Card. Fernando Sebastián Aguilar
Arzobispo Emérito de Pamplona y Tudela
Los organizadores de este Congreso quisieron dedicar esta intervención a dos temas claramente distintos, aunque estén estrechamente relacionados.
Se trata de evocar la influencia del Papa Pablo VI en la realización del Concilio Vaticano II, y junto con ello, hablar también de la aplicación del Concilio en España, seguramente con la intención de que subrayemos el apoyo que el Papa Montini prestó siempre a los Obispos españoles en esta difícil tarea.
Es un honor y una gran satisfacción poder hablar hoy sobre el gran Papa Beato Pablo VI, el Papa del Concilio, el Papa que vivió de cerca la renovación conciliar de la Iglesia de España y nos asistió paternalmente, con prudencia y sabiduría, en los difíciles años de la transición política.
I. EL PAPA Y EL CONCILIO VATICANO II
El Cardenal Montini, Arzobispo de Milán desde 1954, era uno de los 60 Cardenales que formaban parte de la Comisión Central Preparatoria nombrada por el Papa Juan XXIII en 1960. Intervino intensamente en las reuniones de la Comisión Central, sobre todo en las cuestiones referentes a los sacramentos de la Confirmación y de la Penitencia, y en la necesidad de presentar la moral cristiana de un modo más positivo y más conforme al conjunto del mensaje moral del Nuevo Testamento. Intervino varias veces en la discusión del esquema sobre la Iglesia pidiendo un tratamiento más amplio del tema. En sus intervenciones solía alinearse con los Cardenales Döpfner, Alfrink, Suenens, Liénart. Vale la pena recordar que en aquel momento el Card. Döpfner, tenía como asesor teológico al joven Profesor Ratzinger.
Durante la primera sesión del Concilio el Cardenal Montini compartía las opiniones del grupo de Cardenales europeos que pedían una nueva redacción de los esquemas presentados sobre las fuentes de la revelación, la conservación del depósito de la fe y la exposición de la moral cristiana. Con su intervención apoyó la idea de abordar en primer lugar el estudio del texto sobre la sagrada Liturgia. Montini era el más moderado de los renovadores, o el más renovador de los moderados.
El 3 de junio de 1963, en el intervalo entre la primera y la segunda sesión del Concilio, falleció el Papa Juan XXIII. Hasta ese momento, no había sido promulgado ningún documento conciliar. Se habían discutido los esquemas sobre la liturgia, la revelación, los medios de comunicación social, la unidad de los cristianos y la Iglesia, pero sin llegar a la aprobación definitiva de ninguno de ellos.
Pocos días más tarde, el 21 de junio fue elegido para ocupar la Sede Romana el Cardenal Montini, que tomó el nombre de Pablo VI. Al día siguiente, en su primer radiomensaje, aseguró que el Concilio continuaría y el 27 anunció la fecha de apertura de la segunda sesión: el 29 de septiembre de 1963. A partir de entonces iba a ser Pablo VI quien clarificaría los objetivos básicos del Concilio y lo guiaría a través de las tres etapas conciliares siguientes hasta su final.
El 29 de septiembre de 1963, tras una sencilla ceremonia inaugural y un discurso de Pablo VI, comenzó la segunda sesión del Concilio. En el discurso de apertura Pablo VI habló ya en una actitud de verdadera colegialidad, él quería actuar en unión fraterna con los demás hermanos obispos, en un esfuerzo común por renovar la vida y el servicio misionero de la Iglesia. Subrayó explícitamente el carácter pastoral del Concilio y enunció sus cuatro objetivos principales. El Concilio debía centrarse en “manifestar la virtud vivificante del mensaje de Cristo, pensando en las necesidades del mundo contemporáneo”.
Sus objetivos concretos tenían que ser:
1. Clarificar la conciencia de la Iglesia (su identificación con Cristo)
2. Promover su reforma (decidido propósito de rejuvenecimiento)
3. Recuperar la unidad de los cristianos (perdón mutuo, ofrecido y pedido)
4. Promover el diálogo con el mundo contemporáneo (El Concilio tiene que ser un puente tendido, descubrir y reforzar la vocación misionera; ardiente vocación misionera. La Iglesia por la ventana abierta del Concilio mira al mundo con un amor ilimitado. “Hacer a la Iglesia más idónea para llevar al mundo moderno el mensaje de Cristo, mensaje de paz y de salvación)
En esta segunda sesión los Padres conciliares examinaron ya un amplio documento sobre la Iglesia, presentado por el Cardenal Ottaviani, en el que aparecían algunos temas nuevos como el carácter sacramental del Episcopado, la Colegialidad, la recuperación del Diaconado Permanente. El Papa apoyó decididamente el nuevo esquema a pesar de las presiones de algunos Cardenales, (Larraona, Micara y Ruffini) que le escribieron pidiéndole que retirara del esquema el punto de la colegialidad.
En el discurso inaugural de la Tercera Sesión el Papa utilizó le expresión “colegio episcopal”, dando así indirectamente un claro apoyo a la doctrina sobre la colegialidad del episcopado. Este discurso fue especialmente importante. En él el Papa impulsó la reflexión de los Padres sobre la naturaleza del Episcopado:
“Queda por explanar lo que quería Cristo que fuesen los sucesores de los Apóstoles, la naturaleza y misión del ministerio de los Obispos” El Concilio “debe fijar la figura y la misión de los pastores de la Iglesia; debe discutir y, con el favor del Espíritu Santo, determinar las prerrogativas constitucionales del episcopado; debe delinear las relaciones entre esta Sede Apostólica y el episcopado mismo; debe demostrar cuán homogénea es, en sus diversas y típicas expresiones de Occidente y de Oriente, la concepción constitucional de la Iglesia; debe manifestar a los fieles de la Iglesia católica, y lo mismo a los hermanos separados, el verdadero concepto de los órganos jerárquicos que “el Espíritu Santo puso como obispos para regir la Iglesia de Dios” (Hch 20, 28), con autoridad indiscutible y válida, al servicio humilde y paciente de los hermanos, cual conviene a pastores, esto es, a ministros de la fe y de la caridad.”
