Una Iglesia más evangélica, con más presencia de laicos y con la mirada puesta en las periferias…. A estas alturas del Pontificado de Francisco no es difícil saber cómo es el modelo de Iglesia que debe encarar los desafíos del siglo XXI: una Iglesia para los pobres, más abierta y con una estructura más horizontal y participativa. Pero lo que no es tan sencillo es cómo poner en marcha los cambios que ese nuevo modelo exige.
Desde hace tres años el Grupo Iberoamericano de Teología reúne a teólogos y pastoralistas de América Latina, España y comunidades latinas de Norteamérica con el propósito de reflexionar y diseñar propuestas que ayuden en este proceso de reformas iniciado por el Papa Francisco. Con un referente muy claro, el modelo iniciado con Concilio Vaticano II, que hoy vive una nueva etapa en su recepción. No es casualidad que sus fundadores hayan elegido la Fundación Pablo VI para realizar el I Seminario Internacional sobre Sinodalidad en España, en el que han participado una veintenta de teólogos, pastoralistas y canonistas de las facultades de Teología más importantes de España y América (Universidad Eclesiástica San Dámaso, Universidad Pontificia Comillas, el Instituto de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca, la Universidad de Navarra, la Pontificia Universidad Católica Argentina; la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma; la de Pernambuco en Brasil; la Universidad Católica Andrés Bello, de Venezuela; o la Universidad Alberto Hurtado de Chile. De estas dos últimas proceden los teólogos impulsores del Grupo Iberoamericano de Teología, Rafael Luciani, laico, y Carlos Schickendantz, sacerdote. Ambos son conscientes de que para avanzar en estas reformas impulsadas por el Papa tiene que haber un cambio radical de estructura, no solo de mentalidades, y que este proceso tiene que ir más allá del Pontificado de Francisco.
—¿Cuáles son las reformas que consideran más urgentes en este momento?
—Carlos Schickendantz: No hay una reforma más urgente que otra, sino que se trata de un conjunto de pasos y medidas que hay que tomar, de forma compleja, pero estructurada, y que afectarían a los diferentes niveles de la Iglesia: las Conferencias Episcopales, la participación del laicado, la incorporación de mujeres, un mejor funcionamiento de organismos diocesanos y laicales donde se escuche más la voz del pueblo de Dios, la reforma de la curia, la reforma del Papado o avanzar en el camino ecuménico. Afecta a un amplio abanico de aspectos, que van desde las estructuras a las actitudes, con una reforma interior y espiritual.
—Rafael Luciani: Hay una necesidad de volver a las fuentes, aunque pueda sonar muy obvio: recuperar la costumbre en parroquias y comunidades de la lectura cotidiana del Evangelio como discernimiento para la vida; leer los textos conciliares para ayudar a eliminar los prejuicios hacia ellos, elaborados desde determinadas líneas ideológicas dentro de la Iglesia; y regresar a las comunidades para recuperar el vínculo con las personas. Una a conversión pastoral es la base para una reforma estructural.
—¿Por qué es necesario volver permanentemente a recordar la importancia del Vaticano II?
—RL: Una de las mejores aportaciones del Concilio Vaticano II es, como hemos visto estos días, la Teología del Pueblo de Dios, que es justamente lo que más problemas presenta en su recepción. ¿Por qué? Significa que, desde el laico hasta el Papa, todos estamos en un mismo nivel horizontal y de reciprocidad, que no hay nadie arriba o abajo y que hay que trabajar en conjunto. Eso implica una línea de eclesiología, una espiritualidad, unas actitudes y un modo de ser Iglesia difícil de encajar. Los Padres conciliares lo definieron ya como «jerarcolismo», «jerarcología» o «papolatría»: la tentación de absolutizar algo que tiene que ser un servicio, un ministerio o una función dentro de la Iglesia. Desde mi punto de vista, ésa es la recepción que ha fallado y que estamos aún en proceso de aceptar.
