¡Cuida de la tierra y de todo lo que en ella existe! Hemos comenzado el verano y con él, muchos de vosotros, las vacaciones. Lo viviréis de formas diferentes: unos volviendo a vuestros pueblos de origen; otros, visitando lugares diferentes de España y el mundo; otros, por edad, enfermedad o por no tener posibilidades económicas, os quedaréis en Madrid. Muchos niños y jóvenes de nuestras parroquias, colegios u otras instituciones saldréis a pasar unos días disfrutando de la naturaleza. A todos os invito a disfrutar, contemplar y cuidar de nuestra casa común, que es esta tierra en la que habitamos. Es un tiempo para verificar cómo, sin darnos cuenta, nos han introducido en la vorágine de las compras y de los gastos, metiendo en nuestra vida un mecanismo consumista compulsivo. El Señor nos ofrece un tiempo para tomar conciencia de esta realidad y para salir de ella apostando por otro estilo de vida que tiene estos contenidos: reverencia a la vida; desarrollar la capacidad de salir hacia el otro; reconocerlo en su propio valor, y ver que tenemos que cuidar esta tierra para que sea habitable para los demás.
¿Cómo volver a recuperar esa alianza entre toda la humanidad y el ambiente? No basta sumar y sumar objetos y placeres para dar sentido al corazón humano. La crisis cultural y ecológica tiene que traducirse en un sistema educativo nuevo que cree nuevos hábitos que ayuden a recuperar ese equilibrio ecológico, que tiene varios niveles: el más interno, que es personal y propio; el que se manifiesta en la solidaridad con los demás; el que es, podríamos decir, natural con todos los seres vivos, y el de mayor hondura, que es el espiritual, que nos invita a encontrarnos con Dios. La realidad en la que vivimos nos interpela a todos los hombres, pero de una manera singular a quienes nos decimos discípulos misioneros de Jesucristo, a quienes creemos que todo ha sido creado para que los hombres, situados en el centro de la creación, disfrutemos de la misma, contemplemos su grandeza y sepamos leer lo que en ella está escrito, y que todos nosotros podemos descifrar por muy poco tiempo que dediquemos a contemplarla. Pero cuidemos esta tierra, esta casa común, que lo es de todos los hombres.
¿Cómo realizar ese cuidado sabiendo disfrutar de todo lo que Dios nos ha dado a los hombres? Estamos viendo cómo la realidad en la que vivimos experimenta grandes cambios que afectan a nuestras vidas. Estos cambios, a diferencia de los ocurridos en otros momentos de la historia, tienen un alcance global; por ello, hablamos de una manera espontánea de la globalización. ¡Qué maravilla esta casa común en la que, por los descubrimientos de la ciencia y de la tecnología, podemos llegar a todos! La globalización y estos descubrimientos científicos y tecnológicos ni son buenos ni malos. Somos nosotros los que los hacemos buenos o malos. Si los utilizamos para manipular la vida, para destruirla o servirnos de ellos a nuestro antojo, si las redes de comunicación que creamos son para destruir y no para construir a las personas, si los impactos de la globalización en áreas de la vida humana como la cultura, la economía, la política, las ciencias, la educación, el arte o la religión, son de manipulación que afectan a la dignidad del ser humano y a los derechos del hombre, entonces estaremos destruyendo la casa común que es nuestra tierra. Organicemos de tal manera los ámbitos educativos –la familia, la escuela, los medios de comunicación, la catequesis, etc.– que entreguen y presten atención a la belleza, que la amen, para así salir del pragmatismo y difundir un nuevo paradigma del ser humano, de la vida, de la sociedad, de las relaciones con la naturaleza.
En este sentido, los discípulos de Jesucristo tenemos que sentirnos interpelados y discernir los signos de los tiempos, de forma que nos situemos y nos pongamos al servicio del Reino que tan bellamente anuncia Jesús cuando nos dice que ha venido para que todos «tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10). El Señor ha venido para entregar la belleza. Él es la Belleza. Ahí están esas palabras del Papa Francisco, cuando nos dice que «solo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano». En este sentido, podemos decir que la conversión al cuidado de nuestra casa común o, como el Papa Francisco llama, la «conversión ecológica», requiere que asumamos estas realidades:
1. Espiritualidad. Volver a las raíces de la espiritualidad cristiana que ofrecen una bella aportación para renovar la humanidad: una espiritualidad que no está desconectada ni de nuestro cuerpo, ni de la naturaleza, ni de las realidades del mundo, pues sabemos vivir con ellas, entre ellas y en ellas, desde una comunión con todo lo que nos rodea. ¡Qué fuerza tiene reconocer que cada criatura refleja algo de Dios!
2. Conversión personal. Estamos llamados a una profunda conversión personal que logre eliminar los desiertos exteriores porque quitamos los interiores: dejemos que broten en nuestra vida todas las consecuencias que provoca el encuentro con Jesús, que entre otras y, esta es fundamental, nos llama siempre a ser protectores de la obra de Dios, de todo lo creado. Esto no es algo opcional. Es un imperativo que se engendra en el encuentro con Jesucristo. Es una conversión que alienta un estilo de vida profético y contemplativo, que goza profundamente y no se obsesiona con lo mucho, sabe que menos es más.
3. Conversión comunitaria o social. No basta la conversión personal, es necesaria la conversión comunitaria, que supone reconocer el mundo como un don recibido del amor de Dios: ello provoca actitudes de gratuidad y de renuncia, así como gestos generosos; la conciencia viva de no estar desconectados de los demás, de formar juntos una comunión universal. El amor a la sociedad y al compromiso por el bien común es una manera excepcional de vivir la caridad. De ahí que el amor social sea clave para el desarrollo. Y en esto, la Eucaristía que une el cielo y la tierra, que abraza y penetra todo lo creado, es esencial. Participar en la misma los domingos, descubrir el descanso semanal que nos introduce en ese descanso eterno del ser humano en Dios. La Eucaristía nos abre el corazón a vivir la comunión universal, donde nada ni nadie está excluido de esa fraternidad universal. Para comprender la realidad todo pasa por Cristo: «Todo fue creado por Él y para Él» (Col 1, 16).
Con gran afecto, os bendice,
Carlos Card. Osoro
Arzobispo de Madrid