La Iglesia no se complace en sí misma sino que trata de “estudiarse en la mente de Cristo.” “Y no se piense que al hacer esto la Iglesia se detiene en un acto de complacencia de sí misma olvidando, de un lado, a Cristo, de quien recibe todo y a quien todo debe, y de otro, la humanidad, a cuyo servicio está destinada. La Iglesia se coloca entre Cristo y el mundo, no replegada sobre sí misma ni como diafragma opaco, ni como fin de sí misma, sino fervientemente solícita de ser toda de Cristo, en Cristo y para Cristo, y toda igualmente de los hombres, entre los hombres y para los hombres, humilde y gloriosa intermediaria, trayendo, conservando y difundiendo desde Cristo a la Humanidad la verdad y la gracia de la vida sobrenatural.”
En este discurso Pablo VI se entretiene en desarrollar larga y amablemente lo que él mismo llama una verdadera “exaltación del episcopado”, El primado de Pedro no menoscaba sino que fortalece y engrandece la unidad y la autoridad del episcopado.
Ante las reservas e inquietudes de una parte de los Padres conciliares, su talante conciliador le llevó a encargar la redacción de la famosa “Nota explicativa” añadida al texto de la Constitución Lumen Gentium, como salvaguarda de la recta interpretación de la doctrina sobre la colegialidad.
En esta tercera sesión fueron discutidos los Decretos sobre Libertad Religiosa y sobre Ecumenismo, que el mismo Papa matizó con 19 correcciones personales escritas de su puño y letra. En este momento tuvo también lugar la discusión del documento sobre la Virgen María y la votación por la que los Padres decidieron incluir este texto como capítulo VIII de la Constitución sobre la Iglesia. De nuevo el carácter conciliador del Papa y su solicitud por la unidad y concordia dentro de la Iglesia encontró la manera de acercar las posiciones y tranquilizar los ánimos proclamando a la Virgen María como Madre de la Iglesia. Las tendencias minimalistas en la doctrina mariana que se extendieron posteriormente en algunas Iglesias centroeuropeas le movieron más tarde a escribir la bella encíclica Marialis Cultus. fechada en febrero de 1974.
En el discurso inaugural de la Cuarta Sesión, Pablo VI anunció la creación del Sínodo de los Obispos. Durante la sesión apoyó la aprobación de la Constitución Dei Verbum superando la teoría de las dos fuentes de la revelación y aclarando las relaciones entre la Tradición y la Sagrada Escritura.
En la sesión de clausura del Concilio (7, XII, 1965) el Papa Pablo VI dejó patente su corazón profundamente eclesial y apostólico:
“La Iglesia se ha recogido sobre sí misma, no para contemplarse a si misma, sino para encontrar el mensaje de Jesús, para conocer mejor su plan de salvación, para renovar su misión, su religión ha sido la caridad y la responsabilidad misionera, el amor, la simpatía y el servicio.”
“La religión del Dios que se hace hombre se ha encontrado con la religión del hombre que pretende hacerse Dios. Pero no ha habido conflicto, porque el Concilio ha actuado con la actitud y la lógica del Buen Samaritano”.
“Una corriente de afecto y de admiración se ha derramado desde el Concilio sobre el mundo contemporáneo. Hemos reprobado los errores, sí; porque es una exigencia de la caridad y de la verdad. Pero hacia las personas solo tenemos respeto y amor. Del Concilio han nacido hacia el mundo contemporáneo, en vez de diagnósticos deprimentes, remedios que dan ánimo; en vez de presagios funestos, mensajes de confianza. Sus valores han sido no solo respetados sino honrados, sus aspiraciones purificadas y bendecidas”.
“Toda esta riqueza doctrinal tiene un solo fin, servir al hombre, al hombre real y concreto, en todas sus situaciones, en todas sus debilidades. La Iglesia, sin renunciar a su autoridad ha querido bajar al terreno del diálogo, de la cercanía, de la comprensión, junto al hombre concreto la Iglesia quiere ser la voz amiga de la caridad pastoral”.
Así espera que el hombre moderno descubra el valor de la religión católica, la alianza entre la fe cristiana y la humanidad, “la fe cristiana es para la humanidad; en un cierto sentido es la vida de la humanidad.”
El humanismo se hace cristianismo, y el cristianismo se hace teocentrismo. “Para conocer al hombre hay que conocer a Dios, para amar al hombre hay que amar a Dios. ¿No es este el gran mensaje de nuestro Concilio?”
Parece justo reconocer que el Papa Pablo VI inició resueltamente la renovación de la Iglesia y su entrada decidida en la época contemporánea. Siguiendo el rumbo iniciado por Pío XII y Juan XXIII, fue ya un Papa claramente moderno, cercano al mundo contemporáneo, dispuesto a superar los conflictos entre fe y cultura, preocupado por aclarar los malentendidos y eliminar las sospechas entre la Iglesia y la cultura moderna, resuelto a entrar en una comunicación amigable con el pensamiento contemporáneo para poder anunciar el evangelio de Jesús de manera comprensible y convincente a los hombres de nuestro tiempo.
En su modo de proceder y en sus intervenciones dejó patente un nuevo estilo, una manera nueva de hacerse presente y de actuar, un nuevo modo de relacionarse con los fieles y con el mundo, hecho de humildad, sencillez, autenticidad, fidelidad, caridad y verdad.
El Papa Pablo nos enseñó a acercarnos al mundo contemporáneo con amor y respeto, con comprensión y reconocimiento, valorando la vocación secular del hombre y ofreciéndole el mensaje salvador de Jesucristo con una visión abierta, positiva, alentadora, humanista., una postura muy cercana al “ministerio de la misericordia” que trata de promover el Papa Francisco.
