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A la Fundación "Centesimus Annus pro Pontifice"

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Sala Clementina. Sábado, 25 de mayo de 2013

 

Señores cardenales, 
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, 
ilustres y queridos amigos, ¡buenos días a todos!

Os recibo de buen grado con ocasión del Congreso internacional de la Fundación Centesimus annus pro Pontifice, sobre el tema: «Repensar la solidaridad para el empleo: los desafíos del siglo XXI». Saludo cordialmente a cada uno de vosotros, y agradezco en especial a vuestro presidente, doctor Domingo Sugranyes, sus amables palabras.

La Fundación Centesimus annus fue instituida por el beato Juan Pablo II hace veinte años, y lleva el nombre de la encíclica que él firmó en el centenario de la Rerum novarum. Su ámbito de reflexión y de acción es, por lo tanto, el de la doctrina social de la Iglesia, a la que contribuyeron de modos diversos los Papas del siglo pasado y también Benedicto XVI, en particular con la encíclica Caritas in veritate, pero también con discursos memorables.

Por ello, desearía ante todo daros las gracias por vuestro compromiso al profundizar y difundir el conocimiento de la doctrina social, con vuestros cursos y publicaciones. Creo que es muy bonito e importante vuestro servicio al magisterio social, por parte de laicos que viven en la sociedad, en el mundo de la economía y del trabajo.

Precisamente sobre el trabajo se orienta el tema de vuestro Congreso, en la perspectiva de la solidaridad, que es un valor sustentador de la doctrina social, como nos recordó el beato Juan Pablo II. Él, en 1981, diez años antes de la Centesimus annus, escribió la encíclica Laborem exercens, totalmente dedicada al trabajo humano. ¿Qué significa «repensar la solidaridad»?. Ciertamente no significa poner en tela de juicio el magisterio reciente, que, es más, demuestra cada vez mejor su clarividencia y actualidad. Más bien «repensar» me parece que significa dos cosas: ante todo conjugar el magisterio con la evolución socioeconómica, que, al ser constante y rápida, presenta aspectos siempre nuevos; en segundo lugar, «repensar» quiere decir profundizar, reflexionar ulteriormente, para hacer emerger toda la fecundidad de un valor —la solidaridad, en este caso— que en profundidad se nutre del Evangelio, es decir, de Jesucristo, y, por lo tanto, como tal contiene potencialidades inagotables.

La actual crisis económica y social hace aún más urgente este «repensar» y pone más de relieve la verdad y actualidad de afirmaciones del magisterio social como la que leemos en la Laborem exercens: «Echando una mirada sobre la familia humana entera... no se puede menos de quedar impresionados ante un hecho desconcertante de grandes proporciones, es decir, el hecho de que, mientras por una parte siguen sin utilizarse conspicuos recursos de la naturaleza, existen por otra grupos enteros de desocupados o subocupados y un sinfín de multitudes hambrientas: un hecho que atestigua sin duda el que... hay algo que no funciona» (n. 18). Es un fenómeno, el del desempleo —de la falta y de la pérdida del trabajo—, que está cundiendo como mancha de aceite en amplias zonas de Occidente y está extendiendo de modo preocupante los confines de la pobreza. Y no existe peor pobreza material, me urge subrayarlo, que la que no permite ganarse el pan y priva de la dignidad del trabajo. Ahora, este «algo que no funciona» no se refiere sólo al sur del mundo, sino a todo el planeta. He aquí entonces la exigencia de «repensar la solidaridad» ya no como simple asistencia con respecto a los más pobres, sino como repensamiento global de todo el sistema, como búsqueda de caminos para reformarlo y corregirlo de modo coherente con los derechos fundamentales del hombre, de todos los hombres. A esta palabra «solidaridad», no bien vista por el mundo económico —como si fuera una mala palabra—, es necesario volver a dar su merecida ciudadanía social. La solidaridad no es una actitud más, no es una limosna social, sino que es un valor social. Y nos pide su ciudadanía.

La crisis actual no es sólo económica y financiera, sino que hunde las raíces en una crisis ética y antropológica. Seguir los ídolos del poder, del beneficio, del dinero, por encima del valor de la persona humana, se ha convertido en norma fundamental de funcionamiento y criterio decisivo de organización. Se ha olvidado y se olvida aún hoy que por encima de los asuntos de la lógica y de los parámetros de mercado está el ser humano, y hay algo que se debe al hombre en cuanto hombre, en virtud de su dignidad profunda: ofrecerle la posibilidad de vivir dignamente y participar activamente en el bien común. Benedicto XVI nos recordó que toda actividad humana, incluso aquella económica, precisamente porque es humana, debe estar articulada e institucionalizada éticamente (cf. Carta enc. Caritas in veritate, 36). Debemos volver a la centralidad del hombre, a una visión más ética de la actividad y de las relaciones humanas, sin el temor de perder algo.

Queridos amigos, gracias una vez más por este encuentro y por el trabajo que realizáis. Aseguro por cada uno de vosotros, por la Fundación, por todos vuestros seres queridos, el recuerdo en la oración, mientras os bendigo de corazón. Gracias.




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