El COVID-19 y la forma en que salgamos de esta pandemia va a suponer un cambio en la percepción de los avances tecnológicos, de su control y de su finalidad.
El filósofo, psicólogo y educador Ignacio Quintanilla Navarro, miembro del Comité de Expertos del Seminario Permanente La Huella Digital: ¿servidumbre o servicio? habla de las lecciones filosóficas y éticas que podrían derivarse de la presente crisis sanitaria.
P.- En su reflexión sobre Doctrina Social de la Iglesia católica (DSI) y filosofía de la tecnología, usted ha hecho referencia a dos corrientes cristianas distintas, ambas presentes con distinto énfasis en textos de la DSI: una “espiritualidad telúrica” y una “espiritualidad titánica”. ¿Podría caracterizar brevemente estas dos actitudes espirituales?
R.- Son corrientes cristianas en la medida en que son corrientes universales de espiritualidad humana. La primera – la telúrica - nos confronta con un orden de cosas ya dado, en nuestro alrededor y dentro de nosotros, que hay que descubrir, contemplar y asumir como norma de vida. Aquí lo sagrado mueve a la quietud y al respeto, a arraigar en lo que ya había antes que nosotros y habrá después. La segunda nos confronta con el anhelo de alcanzar un cielo nuevo y una tierra nueva, también de un nuevo ser humano y una nueva sociedad. Estamos aquí en una dinámica de transformación, de redención y de liberación. Son dos polos originarios de lo sagrado para el ser humano y los dos son – en mi opinión – imprescindibles. El sabbath y la pascua.
Muchas tradiciones religiosas están claramente determinadas por una de estas dos sensibilidades – generalmente la telúrica – pero siempre es posible encontrar en toda religión elementos de ambas. En mi opinión, el cristianismo tiende a la segunda, es una aventura de redención no consumada hasta el final de la historia. Pero tal vez, desde la modernidad, hayamos descuidado un poco la primera. La doctrina cristiana de la redención implica siempre a la naturaleza conjuntamente con el ser humano. El cuerpo humano es siempre naturaleza, no hay intimidad sin mundo ni alma sin Creación, ni siquiera en el cielo. Por eso la Biblia comienza por presentarnos la Creación y termina presentando otra Creación. Así que el cristianismo está obligado a desarrollar de manera más fecunda y luminosa esa bipolaridad de lo sagrado.
La aventura de un ecologismo cristiano es una aventura intelectual fascinante que implica, también, la aventura de una teología de la técnica, o si se prefiere de la poiesis. El cambio tecnológico toca de manera mucho más directa y esencial el misterio de la creación humana – y su analogía con la divina – que el trabajo como labor u oficio o que la creación artística. Así que la cuestión se concreta en la pregunta: ¿qué hay de lo sagrado en nuestra técnica?
La historia de los documentos de la Iglesia que de una u otra manera abordan estas cuestiones desde hace más de 100 años expresa perfectamente la tensión dinámica entre estos dos motivos. Y el contexto sociocultural de cada uno de estos documentos – ya sea la llegada del ser humano a la luna, ya la catástrofe de Fukushima – se refleja en el acento teológico y pastoral que subyace en los mismos.
P.- El desafío global que representa la pandemia del COVID-19 y las dificultades que nos encontramos en el control del virus – a pesar de la movilización potente de medios técnicos disponibles-, ¿tendrá influencia en la percepción social de los avances tecnológicos de la época digital?
R.- Sin duda la tendrá: pero todavía no disponemos de algunos elementos importantes para precisarlos. No es lo mismo hablar de un virus cuyo origen y acción hayan sido plenamente naturales que de un virus que haya sido fruto de la actividad humana en cualquiera de las numerosas gradaciones que admitiría esta expresión. Por lo que toca a lo digital. Parece claro que esta crisis supone un empuje definitivo hacia la digitalización del trabajo y la enseñanza. También vuelve a poner sobre la mesa la polémica recurrente acerca de si una sociedad con más ocio y menos productividad humana es, no solo deseable o posible, sino incluso económicamente más próspera y sostenible.
P.- La “espiritualidad titánica” ¿puede alimentar el uso de soluciones de control tecnológico que limiten la privacidad en favor de una mayor seguridad sanitaria?
R.- El dilema seguridad-privacidad es un dilema real y urgente. Uno de los grandes temas del siglo XXI. Sin embargo, apurado hasta el fondo me parece un falso dilema; una confusión. No hay un conflicto intrínseco entre privacidad y seguridad. En el contexto tecnológico en el que vivimos la privacidad no es lo que tenemos cuando el Estado no mete las narices en nuestras vidas, es lo que tenemos cuando el Estado impide que otros metan las narices en nuestras vidas.
Creo que en general no hemos reflexionado bastante sobre este punto y no lo estamos ni educando ni legislando bien. Que el Estado haga de iure y con garantías democráticamente establecidas cualquier cosa que una empresa o particular – Google o cualquier aplicación - puede hacer ya de facto es siempre bueno para el ciudadano.
Paradójicamente, la privacidad, como la libertad de pensamiento o de expresión, es un bien público, no solo privado. Y, sin embargo, la esencia de este bien público es, precisamente, que hay aspectos de las vidas de las personas que no se pueden hacer públicos. La privacidad no se tiene por naturaleza, como las orejas o los brazos, y se confisca por ley o por engaño. Es en sí misma un resultado de la norma y un efecto de la técnica. Moralmente hablando cada uno de nosotros es el creador y el guardián y de la privacidad de los demás. Legalmente hablando el Estado es el creador y el guardián de la privacidad de todos.
Preservar la privacidad del ciudadano va a ser – y es ya de hecho - una de las funciones constitutivas de un Estado, por encima incluso de acuñar moneda o defenderse de enemigos externos. Pero, salvado este principio, pienso que el empleo regulado, masivo y confidencial de información por parte del poder público para tomar decisiones generales es aceptable e inevitable. Lo importante es hacerlo bien.
P.- ¿Qué lecciones filosóficas podrían derivarse de la presente crisis sanitaria en lo que se refiere al control de la tecnología?
R.- Creo que las habrá y muy relevantes, pero también creo que es un poco pronto para fijar las fundamentales. Las buenas lecciones llevan su tiempo porque el tiempo es la pedagogía del ser. Sí parece que se perfilan ya algunas cosas. Una muy obvia es el cuestionamiento de la globalización. Pero otra muy importante es que estamos experimentando la importancia simultánea de la empresa y del Estado. La confrontación entre ambos se ha tensionado excesivamente en nuestro argumentario político y las fórmulas mixtas se están viendo reforzadas, eso es malo para posiciones ultraliberales y ultracolectivistas. Creo que se va a intensificar la revisión teórica del contrato social ilustrado que funda nuestras democracias. Vamos a vivir una redefinición de lo público y lo privado y la emergencia de un nuevo tema crucial: el de la gobernanza tecnológica global.
Pero hay una lección ética que me parece que se puede destacar ya. El ser humano no es el señor absoluto de su historia. En nuestras vidas sigue teniendo un peso importante lo fortuito, lo inevitable, lo azaroso, lo que no es culpa ni mérito de nadie. Es la tyche, de los griegos, la fortuna de los romanos o la providencia medieval. No todo es cuestión de mérito, talento o virtud y, a veces, lo más importante que nos pasa es gratuito o inmerecido. Una ética, una pedagogía, una teoría política que olvida que la fortuna – o la providencia - también rige las biografías humanas y la historia de los pueblos es errónea y muy peligrosa.