II. LA APLICACIÓN DEL CONCILIO EN ESPAÑA
Con este mismo espíritu, como consecuencia de su fidelidad pastoral y de su singular estima por la realidad y la historia de nuestra Iglesia y de nuestro país, nos ayudó decididamente a aplicar en España las enseñanzas del Concilio, especialmente en la difícil tarea de iluminar nuestra sociedad con la luz del Evangelio y buscar el lugar adecuado de la Iglesia en una sociedad libre y reconciliada.
La aplicación del Concilio en España fue especialmente difícil y delicada. El Fuero de los Españoles, promulgado en 1945 como Ley Fundamental, en su artículo VIº, establecía la confesionalidad católica del Estado: “La profesión de la religión católica que es la del Estado Español, gozará de la protección oficial”. La profesión pública de cualquier otra religión quedaba prohibida. El Concordato de 1953 recogía y sancionaba esta condición en su artículo Iº como punto de partida y fundamento de las relaciones entre el Estado Español y la Santa Sede.
Estando así las cosas, el Concilio sin pretenderlo resultaba subversivo para el régimen español, pues negaba o desautorizaba una nota esencial del ordenamiento político español. El Decreto sobre la libertad religiosa, impulsado por los Obispos del Este en contra de los regímenes comunistas, se convertía irremediablemente en una crítica frontal al régimen de Franco.
Desde el primer momento, esta doctrina del Concilio se convirtió en fuente de argumentos, para la oposición. Los grupos antifranquistas veían con simpatía el Concilio, aunque no fueran católicos. De tal manera que por aquellos años, ante el Gobierno, ser partidario del Concilio Vaticano II te hacía sospechoso de ser antifranquista. Y por el contrario, ser franquista obligaba a ser remiso y reticente frente a las enseñanzas del Concilio Vaticano II.
Estas implicaciones hicieron que las posturas intraeclesiales en relación con el Concilio se politizaran intensamente. Las actitudes en política determinaban los sentimientos en cuestiones eclesiales, y lo que uno pensaba respecto a los temas de Iglesia te significaba también en el campo de la política.
Todo ello produjo una confusión y un apasionamiento difícil de describir. Los curas, a la vez que proponían los criterios conciliares se desataban contra el Gobierno y el Gobierno interpretaba el entusiasmo conciliar de sacerdotes y fieles como conductas sediciosas e ilegales.
De este modo tuvimos que soportar la tensión y la contradicción de ser ciudadanos de un Estado oficialmente católico que sin embargo se enfrentaba con el Papa y metía a los sacerdotes en la cárcel. Los gobernantes, aun siendo sinceramente cristianos, no podían entender cómo los dirigentes de una Iglesia que había sido protegida y favorecida durante años, ahora se volvían contra su gobierno y sus instituciones.
El pontificado de Pablo VI (1963-1978) coincidió con los últimos años del gobierno de Franco y primeros de la democracia. Eran los años tensos del Concilio y del primer posconcilio. Montini conocía bien la historia reciente de España. Aunque su formación era más bien francesa, Montini conocía y valoraba sinceramente la historia de España, como él mismo repitió numerosas veces. En 1939 Montini presidió un Te Deum en la Iglesia del Gesù para dar gracias por la victoria de los nacionales en la guerra civil española.
Por herencia familiar y por sensibilidad personal entendía y valoraba la vida política de la sociedad y era plenamente consciente de las exigencias de la fe cristiana en el campo de las instituciones y de la vida pública. En 1963, siendo Arzobispo de Milán, Montini pidió indulgencia para varios anarquistas condenados a muerte por la Justicia de España. Franco no concedió el indulto y los reos fueron ejecutados. Este hecho inició el desencuentro entre Franco y el Cardenal Montini. Los medios de comunicación eran muy críticos con el Cardenal de Milán. Montini era considerado en España como “mariteniano”, amigo de la democracia cristiana, y por tanto poco amigo del régimen salido de la guerra civil, incluso enemigo de España y de los españoles.
Cuentan que cuando Franco recibió la noticia de la elección del Cardenal Montini como sucesor de Juan XXIII hizo este comentario: “Es un jarro de agua fría”. Lo cual no impidió que cortara los comentarios críticos de sus ministros diciendo: “Antes era el Cardenal Montini, ahora es el Papa Pablo VI”.
En los primeros años del pontificado las relaciones entre la Santa Sede y el Estado español fueron correctas, sin ser especialmente cálidas. El Cardenal Tarancón en sus Confesiones las califica como “externamente buenas.” El Papa Pablo VI en varias ocasiones agradeció los servicios del gobierno de Franco al bien de la Iglesia católica y alabó sus muchos logros en favor del desarrollo y de la unidad de España.
Franco, por su parte, en los discursos navideños de 1964 y 1965 elogió la labor del Papa y del Concilio para el bien de la Iglesia y a favor de la paz. En su discurso de fin de año de 1965, recién concluido el Concilio, Franco expresó su deseo de “obedecer en todo al Concilio, continuando así nuestra fidelidad tradicional al magisterio de Pedro”. Poco a poco fueron apareciendo las diferencias y los conflictos.
A pesar de las dificultades que presentaba el procedimiento seguido para el nombramiento de los Obispos, por causa del privilegio de la presentación, desde 1964 el Papa comenzó una lenta renovación del episcopado español, tratando de promover Obispos que pudieran sentir y actuar en conformidad con la letra y el espíritu del Concilio. Su primer nombramiento fue el de Mons. Morcillo para la Sede de Madrid. Al poco tiempo, Mons. Tarancón, que había pasado 18 años en la Diócesis de Solsona, fue nombrado Arzobispo de Oviedo, desde donde posteriormente pasaría a Madrid.
