La ideología de género es aquella que considera el sexo no como inherente al ser humano, sino como una construcción cultural de la que que hay que liberarse. Ser varón o mujer sería, según esta ideología, una especie de imposición de la sociedad, la familia o la cultura; y el género, por tanto, sería lo que uno decide ser por sí mismo, independientemente de lo dado por la propia naturaleza.
Este mes de febrero ha sido aprobada la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans. En su artículo 43 dice que toda persona mayor de 16 años de nacionalidad española podrá solicitar en el Registro Civil el cambio registral de su sexo sin que sea necesario para ello presentar informes médicos o psicológicos ni someterse a un proceso médico. Es decir, bastaría solo con la voluntad para cambiar el nombre en el DNI en un plazo de 3 meses. En el caso de los menores de 16 años (entre 14 y 16) se necesitará el permiso de los padres o tutores legales. Fernando Vidal, sociólogo, profesor de Psicología y Trabajo Social en la Universidad Pontificia Comillas y director la Cátedra Amoris Laetitia, se refiere a este relativismo como una forma de rebelarse contra el poder: se concibe el género “como una construcción del poder”, cuando en realidad “es el relato en torno a una categoría esencial básica que es el sexo de cada uno”. Y la respuesta frente a esa construcción es querer cambiarlo.
P.- ¿Qué efectos tiene en la sociedad y en el individuo el llamado relativismo de género?
P.- Para entender esto hay que remontarse a todo un proceso de frustración que tiene mucho que ver con lo sucedido durante el convulso siglo XX, marcado por esos llamados 4 jinetes de Apocalipsis: la crisis del 29, cuando se vio claro que al capital no le interesaba ni el orden ni la moral; el Gulag ruso y los campos de trabajo y tortura del totalitarismo comunista; el horror de Auschwitz y el nazismo; y las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.
Después de ese momento, hubo una necesidad y voluntad de cambios radicales: una revisión a fondo de la modernidad y de las máquinas que había montado la modernidad; una nueva visión sobre los trabajadores, las mujeres, los pobres, el matrimonio… Todo esto dio lugar a la elaboración de las Cartas de los Derechos Humanos y a una revisión de la gobernanza mundial y de los estándares de la dignidad humana a nivel universal. Una transformación que también se vivió dentro de la Iglesia, con la celebración del Concilio Vaticano II.
Frente a esos vientos de cambio, la Guerra Fría provocó una nueva frustración que llevó a unos años 70 con un carácter fuertemente amargo, nihilista y escéptico en los que se consideraba que solo el poder era el que cambiaba las cosas y que todo estaba construido por él. Se puede hablar de un ‘construccionismo’, que es lo que hemos heredado hoy de forma radical, además de una amargura que lleva a creer que las cosas son solamente de quien tiene el poder; y que cambiarlas, por lo tanto, depende de quienes tienen la titularidad de ese poder.
Eso, que nos ha ido desconectando de la realidad, ha dado lugar a unas tendencias muy peligrosas y a la arrogancia de considerar que todos los cambios, tanto los del planeta como los de nosotros mismos, dependen únicamente de la voluntad humana. Descontentos de la transformación del mundo, parece como si quisiéramos concentrarnos en la destrucción del propio yo. En este sentido, incluso el género es concebido como una expresión del poder, cuando en realidad es el relato en torno a una categoría esencial básica que es el sexo de cada uno. Por eso, más que de relativismo de género, habría que hablar de construccionismo de género.
Todo esto tiene consecuencias importantes. Como, por ejemplo, que acabamos viviendo en una sociedad ‘sobre egoizada’, centrada en las ideologías del yo; y en un autonomismo radical, que lleva a considerar que uno mismo es el único dueño de todo aquello que puede alcanzar, de la vida y de la muerte, de la identidad sexual, de la patria o de la cultura.
Este narcisismo, esta desconexión de la realidad y esta frustración derivan en esa autodestrucción e insatisfacción de sentir que estás en el cuerpo equivocado, en la especie equivocada y en el mundo equivocado.
P.- ¿Crees que desde el mundo católico no hemos sabido responder ante esas realidades?
R.- Creo que la respuesta ha venido muy determinada desde los planteamientos de la mayoría moral americana. Como dice el filósofo Massimo Borghesi, se ha hecho un planteamiento demasiado político e ideológico cuando esto requiere un análisis cultural de fondo. Para ello, necesitamos profundizar mucho más en una Antropología y Sociología que conecten mucho más con esos planteamientos de la Iglesia. Creo que la desconexión y la despreocupación hacia las Ciencias Sociales y Humanas y no cultivar la Sociología, la Antropología o la Filosofía nos han llevado a este desastre.
Por otra parte, creo que necesitamos promover de una forma más abierta la cuestión de género, especialmente en cuanto a lo masculino y lo femenino. Quizá nos hemos dejado llevar por patrones excesivamente fijos, que domesticaban y consagraban a la mujer al hogar y que tenían una visión del varón poco rica, centrado en el trabajo y la provisión. Han sido visiones poco ricas de lo masculino y lo femenino que nos han impedido soportar un cambio generacional. El Papa Francisco en Patris Corde, que amplía mucho la experiencia cristiana de la masculinidad, introduce un gran cambio, aunque nos queda mucho por hacer. Pero es verdad que, muchas de las cosas que planteamos desde el mundo cristiano, son contraculturales.
P.- ¿Cómo hacer atractiva la apuesta por la familia y el matrimonio en el contexto líquido que vivimos?
R.- En realidad, el momento actual que vivimos se parece mucho a lo que escribió Ulbrich Beck en El normal caos de amor, y es que en el corazón del ser humano anidan dos mandatos diferentes:
Por un lado, ese modelo económico neoliberal que ha hecho deshilacharse en nuestras sociedades el tejido comunitario y que ha provocado que, igual que en los contratos de consumo, tengamos una visión hacia los demás de descarte y de rotación. Dentro de esta dinámica, hacemos depender nuestra relación con el otro de una especie de capital emocional, de la pasión que nos aporte, de las experiencias que nos cubra, etc. Desde estos parámetros, nosotros hacemos cálculos para ver lo que ocurre y las relaciones acaban malográndose, porque, ante los retos que tiene la convivencia juntos, uno no cuenta con todas las fuerzas y energías que suministra el amor. Porque el amor las suministra a través del compromiso y, cuando uno no se entrega y se compromete a fondo, se acaba fracasando. En sentido contrario, cuando uno no pone condiciones, realmente el amor suscita las fuerzas, la energía y la sabiduría para poder superarlo.
Por otro lado, la sociedad está demandando, a la vez, otro modelo, que es el del amor permanente, el amor para toda la vida, ese que nos permita tocar el cielo. Y esa es la clave de la vida ahora: no tanto vivir muchos años, sino alcanzar la cima del amor. Un deseo que se contradice con lo anterior, por lo que nos encontramos ante ese drama de tener que elegir entre una corriente que está dando forma a nuestro mundo o una distancia contracultural que es la del amor incondicional.
El problema es que hay instituciones que han transmitido el amor y el compromiso como algo muy pegado al sistema, de tal modo que ha acabado generando rechazo. Por eso, necesitamos ver el compromiso, no como transmisor de una serie de códigos sistémicos, sino como creador de la sociedad de los cuidados, como la fuente de la que surge la societalidad. Esto es una visión completamente contracultural del matrimonio.
Sandra Várez
Directora de Comunicación de la Fundación Pablo VI