—Una de las líneas de trabajo de los grupos de reflexión que habéis abordado también en este Seminario Internacional sobre Sinodalidad, está centrada en el análisis de cómo se ha gestionado la crisis de los abusos dentro de la Iglesia. Tras la experiencia de Irlanda, EEUU, Australia o Alemania y como teólogo en Chile, uno de los países donde la Iglesia ha perdido más credibilidad por este asunto, usted apunta a dos factores determinantes en esta crisis: el clericalismo y el abuso de poder…
—CS: No hay duda de que el abuso de menores es un tema que no atañe solamente a la Iglesia católica y que, por tanto, estamos tomando, en general, cada vez más conciencia. UNICEF calcula que 1 de cada 10 niños y niñas en el mundo sufre abuso sexual. Es un número muy alto. En ese contexto tan amplio, hay que preguntarse por los factores específicos que han favorecido tanto los abusos en el seno de la Iglesia católica, como su encubrimiento, y ver cuáles son nuestras tareas. Existen múltiples diagnósticos, incluso dentro de la Iglesia. No faltan quienes le adjudican a la homosexualidad un rol preponderante. Pero estudios hechos en Canadá, Alemania, Irlanda o EEUU, por citar los principales, ponen de relieve varios factores que, combinados, han colaborado a este proceso de producción de víctimas y de mal acompañamiento. El informe australiano, por ejemplo, subraya uno entre esos factores, que es el clericalismo o el abuso de poder dentro de la Iglesia. Ese análisis conlleva una reforma profunda que, en el fondo, ya estaba planteada por el Concilio: repensar los ministerios ordenados al interior del Pueblo de Dios. Una tarea que en buena medida coincide con la agenda de reformas que ya teníamos pendiente y que debíamos concretar independientemente de estos abusos.
—¿Se debería haber contado más con los laicos para gestionar esta crisis? Sobre todo, en lo que se refiere a la recepción y el acompañamiento de las víctimas…
—CS: Sin duda y, sobre todo, laicos con dos características: por una parte, personas independientes de las autoridades de la Iglesias y, por otra, expertas. Esas dos cosas son imprescindibles, porque estamos frente a un fenómeno extremadamente complejo al que ningún obispo ni provincial religioso está en condiciones de responder adecuadamente. Es necesaria la ayuda especializada e independiente de otros y otras. Y, por supuesto, de laicos del ámbito del Derecho, la Psiquiatría, la Medicina, o la Comunicación. Si hubiéramos tenido más participación laical, como dicen los propios informes, la situación se hubiera podido afrontar de mejor manera.
—RL: Me gustaría añadir que no solamente hay que hablar de niños, porque este abuso sistémico de poder se da a todos los niveles. Tenemos ahora la oportunidad de revisar los tipos de relaciones que se dan en todos los niveles eclesiales. De otro modo, en un par de años, volveremos a tener el mismo problema.
—La cumbre de los abusos sexuales que se celebró en febrero en el Vaticano fue recibida con grandes expectativas, que se tornaron después en decepción. ¿Por qué esa insatisfacción? ¿Qué se esperaba?
—CS: Es verdad que había probablemente excesivas expectativas en los resultados de esa cumbre, como dijo el propio Papa Francisco en un viaje internacional. Por otro lado, gran parte de lo que allí se habló no se ha dado a conocer, así que tampoco tenemos demasiada información para juzgar su desarrollo. En ese sentido es comprensible la insatisfacción que produjo el no ver medidas inmediatas, que, por otra parte, no eran fácilmente posibles. Yo creo que el Papa apuntó más a una cierta conversación en la Iglesia para sensibilizar a todos los episcopados, porque una de las cosas que constatan quienes trabajan en esto es que no en todas las Iglesias se ha tomado conciencia ni se está trabajando a la misma velocidad. Es muy distinto lo que se está haciendo en EEUU, Irlanda o Australia, donde ya se ha avanzado a mucho, a otros países en los que aún se ha comenzado a trabajar. Tampoco agradó el texto final de Francisco por varios motivos: al subrayar que esto era un problema global parece que absolvía a la Iglesia y al hablar del demonio daba la sensación de eludir las responsabilidades propias.
—¿Ha sido malinterpretada la carta de Benedicto XVI sobre el Concilio Vaticano II y los abusos?