No siempre los nombramientos que quería hacer la Santa Sede eran posibles. Los nombramientos se dilataban más de lo conveniente. En algún momento llegó a haber hasta nueve Diócesis sin Obispo. Como los Obispos Auxiliares no estaban comprendidos en el privilegio de presentación, la Santa Sede nombraba a algunos sacerdotes como Auxiliares con la intención de ponerlos al poco tiempo al frente de las Diócesis vacantes. Algunos de estos nombramientos provocaron críticas contra el Papa, acusándole de nombrar Obispos contrarios al gobierno.
Apenas terminado el Concilio, los Obispos españoles manifestaron su voluntad decidida de ponerlo en práctica “hasta las últimas consecuencias”. Con esta declaración se iniciaba un largo proceso lleno de tensiones y dificultades. Con la fecha del mismo día de la conclusión del Concilio, (8, XII, 65) los Obispos publicaron un documento titulado “Sobre acción en la etapa posconciliar” en el que expresaban su decidida voluntad de obedecer las enseñanzas y recomendaciones del Concilio. El texto del documento deja ver la dificultad en compaginar la fidelidad al Concilio con el respeto a las instituciones políticas nacidas de la guerra civil. Al hablar de la libertad religiosa, los Obispos afirman que el Concilio admite de hecho la confesionalidad del Estado y que la unidad religiosa y católica de los españoles es “un tesoro que hemos de conservar con amor” (n. 22). Y añaden que corresponde a la autoridad civil mantener y proteger esta unidad como una parte importante del bien común.
Sin pretenderlo, varios puntos de las enseñanzas y decisiones conciliares resultaban contrarios al ordenamiento jurídico del régimen español. El Papa no podía hacer otra cosa sino animar y alentar a los obispos a aplicar en España las enseñanzas y las recomendaciones del Concilio, con la mayor prudencia posible, pero de forma clara y resuelta.
Los puntos de fricción eran especialmente los siguientes:
- El Decreto sobre libertad religiosa, difícilmente compatible con la confesionalidad del Estado tal como estaba reconocida en España;
- La intervención del Jefe del Estado en el nombramiento de los Obispos, contraria a la plena libertad de la Iglesia reclamada por el Concilio;
- El estatuto jurídico de la Iglesia en España, que contenía una serie de privilegios que no respondían a la mentalidad conciliar ni a la voluntad de la Iglesia.
Estas cuestiones nunca fueron comprendidas ni aceptadas por Franco ni por la mayoría de sus ministros, a pesar de que casi todos ellos eran sinceramente católicos. Metidos en la política, y marcados por la experiencia de la guerra civil, las recomendaciones del Concilio a favor de las libertades civiles y del respeto a los derechos humanos de todos los ciudadanos, las interpretaban no como sugerencias pastorales sino como ataques al sistema político vigente.
La situación era difícil de comprender. Las autoridades eclesiásticas criticaban a un gobierno que se profesaba católico, por otra parte, unos gobernantes que se sentían miembros de la Iglesia se enfrentaban con el Papa y multaban o encarcelaban a los sacerdotes. Obispos y gobernantes se veían ante un complejo problema de conciencia. Un gobierno católico se veía enfrentado con la Iglesia en virtud de su misma confesionalidad.
El criterio adoptado en estas circunstancias por los gobernantes quería ser a la vez firme y prudente. López Rodó lo expresa así: no romper, pero tampoco ceder, hacerse respetar. En la cuestión concreta de la renuncia al privilegio de presentación de los Obispos, el criterio del Gobierno fue atrincherarse en el Concordato de 1953, la cuestión, como cualquier otro cambio, tenía que considerarse en el conjunto de una revisión global del Concordato. Mientras tanto no se aceptaría ninguna modificación. La incomprensión y las tensiones fueron creciendo hasta 1975.
En junio de 1966, un año después de la conclusión del Concilio, apareció un documento de la Comisión Permanente de más envergadura que pretendía iluminar y resolver estos problemas. Su título era “La Iglesia y el orden temporal a la luz del Concilio”. En él se exponía ampliamente la doctrina conciliar sobre las atribuciones y obligaciones de la Iglesia respecto de los asuntos temporales. En el último apartado, casi a modo de conclusión se decía que la Iglesia solamente podía intervenir en los asuntos temporales cuando estos supusieran un peligro para el bien de las almas. Y a modo de colofón se añadía “No creemos que sea éste el caso de España”. De esta forma se pretendía evitar la incidencia de las enseñanzas del Concilio sobre la situación política española. Este documento fue publicado pocos días antes de la celebración de la Asamblea General, en la que varios Obispos se quejaron de que se hubiera publicado un documento tan importante sin permitir la intervención de todos los Obispos.
En su deseo de ayudar a la Iglesia de España, el Papa, en julio de 1967, envió a la Nunciatura de Madrid a Mons. Luigi Dadaglio, un experto diplomático que gozaba de su plena confianza. La actuación de Mons. Dadaglio fue en todo momento de plena fidelidad al Papa y de una colaboración franca y abierta con el Cardenal Tarancón y con la Conferencia Episcopal. Su trabajo estaba directamente apoyado por Mons. Giovanni Benelli, Sustituto de la Secretaría de Estado, que había sido secretario particular de Montini y conocía muy bien la situación española por haber sido Consejero de la Nunciatura de Madrid con el Nuncio Riberi (1962-1965).
En 1968 la Conferencia preparó un documento sobre “Principios cristianos referentes al sindicalismo”, que por razones prácticas no fue oficialmente publicado. En él se exponía la doctrina católica sobre los sindicatos y se pedían las reformas necesarias para que en España fuera plenamente respetada la libertad sindical de los trabajadores. El 4 de diciembre de 1969 la Conferencia volvió a expresarse sobre este mismo tema con una breve nota.
