DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Sala del Consistorio
Lunes 3 de diciembre de 2012
Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
Me alegra acogeros con ocasión de vuestra asamblea plenaria. Saludo al cardenal presidente, a quien agradezco las corteses palabras que me ha dirigido, así como al monseñor secretario, a los oficiales del dicasterio y a todos vosotros, miembros y consultores, venidos para este importante momento de reflexión y de programación. Vuestra asamblea se celebra en el Año de la fe, después del Sínodo dedicado a la nueva evangelización, también —como se ha dicho— en el quincuagésimo aniversario del Concilio Vaticano II y —dentro de pocos meses— de la encíclicaPacem in terris del beato Papa Juan XXIII. Se trata de un contexto que ya de por sí ofrece múltiples estímulos.
La doctrina social, como nos ha enseñado el beato Papa Juan Pablo II, es parte integrante de la misión evangelizadora de la Iglesia (cf. Enc. Centesimus annus, 54), y con mayor razón ha de considerarse importante para la nueva evangelización (cf. ib., 5; Enc. Caritas in veritate, 15). Acogiendo a Jesucristo y su Evangelio, además de en la vida personal también en las relaciones sociales, nos convertimos en portadores de una visión del hombre, de su dignidad, libertad y relacionalidad, que se caracteriza por la trascendencia, en sentido tanto horizontal como vertical. De la antropología integral, que deriva de la Revelación y del ejercicio de la razón natural, dependen la fundación y el significado de los derechos y los deberes humanos, como nos ha recordado el beato Juan XXIII precisamente en la Pacem in terris (cf. n. 9). Los derechos y los deberes en efecto no tienen como único y exclusivo fundamento la conciencia social de los pueblos, sino que dependen primariamente de la ley moral natural, inscrita por Dios en la conciencia de cada persona, y por tanto, en última instancia, de la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad.
Aunque la defensa de los derechos haya hecho grandes progresos en nuestro tiempo, la cultura actual, caracterizada, entre otras cosas, por un individualismo utilitarista y un economicismo tecnocrático, tiende a subestimar a la persona. Esta es concebida como un ser «fluido», sin consistencia permanente. No obstante esté sumergido en una red infinita de relaciones y de comunicaciones, el hombre de hoy paradójicamente aparece a menudo como un ser aislado, porque es indiferente respecto a la relación constitutiva de su ser, que es la raíz de todas las demás relaciones, la relación con Dios. El hombre de hoy es considerado en clave prevalentemente biológica o como «capital humano», «recurso», parte de un engranaje productivo y financiero que lo supera. Si, por una parte, se sigue proclamando la dignidad de la persona, por otra, nuevas ideologías —como la hedonista y egoísta de los derechos sexuales y reproductivos o la de un capitalismo financiero desordenado que prevarica en la política y desestructura la economía real— contribuyen a considerar al trabajador dependiente y su trabajo como bienes «menores» y a minar los fundamentos naturales de la sociedad, especialmente la familia. En realidad, el ser humano, constitutivamente trascendente respecto a los demás seres y bienes terrenos, goza de un primado real que lo sitúa como responsable de sí mismo y de la creación. Concretamente, para el cristianismo, el trabajo es un bien fundamental para el hombre, en vista de su personalización, de su socialización, de la formación de una familia, de la aportación al bien común y a la paz. Precisamente por esto el objetivo del acceso al trabajo para todos es siempre prioritario, también en los períodos de recesión económica (cf. Caritas in veritate, 32).
De una nueva evangelización del ámbito social pueden derivar un nuevo humanismo y un renovado compromiso cultural y proyectivo. Ella ayuda a destronar los ídolos modernos, a sustituir el individualismo, el consumismo materialista y la tecnocracia con la cultura de la fraternidad y de la gratuidad, del amor solidario. Jesucristo resumió y perfeccionó los preceptos en un mandamiento nuevo: «Como yo os he amado, amos también unos a otros» (Jn 13, 34); aquí está el secreto de toda vida social plenamente humana y pacífica, así como de la renovación de la política y de las instituciones nacionales y mundiales. El beato Papa Juan XXIII motivó el compromiso por la construcción de una comunidad mundial, con su autoridad correspondiente, justamente partiendo del amor, y precisamente del amor por el bien común de la familia humana. Así leemos en la Pacem in terris: «Si se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco del bien común, y, por otra, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad pública, todos habrán de reconocer que entre ambos existe una imprescindible conexión. Porque el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad pública para promover el bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad pueda lograrlo efectivamente» (n. 136).
La Iglesia no tiene ciertamente la tarea de sugerir, desde el punto de vista jurídico y político, la configuración concreta de tal ordenamiento internacional, pero ofrece a quien tiene la responsabilidad los principios de reflexión, los criterios de juicio y las orientaciones prácticas que pueden garantizar su entramado antropológico y ético en torno al bien común (cf. Caritas in veritate, 67). En la reflexión, de cualquier manera, se ha de tener presente que no se debería imaginar un superpoder, concentrado en las manos de pocos, que dominaría a todos los pueblos, explotando a los más débiles, sino que toda autoridad debe entenderse, ante todo, como fuerza moral, facultad de influir según la razón (cf. Pacem in terris, 47), o sea, como autoridad participada, limitada por competencia y por el derecho.
Doy las gracias al Consejo pontificio Justicia y paz porque, junto con otras instituciones pontificias, se ha prefijado profundizar las orientaciones que ofrecí en la Caritas in veritate. Y esto ya sea mediante las reflexiones para una reforma del sistema financiero y monetario internacional, ya sea mediante la Plenaria de estos días y el Seminario internacional sobre la Pacem in terris del próximo año.
Que la Virgen María, que con fe y amor acogió en sí al Salvador para darlo al mundo, nos guíe en el anuncio y en el testimonio de la doctrina social de la Iglesia, para hacer más eficaz la nueva evangelización. Con este deseo, de buen grado imparto a cada uno de vosotros la bendición apostólica. Gracias.