Hace dos siglos, el hombre ya se reveló contra una máquina. La primera revolución industrial, aquella que supuso la introducción de maquinaria para reducir el esfuerzo físico de los trabajadores y para producir a gran escala, nació como una oportunidad para eliminar una parte del trabajo más pesado, sobre todo en el ámbito agrícola y textil; las industrias empezaron a producir más en menos tiempo y con menos gasto; y los excedentes de producción agrícola trajeron consigo una mejora de la alimentación, un descenso de la mortalidad infantil y, por tanto, un aumento de la esperanza de vida.
Sin embargo, estos avances tecnológicos y económicos no produjeron una mejora inmediata de las condiciones de vida de los trabajadores. La disminución de la necesidad de mano de obra impuso salarios más bajos. La concentración de las industrias en las zonas urbanas llevó a las familias a vivir hacinadas en malas condiciones, y muchas se vieron obligadas a enviar a los niños a trabajar en las fábricas para aumentar los ingresos.
Sin asociaciones de trabajadores ni leyes laborales que pudieran defender sus derechos, la respuesta de muchos obreros fue proceder a la destrucción de las máquinas. Surge así el llamado movimiento ludita, que supuso la aniquilación violenta de la maquinaria agrícola e industrial por considerarla responsable de paro y de los bajos salarios. Un fenómeno que es el germen del movimiento obrero, de la lucha de clases y de un cambio de paradigma en todo lo relativo a los derechos laborales y la dignidad de los trabajadores.
Un proceso disruptivo que la Iglesia quiso acompañar con el desarrollo de todo un pensamiento intelectual y pastoral, que tuvo como colofón, a finales del siglo XIX, la publicación por el papa León XIII de la Rerum Novarum, la base de la doctrina social de la Iglesia.
¿Una encíclica para la era digital?
Dos siglos después, en un mundo sumido en la cuarta revolución industrial, son muchos los que reclaman una encíclica sobre la digitalización. Porque en esta nueva era de cambios y avances vertiginosos, el poder de la máquina va mucho más allá de la sustitución del trabajo físico, asumiendo todas aquellas tareas para las que antes necesitábamos pensar. La tecnología basada en la inteligencia artificial realiza cada vez más, en múltiples campos, no solo el trabajo intelectual, sino la tarea de juicio y deliberación que solo el ser humano, desde su base crítica y moral, podía hasta ahora llevar a cabo. El derecho, la medicina, el periodismo o la creación literaria son algunos de los ámbitos donde los algoritmos asumen el trabajo neuronal, mediante un sistema basado en el entrenamiento de máquinas.
La última y más revolucionaria tecnología, con ChatGPT, primero, y GPT-4, después ha puesto en jaque a educadores, juristas, políticos e instituciones. Se trata de un software capaz de entender y generar lenguaje natural, superando con nota exámenes escolares de acceso universitario o profesional; de pintar cuadros al estilo de Rembrandt, inventar caras y hasta crear un discurso a partir de una frase. Ya hay estudios concretos de los propios creadores de estas tecnologías que señalan los puestos de trabajo que quedarían comprometidos con ellas (hasta un 80 por ciento en los próximos años). Y, curiosamente, a diferencia de lo que ocurrió en la primera revolución industrial, no son las tareas físicas y rutinarias o las más repetitivas las afectadas, sino aquellas basadas en el trabajo intelectual o que requieren habilidades con el lenguaje.
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