Las tensiones entre el Papa y el Gobierno se endurecieron cuando Pablo VI, en cumplimiento de los mandatos del Concilio, en 1968, pidió a Franco que renunciara al privilegio de intervenir en el nombramiento de los Obispos. Franco nunca quiso aceptar esta petición, refugiándose en la necesidad de revisar no solo un punto del Concordato de 1953 sino el Concordato entero.
Los católicos españoles tenemos que estar reconocidos al Papa Pablo VI por su prudente y firme ayuda a los Obispos españoles para llevar adelante en circunstancias tan difíciles la aplicación del Concilio en la Iglesia de España. El 23 de junio de 1969, en su alocución a los Cardenales que habían acudido a felicitarle, encontró la manera de apoyar el trabajo y el esfuerzo de los Obispos y de los católicos españoles para renovar la vida cristiana siguiendo en todo las orientaciones conciliares.
En su intervención, el Papa se dirigió a los Obispos, a los sacerdotes, a los jóvenes, a los trabajadores, a todos los queridos ciudadanos de “un país querido y cercano”. Sus palabras fueron respetuosas y prudentes, pero claramente intencionadas. Con admirable clarividencia, el Papa señaló los puntos en los que era preciso centrar los esfuerzos de la Iglesia en aquellos momentos, con “inteligente valentía”: favorecer la justicia social, defender la paz y la distensión “con previsora clarividencia”, mantenerse cercanos al pueblo y a los sacerdotes jóvenes. Todo ello dicho con palabras de afecto, de estímulo y hasta de felicitación.
Las palabras del Papa muestran tanto su gran amor por España como su admirable clarividencia pastoral y su respeto exquisito hacia las instituciones españoles y el ministerio de los Obispos. Es un texto que tiene que estar presente en la historia de la Iglesia de España.
“Permitidme dirigir un pensamiento de paternal afecto, no exento de cierta inquietud, a España, a nuestros venerables hermanos en el orden episcopal, a los hijos, especialmente queridos, a quienes la ordenación sacerdotal ha hecho igualmente hermanos nuestros, y colaboradores en el ministerio de la salvación, al mundo obrero, a los jóvenes y a todos los ciudadanos de aquella nación.
“Determinadas situaciones no dejan a veces indiferentes a nuestros hijos, y provocan en ellos reacciones que desde luego no pueden encontrar suficiente justificación en el ímpetu del ardor juvenil, pero que sin embargo pueden al menos sugerir una indulgente comprensión.
“Deseamos de verdad a este noble país un ordenado y pacífico progreso, y para ello anhelamos que no falte una inteligente valentía en la promoción de la justicia social, cuyos principios tantas veces ha perfilado la Iglesia.
“Así pues, rogamos a los Obispos, -de quienes me consta su laudable empeño en el anuncio fiel del Evangelio-que realicen también una incansable acción de paz y distensión para llevar adelante, con previsora clarividencia, la consolidación del Reino de Dios en todas sus dimensiones. La presencia activa de los pastores en medio de su pueblo –y deseamos ardientemente que esta presencia pueda darse también pronto en las diócesis vacantes-, su acción, siempre inconfundible, de hombres de Iglesia, lograrán evitar la repetición de episodios dolorosos y conducirán, -estamos seguros- por el camino recto las buenas aspiraciones, especialmente del clero, y sobre todo, de los sacerdotes jóvenes.”
El 26 de enero de 1970, Pablo VI se reunió con un nutrido grupo de obispos españoles, que habían asistido a la canonización de Santa María Soledad Torres Acosta, esa gran madrileña, fundadora de las Siervas de María, las ministras de los enfermos. En esa reunión, Pablo VI pronunció un discurso profético, en el que describía la situación de la juventud española y los males que la amenazaban. Sus palabras fueron las siguientes: «No os faltan, ni nos faltan, preocupaciones al constatar y afrontar los problemas relacionados con la juventud, con los seminarios, con el mundo del trabajo, con el enfriamiento de la fe y del sentido moral: problemas cada día más insoslayables y que el pasar del tiempo agravaría si no se adoptasen medidas clarividentes y proporcionadas».
Animados por estas palabras del Papa, ante las crecientes tensiones entre Obispos y sacerdotes que se manifestaban tanto en las Diócesis como a escala nacional, los Obispos decidieron hacer una encuesta para conocer mejor las opiniones y los deseos de los sacerdotes. Los resultados fueron preocupantes. Las respuestas de los sacerdotes revelaban un amplio índice de incertidumbre, descontento y desconfianza. El 65 % se sentía alejado de sus Obispos.
Para superar aquella situación de escisión y distanciamiento, los Obispos pensaron que era preciso hacer alguna acción extraordinaria que permitiera recuperar la confianza de los sacerdotes. Con este fin decidieron celebrar una Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes, preparada por asambleas diocesanas. Esta Asamblea Conjunta se celebró en Madrid en septiembre de 1971 y a pesar de las dificultades y contradicciones sufridas, aquella iniciativa facilitó la comunicación entre Obispos y Sacerdotes y restauró en buena parte la unidad afectiva y efectiva dentro de la Iglesia.
Algunos comentaristas piensan que el fruto de esta Asamblea quedó anulado o muy reducido como consecuencia del extraño documento emitido desde la Congregación para el Clero en el que se cuestionaba la validez y la rectitud doctrinal de aquel acontecimiento. Yo no creo que fuera así. Los Obispos supieron que el documento de la Congregación no tenía valor oficial, acogieron con discernimiento las conclusiones de la Asamblea y siguieron su decisión firme de ir aplicando prudentemente en las Iglesias de España las orientaciones del Concilio con toda claridad.