—CS: Algunos han dudado de su autoría. Pero quien ha leído a Ratzinger sabe que los temas que aparecen en esa carta son los suyos, aunque quizá con menos belleza que los textos anteriores. Lo que llama la atención es la forma en la que eso se ha publicado. Estaba originariamente pensada para un pequeño diario en Alemania y resulta que se publicó simultáneamente en inglés en determinados órganos de difusión y en español una semana antes, así que también ahí ha habido algo extraño. Lo que se puede decir es que el diagnóstico de Benedicto XVI es distinto al de Francisco y el que vea otra cosa es que sencillamente está mirando para otro lado. Francisco ha centrado el tema más en el clericalismo, cosa que en la perspectiva de Benedicto XVI está completamente excluido, y se centra más en cómo la Teología Moral fue completamente laxa en los años 60. Insisto en que un mejor conocimiento de los textos internacionales que se han elaborado sobre el asunto, ayudarán a tener una opinión más informada y más adecuada.
—Han reclamado también como eje fundamental de ese cambio estructural «menos Catecismo y más Evangelio»: volver a las raíces y hablar más de pobreza, de inmigración, de encuentro con otras religiones, de perdón o de reconciliación. ¿Le falta más fidelidad al Evangelio a la Iglesia y a los católicos hoy?
—RL: Es muy clarificador cuando el Papa les dijo a los medios, recién electo, que él soñaba con una Iglesia pobre y para los pobres. La primera parte se refiere a las estructuras: una Iglesia pobre ella toda, en sus estilos, en sus formas de presentarse, de vivir, de organizarse. Y la segunda, para los pobres, es decir, hacia dónde dirigimos la misión: los pobres, los migrantes, los conflictos, las guerras o la desigualdad. Para Francisco una Iglesia que sale de sí significa cambiar su forma de relacionarse con el mundo y de transmitir la fe. Regresar a los Evangelios no es una frase ingenua, sino todo un programa y toda una opción de la institución y de las personas que hacemos vida en ella. Implica una conversión desde el Evangelio, con un discernimiento que vaya hacia la realidad del otro. Aquello que el Papa llama las periferias.
—Su trabajo de reflexión como Iglesia en América Latina lo han compartido aquí en España con una Iglesia que tiene una realidad diferente en este momento y que se vive en mayor o menor medida en toda Europa: relativismo, falta de vocaciones, templos cada vez más vacíos y llenos de ancianos y desconfianza general en las instituciones, entre ellas la Iglesia. ¿Cómo adaptar las reformas a realidades tan dispares?
—RL: Desde mi experiencia con personas que se han ido de la Iglesia, cuando uno les pregunta por qué, la respuesta no es porque rechazan el mensaje del Evangelio o han perdido el amor por Jesús, sino porque no sienten el espíritu fraterno o de familia dentro de la comunidad. Ahí hay un fuerte cuestionamiento porque lo que se dice, simplemente, es que esa persona se ha ido o no fue más a la Iglesia, sin ir más allá. Y eso es terrible. Porque no nos estamos dando cuenta de que no se van, sino que los estamos echando nosotros con nuestras actitudes. Estamos haciendo que se vayan porque no comunicamos esa fraternidad. Entonces, el discurso es distinto. No es pensar que la gente se va, sino analizar que hay algo que estamos haciendo que provoca que se marchen. Como ejemplo, la experiencia de una familia que se mudó a un país fuera de América Latina. Empezaron sintiéndose totalmente extraños en la comunidad parroquial que les pertenecía hasta que llegó un momento en que dejaron de ir. Cuando empiezas a preguntar y discernir con esa persona, te das cuenta de que el ambiente que vivían en las comunidades de sus países de origen era lo que creaba esa atmósfera de fraternidad. Cuando se mudan a otro país donde la Iglesia ofrece solamente el rito, como si se tratara del menú de un restaurante: la catequesis, la misa, el movimiento, pero no un espíritu de comunidad, entonces la persona no siente que vaya a crecer ahí ni encontrar algo que le dé vida. Esta situación se da en todas partes, por eso hay que empezar a crear un ambiente. En España, como país latino, ya existía ese espíritu comunitario que no se da en otros países. Por eso la pregunta es ¿cómo recuperamos algo que es parte de la raíz sociocultural? ¿Cómo unimos esos valores y esas tradiciones que son los elementos socioculturales con la manera en que la Iglesia tiene de reconectarse con las personas?