social. Por no hablar de la investigación para crear el útero artificial, que está avanzando tanto como para temer un resultado a corto plazo. De esta manera, las mujeres realmente se conviertirían en "un hombre como cualquier otro" perdiendo su valiosa especificidad.
Incluso la encíclica, debe leerse hoy con otros ojos, capaces de revelar que las transformaciones de la historia han hecho más claro y profético el significado de la impopular decisión de Pablo VI.
[01] Cfr. L. Scaraffia (ed.), Custodi e interpreti della vita. Attualità dell’enciclica Humanae vitae, Roma, Lateran University Press, 2010.
[02] Cfr. L. Scaraffia, Tutti contro l’Humanae vitae, en Il filo interrotto. Le difficili relazioni fra il Vaticano e la stampa internazionale. A cargo de G. M. Vian, Milano, Mondadori, 2012, pp. 47-62.
[03] Cfr. M. Pelaja, L. Scaraffia, Dos en una sola carne. Iglesia y sexualidad en la historia, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2011.
[04] G. Jervis, Il secolo della psicanalisi, en Il secolo della psicanalisi, a cargo de G. Jervis, Torino, Bollati Boringhieri, 1999, p. 17.
[05] Cfr. L. Scaraffia, Il destino delle utopie. La rivoluzione sessuale, en Per un nuovo umanesimo, a cargo de M. Marianelli y A. Possieri, Bologna, il Mulino, 2017.
[06] Cfr. A. Morresi, Margaret Sanger, en E. Roccella, L. Scaraffia, Contro il cristianesimo. L’ONU e l’Unione Europea come nuova ideologia, Casale Monferrato, Piemme, 2005, pp. 177-189.
[07] M. Gauchet, L’enfant du désir, “Le Débat”, 2004, pp. 98-121 (p. 99).
[08] Cfr. L. Scaraffia, Desde el último banco. Las mujeres en la Iglesia, Boadilla del Monte, PPC, 2016.
[09] Cfr. G. P. Di Nicola, Paolo VI di fronte al cambiamento del ruolo femminile nel Novecento, en Per una Chiesa “esperta in umanità”: Paolo VI interprete del Vaticano II, colloquio internazionale dell’Istituto Paolo VI, Concesio (Brescia), 23-25 settembre 2016.