Como es natural, el documento de la Congregación del Clero produjo entre los Obispos un fuerte desconcierto y en algunos de ellos hasta una cierta prevención contra las conclusiones de la Asamblea de Obispos y Sacerdotes. Pero la mayoría de los Obispos se mantuvo en su compromiso de tener en cuenta las deliberaciones y conclusiones aprobadas en la Asamblea Conjunta. Nadie pretendía dar a este encuentro de Obispos y Sacerdotes un valor magisterial que no le correspondía. Era más bien, un instrumento de consulta que los Obispos querían tener en cuenta en el ejercicio de su ministerio.
Esta decisión se manifiesta en los sucesivos documentos promulgados por la Conferencia Episcopal. El 11 de marzo de 1972 la Asamblea Plenaria promulga una nota breve en la que califica la Asamblea Conjunta como un “hecho positivo y dinámico de la vida de la Iglesia”. A la vez los Obispos decidieron enviar las conclusiones de la Asamblea a todas las Comisiones de la Conferencia para que las estudiasen y vieran cómo actuar en sus campos respectivos, a la vez que lamentaban los malentendidos y comentarios producidos contra su voluntad.
Aquí es preciso señalar de nuevo el firme apoyo de Pablo VI a la Conferencia Episcopal Española en estos momentos. Apenas enterado del contenido del Documento de la Congregación, el Presidente de la Conferencia viajó a Roma, pidió aclaraciones al Secretario de Estado, Cardenal Villot, sobre el alcance y el valor del Documento de la Congregación, el día 29 de febrero, en la audiencia a los miembros de la Comisión Permanente del Sínodo de los Obispos, el Papa le tranquilizó, y al día siguiente lo recibió en audiencia privada.
En el discurso inaugural de la Asamblea Plenaria, el día 6 de marzo, El Cardenal Tarancón transmitió a los Obispos el mensaje del Papa: “Dígales a los Obispos que sigo con mucho interés los trabajos de la Conferencia. Que he podido comprobar que la Asamblea Conjunta, con sus defectos y fallos, ha producido un fruto psicológico muy importante. Que confío en que ahora sabrán encontrar el camino para determinar unas conclusiones que no solo estén en conformidad con la doctrina y con el espíritu de la Iglesia, sino que sean viables y concretas; lo peor que podría pasar es que por ser irrealizables se quedase todo en el papel. Dígales que el lunes celebraré yo la Santa Misa por la Conferencia Episcopal y por la Iglesia de España y que el Papa personalmente y la Santa Sede están siempre para servirlos y ayudarles; pueden confiar plenamente en nosotros”. Las palabras de Tarancón no transmitían una postura crítica del Papa hacia los resultados de la Asamblea Conjunta, sino más bien una confirmación prudente y matizada de la iniciativa de los Obispos españoles y un aliento para continuar serena y eficazmente por el camino emprendido. De hecho la intervención del Presidente de la Conferencia devolvió la tranquilidad al ánimo de los Obispos españoles, restauró la unidad en el seno de la Conferencia fortaleció su propósito decidido de aplicar las enseñanzas del Concilio para la renovación de la Iglesia y la reconciliación de todos los españoles.
Posteriormente el Papa escribió una carta al Presidente de la Conferencia Episcopal animando a los Obispos españoles a seguir por el camino emprendido y quitando importancia al percance ocurrido. El Papa no había tenido ningún conocimiento previo del documento de la congregación del Clero. Al año siguiente el Obispo de Avila, Mons. Romero de Lema fue nombrado Secretario de dicha Congregación. Muchos vieron en aquel nombramiento un gesto de confianza del Papa hacia los Obispos españoles.
Al poco tiempo, el 8 de julio del mismo año, la misma Asamblea Plenaria promulgó otro importante documento, titulado Algunos aspectos de la situación religiosa en España, con el que pretendía impulsar claramente la renovación conciliar en la vida y en la actuación pastoral de la Iglesia. En él se dice que la Asamblea Plenaria “reafirma su decisión de proseguir sin titubeos la aplicación de la renovación conciliar en España”.
Según los Obispos españoles, esta renovación implica en primer lugar una acción misionera y evangelizadora para fortalecer la fe de los cristianos españoles, de modo que sea una fe operante, requiere también que la fe cristiana ilumine todas las realidades de la vida real, personal, familiar y social; los Obispos quieren promover una pastoral de la conversión, desean garantizar la libertad de la Iglesia de los poderes humanos y desarrollar una acción pastoral verdaderamente misionera que llegue a despertar el fervor religioso y la santidad de vida de los cristianos españoles.
Siguiendo este mismo camino de fidelidad al reciente Concilio, en noviembre de 1972, aparece el documento de la Conferencia Orientaciones pastorales sobre el apostolado seglar. Solución teórica de la crisis, nuevas orientaciones eclesiales y pastorales. Este documento intenta reconstruir el apostolado seglar sobre las bases plenas de la eclesiología conciliar. Basta repasar los titulares del documento para comprobar su buena orientación doctrinal y pastoral siguiendo claramente las orientaciones conciliares. Por desgracia la crisis sufrida en años anteriores hacía muy difícil la recuperación que buscaban los Obispos.
En enero de 1973, la CEE publica un documento de primera importancia que marca claramente la aplicación de la doctrina conciliar al conjunto y a la acción pastoral de la Iglesia en España. La Iglesia y la comunidad política. En este documento la Iglesia renuncia a su estatuto jurídico en el Estado confesional, afirma su independencia de las instituciones políticas y ofrece su colaboración a las instituciones civiles desde una clara distinción y plena libertad de actuación.
A partir de esta fecha, la Iglesia española se sitúa claramente en la perspectiva conciliar y acepta con entereza el largo camino que le esperaba de tensiones y conflictos con las autoridades políticas, para las que era difícil de comprender la nueva época iniciada por el Concilio en la comprensión de la Iglesia y en su manera de estar en la sociedad y relacionarse con sus instituciones.
Desde 1970 hasta 1975 las relaciones de los Obispos españoles, y aun de la santa Sede, con las instituciones políticas, fueron especialmente tensas y difíciles. El Papa se esforzaba por manifestar su sincero afecto hacia España y los españoles. En 1973 envió al Jefe del Estado una cariñosa y sentida carta de condolencia por el asesinato de Carrero Blanco. En 1974 volvió a hacer lo mismo después del asesinato de varios abogados en el atentado de la calle Correo. Pero a la vez no dejaba de pronunciarse a favor de la clemencia y de la tolerancia cuando era necesario. En diciembre de 1970, a petición de su familia, pide la liberación del Cónsul alemán Beihl.
Con admirable fortaleza de ánimo y una profunda inspiración evangélica, el Papa, a pesar de las tensiones y de las críticas, siguió ejerciendo fielmente su ministerio y su magisterio de misericordia. En 1970 pidió indulto para los terroristas condenados a muerte. El 7 de octubre de 1972 pide clemencia para unos estudiantes anarquistas condenados también a la pena máxima en Barcelona. En 1975, después del renombrado proceso de Burgos, volvió a pedir el indulto para los 11 terroristas condenados a muerte. Al día siguiente de la ejecución de cinco de ellos, en el Aula Nervi, durante una audiencia pública, manifestó su amargura por las ejecuciones y expresó una “vibrante protesta”, después de haber intervenido por tres veces, como él mismo dijo, pidiendo clemencia para los condenados.
El Cardenal Tarancón nos ha dejado interesantes comentarios sobre esta última intervención del Papa. Aquellos días estaba en Roma, pidió ser recibido por el Papa, pero extrañamente el Papa no lo quiso recibir. Pasados aquellos acontecimientos el Papa lo recibió y le explicó por qué había retrasado aquella entrevista. No quería que nadie pudiera pensar que el Papa actuaba influenciado por el Cardenal. Tarancón reconoció y agradeció la prudencia del Papa. El preveía que aquellas intervenciones podían significar la ruptura del gobierno de España con la Santa Sede. Y era prudente que la Iglesia española quedara en aquellos momentos un poco en segunda fila. En sus Memorias, el Cardenal confiesa que él no quería esta ruptura, pero veía muy difícil hacer de mediador. El Papa estaba convencido de haber actuado correctamente. Tarancón recuerda una reflexión del Papa escueta y terminante: “La Iglesia ha hecho lo que tenía que hacer. A veces hay que actuar según la conciencia más que según la prudencia”. La prudencia pastoral no siempre coincide con la prudencia de la lógica diplomática.
Con estas actuaciones del Papa y con las continuas críticas que recibía el Gobierno, en nombre del Concilio, las relaciones entre el Gobierno y la Santa Sede llegaron a estar muy tensas. La prensa del Movimiento hablaba descaradamente en contra del Papa acusándole de ser enemigo de España. El Ministro Gonzalo Fernández de la Mora, no dudó en condenar lo que él interpretaba como la “demoledora política de Pablo VI contra el gobierno de España” El Presidente Arias Navarro tuvo expresiones claramente acusatorias contra la Santa Sede. El Subsecretario de Justicia, D. Alfredo López, al despedirse del cargo en 1973 mostró su satisfacción por haber defendido a la Iglesia de “clericalismos invasores de la libertad del Estado y de la autonomía de las realidades temporales. ” El Papa conocía esta situación y sufría por ello. Y lo manifestó en varias ocasiones, yo mismo le oí decir con expresión de dolor y tristeza: “La prensa española no quiere al Papa”. “Decid a los españoles lo mucho que les quiere el Papa”.
Ese mismo año, en enero de 1973, López Bravo. Ministro de Asuntos Exteriores, visitó al Papa llevándole una carta del Jefe del Estado que era una verdadera lista de presuntos agravios. La visita fue extremadamente tensa y dolorosa. El Ministro no se contentó con entregársela sino que obligó al Papa a escuchar su entera lectura. El Cardenal Tarancón cuenta en sus Confesiones que el Papa le recibió al día siguiente y le contó la entrevista como si tuviera necesidad de desahogarse y de expresar el gran dolor que le había causado. En expresión de D. Vicente, el Ministro se sentía en la obligación de “echar una filípica al Papa”. Pablo VI le escuchó con paciencia, pero aun así, sin llegar a interrumpirle, según el testimonio de Tarancón, le mostró la puerta por tres veces.
Todo cambió radicalmente cuando llegó la Monarquía. En julio de 1976 el Rey Juan Carlos renunció al privilegio de presentación, con lo cual quedó expedito el camino para la renovación del Concordato. Esta cuestión de la renovación del Concordato era un punto decisivo en la aplicación del Concilio en España y en la normalización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
En la nueva época las gestiones avanzaron rápidamente. La Santa Sede aceptó los puntos de vista de la Conferencia Episcopal Española. El Concordato de 1953, viejo ya desde su nacimiento, sería sustituido por unos Acuerdos parciales que fueron firmados en enero de 1980, apenas hubo sido aprobada la Constitución española. D. Marcelino Oreja, entonces Ministro de Asuntos Exteriores, cuenta en sus Memorias de manera detallada el proceso de esta renovación.
En aquellos años, la Iglesia, la Iglesia española apoyada por la Sede de Roma, siguiendo las orientaciones conciliares, sin inmiscuirse en cuestiones meramente políticas, apoyó decididamente un cambio político que supusiera el reconocimiento de los derechos civiles de todos los ciudadanos y permitiera así la reconciliación de todos los españoles. Al actuar así, la Iglesia no se movía por razones políticas, ni mucho menos partidistas, sino por motivos estrictamente religiosos y morales. En primer lugar, en aquellos momentos era indispensable superar y dejar atrás las consecuencias de la guerra civil reconociendo los derechos civiles y políticos de todos los españoles. Este reconocimiento era un paso indispensable para hacer posible la reconciliación y la convivencia pacífica de todos los españoles. Para la Iglesia de España esta postura reconciliadora era una exigencia evangélica de primera importancia, y era además un paso indispensable para llegar a ser la Iglesia de todos y poder anunciar a todos el Evangelio de Jesucristo por encima de las diferencias políticas.
En la aplicación del Concilio a la vida de los católicos españoles era muy importante acertar con la reubicación de la Iglesia en el conjunto de la nueva sociedad española. Por eso tuvo especial importancia el documento de 1973 ya mencionado. Con varias actuaciones, los Obispos se preocuparon de preparar a los fieles católicos para actuar rectamente en la vida política. Gracias a estos esfuerzos, en mayo de 1977, el Secretariado General de la Conferencia pudo difundir un folleto con una antología de textos de la Conferencia y de los Papas titulado El cristiano ante las elecciones.
En esta misma línea El episcopado se preocupó de definir la situación de la Iglesia y los derechos de los ciudadanos en materia religiosa en el texto de la nueva Constitución. En noviembre de 1977 la Asamblea Plenaria promulgó un amplio documento titulado Los valores morales y religiosos ante la Constitución. Lo fundamental quedó reconocido en los artículos 10, 14, 16 y 27. No todos lo vieron así y hubo también en este punto divergencias y tensiones, dentro de la Conferencia y con algunas personalidades de la Santa Sede.
En una España todavía convaleciente de sus terribles enfrentamientos, profundamente dividida por sus sentimientos sociales y religiosos, no era prudente, ni hubiera sido viable, exigir un texto constitucional totalmente fiel a un planteamiento estrictamente confesional y católico. La mayoría de los Obispos españoles, y con ellos la mayoría del pueblo cristiano, veían que la nueva Constitución tenía que ser una Constitución consensuada, que resultara aceptable para todos, apoyándose en los valores y criterios comunes y dejando en un segundo plano las diferencias entre derechas e izquierdas, monárquicos y republicanos, centralistas y nacionalistas, católicos y laicistas. Otros no lo vieron así y lamentaron que los Obispos de España hubieran apoyado una Constitución “atea”. Solo Dios sabe si en aquellos momentos era posible otra cosa.
CONCLUSION
El Papa Pablo VI conocía y valoraba la historia de España y la vitalidad de la Iglesia española. Admiraba la gran gesta misionera de la evangelización de América, reconocía con devoción el heroísmo de los mártires de la reciente persecución, sentía simpatía y sincero afecto por los españoles. Así lo declaró en sus alocuciones y en sus escritos innumerables veces.
En los años de su pontificado dedicó una especial solicitud a los problemas de nuestra Iglesia y de la entera nación española. Comprendía la difícil situación de España después de la guerra civil y preveía los riesgos que íbamos a tener que superar para normalizar la situación social y política después del régimen de Franco. El quería para España una transición que fuera a la vez renovadora y conservadora, una transición que nos permitiera superar las tensiones y discordias entre hermanos, una transición, en fin, que nos permitiera entrar en la modernidad con sabiduría y con paz, sin perder nuestra identidad y nuestro patrimonio espiritual. Un patrimonio que en varias ocasiones resumió en los grandes valores de la fe en Jesucristo, el amor a la Eucaristía y a la Virgen María, la fortaleza de la familia y el espíritu misionero.
Movido por este deseo, intervino personalmente a favor de la reconciliación de los españoles y ayudó decididamente a los Obispos españoles en la inaplazable tarea de aplicar las enseñanzas del Concilio y favorecer la contribución de la Iglesia al advenimiento de una sociedad reconciliada y estable en la que la Iglesia pudiera vivir libremente, sin privilegios de ninguna clase, anunciando a todos el evangelio de la salvación de Dios. En sus múltiples intervenciones animó siempre a los Obispos a seguir adelante en la aplicación del Concilio, a estar cerca de los sacerdotes, especialmente de los más jóvenes, a favorecer la sólida formación de los cristianos y a tener muy en cuenta los compromisos sociales y políticos de la fe y de la caridad cristianas.
Termino adhiriéndome personalmente al homenaje de gratitud y reconocimiento que la Iglesia de España pretende dedicarle con este Congreso. No sólo la Iglesia, sino la sociedad española entera, todos los españoles, católicos y no católicos, estamos en deuda con él. El nos ayudó, con grandes sufrimientos personales, a recuperar la libertad y la paz. No fuimos justos con él durante su vida. No supimos comprender entonces el acierto de sus juicios y la buena intención de sus sugerencias e intervenciones. La verdad y la justicia reclaman que un día, no sólo la Iglesia, sino las mismas instituciones sociales y políticas reconozcan la deuda de gratitud que les españoles tenemos con este gran Papa, tan grande como humilde, tan clarividente como sencillo, que fue el Beato Pablo VI.
Hoy los españoles necesitamos escuchar de nuevo su mensaje y cumplir sus recomendaciones de mutuo respeto y diálogo sincero, de reconciliación generosa y colaboración sincera entre todos nosotros, por encima de las inevitables diferencias sociales, culturales, políticas y religiosas.
El magisterio del Papa Francisco, inspirándose en las mismas fuentes del evangelio de Jesús, anunciado en nuestro mundo por el Concilio Vaticano II, nos invita a recuperar las actitudes de aquellos años y a progresar en la senda de la renovación y de la misión impulsada para toda la Iglesia por el Concilio, una senda de crecimiento en la fe y en la conversión a Dios, una senda de humildad, fraternidad y misericordia, poniendo nuestra principal preocupación en el anuncio claro y directo del evangelio de Jesucristo, con paciencia y mansedumbre, sin perder nunca la paz ni la esperanza, para la gloria de Dios y la salvación de nuestros conciudadanos.
Quiero que mis últimas palabras sean las de aquel otro gran Pablo, maestro espiritual del Papa Pablo VI, que escribió así a los fieles de Corinto: “Me he hecho todo para todos, para salvar, sea como sea, a algunos” (IC 9, 22).