CARITAS IN VERITATE (Guía de Lectura)
0. Índice temático de la Caritas in Veritate
- Los grandes conceptos: caridad, verdad, libertad y desarrollo integral de la persona. Véase los números: 1, 2, 3, 5, 9, 10, 77 y 78.
- La teología de la Trinidad y de la Caridad. Véase los números, 2, 5, 8, 38 y 54. La verdad cristiana, en los números 4, 52, 78 y 79. La Antropología cristiana, en los números 16, 18, 19, 29, 42, 47, 48, 53, 55, 68, 75, 76, 77, 78 y 79.
- La Doctrina Social de la Iglesia, ámbito preciso de la CIV, en los números 2, 5, 6, 10, 11, 12, 15, 31, 35, 36 y 56. Y sus categorías, caridad-justicia y bien común, en los números 6, 7, 15.
- Fe y razón en la configuración de la moral de la vida pública. El papel de la Iglesia, en los números, 2, 3, 4, 19, 51, 53, 55, 56, 59, 68, 74, 75 y 76.
- El desarrollo humano en la Populorum progressio, números 10-20.
- El desarrollo humano y sus problemas, hoy, en el contexto socio-cultural de esta “globalización” (el hambre, la empresa, la ayuda al desarrollo, las migraciones, el trabajo, las finanzas, el sentido espiritual de la vida), en los números 21, 22, 23, 27, 33, 42, 43, 46, 47, 57, 58, 60, 62, 63, 65, 67, 76 y 77.
- Sobre la tecnocracia como ideología y su valoración ética, en los números 15, 21, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 37, 40, 51, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75 y 77.
- Ética de la vida (bioética) y ética social, en los números 15, 16, 44, 51, 74, 75 y 76.
- Sobre el desarrollo y el respeto de la vida y los derechos humanos en su conjunto, en los números 28, 43, 44, 45, 50, 51, 61, 63, 64 y 68.
- Economía y política: el papel del Estado, el mercado y la sociedad civil, en los números 24, 25, 35, 36, 37, 38, 41, 42, 57 y 67.
- Economía y empresa con responsabilidad económica y social, en los números, 36, 37, 38, 39, 40, 41 y 46.
- Desarrollo humano y respeto de la naturaleza, en los números 48, 49, 50 y 51.
- Desarrollo humano, cultura y diversidad cultural, en los números, 26, 47, 51, 55 y 59.
I. Introducción
Concluye la encíclica Caritas in Veritate[1] que hoy la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica (n 75). Pues bien, una antropología integral, y por ende religioso-cristiana, es el quicio del desarrollo personal y social auténtico en la CIV. He aquí el motivo central de la encíclica, y el hilo conductor que sostiene todos los argumentos y respuestas. Las respuestas son sociales, morales, culturales y espirituales, pero todas ellas, todas, se articulan alrededor de un concepto de persona referido a Dios. Este conocimiento de quién es el ser humano, en su identidad más radical, a la luz de la razón y de la fe, es en CIV el único capaz de salvarlo de un desarrollo falso y plagado de abusos, como individuo y como humanidad. Sólo en referencia a su origen y destino en Dios, el ser humano se descubre como hijo del don y realizado en la donación; sólo en Dios, la conciencia innata que nos hace reconocer la verdad del ser en cada uno, en los otros y en toda la realidad creada, adquiere raíces que la nutren por siempre. Las culturas, los sistemas sociales, las leyes, las asociaciones y las familias que no atiendan a esta matriz moral, espiritual y religiosa de la condición humana, se desvían, más pronto que tarde, de un desarrollo digno del ser humano. Nuestro tiempo, el de la globalización desorientada y crisis general, es un ejemplo meridiano de este fracaso.
Tales son las la tesis de la encíclica, y a partir de aquí, o con esto en su seno, va desarrollándose todo el conjunto. Se podría decir, así, que la encíclica es como un remolino que lo va absorbiendo todo en su movimiento, siempre en torno al vector antropológico y teológico. Al calor de la Teología de la Trinidad, el pensamiento “social” se concreta en una Teología de la Caridad y, al cabo, en el concepto cristiano de persona, con todas sus repercusiones éticos-sociales. Tienen razón, en este sentido, quienes advierten del tenor profundamente deductivo de la encíclica, que partiendo de los principios va recordando ciertos peligros y excesos en este o aquel ámbito social. Más que analizar y discernir, lo que hace es motivar teológica y éticamente los grandes valores de una civilización verdaderamente humana y, desde ahí, iluminar sombras, peligros y equívocos. Volveremos sobre esta metodología. Siguiendo esa lógica, la encíclica asume que cualquiera que haga un planteamiento correcto y equilibrado entre la fe y la razón (nn 56, 59, 68, 74-76), como vías de conocimiento humano, dará con una síntesis antropológica semejante a la que aquí se postula: la que reconoce la dimensión natural y sobrenatural de la historia y de la vida. Por el contrario, quien no consiga una síntesis análoga, y lo será por silencio de la dimensión sobrenatural de la vida, merece respeto, por supuesto, pero no tiene ninguna oportunidad de llevar a buen puerto el desarrollo humano, “el de la persona y el de la humanidad como familia común”; fracasará en cuanto a los derechos humanos, la economía o la política, la técnica y la comunicación, y hasta sobre el del sentido de la vida y la espiritualidad.
A partir de aquí, la encíclica se adentra en la cuestión del desarrollo integral del ser humano y de los pueblos, primero en la PPde Pablo VI (nn 10-20), y, a continuación, en los nuevos rasgos y retos que presenta ese desarrollo, en los contextos sociales del siglo XXI (nn 21-33). Se trata de la globalización propiamente dicha (nn 42, 57, 67) y, en ella, lo más decisivo para la persona: el hambre (nn 27, 33, 43); las migraciones (n 62); el trabajo y sus condiciones (n 63); la empresa “social” (nn 46-47); la AOD (ayuda oficial al desarrollo), (nn 58 y 60); la economía financiera (n 65); la desazón sicológica; y la búsqueda espiritual que una vida plena reclama (nn 76-77).
II. Los núcleos temáticos de la encíclica
Esos aspectos recién citados del desarrollo humano en la actualidad, tiempo de “la globalización”, están acompañados por otros que han recibido, a mi juicio, un tratamiento más intenso en la CIV; siempre en la misma línea, guardando la debida coherencia, pero alcanzando una presencia más viva, ahí están con peso propio. Tales son los que ahora presento, con los números concretos en que puede trabajarse su síntesis.
2.1. Uno muy sustantivo es el que podemos titular como “sustitución de la ética por la ideología tecnocrática”. Lo desarrolla el número 70, pero atraviesa todo el texto de la encíclica. En su tesis más decisiva, se refiere a que la técnica tiene un rostro ambiguo. Cuando en ella sólo vale el cómo, y la libertad se entiende bajo el principio de que “si se puede y es útil, está bien”, entonces se convierte en una ideología. Es fácil que se convierta en la ideología más propia de la globalización contemporánea. Pareciendo que las ideologías “clásicas” han quedado superadas, se instaura ésta, cerrada a preguntas por el ser de las cosas y la verdad de la realidad. Cabría decirlo así: “¡Es el ser humano y su responsabilidad moral, estúpidos!” Este tecnocratismo ideológico, decía, atraviesa toda la encíclica y tal puede rastrearse en los nn 15, 21, 29, 30-34, 37, 40, 51 y 69-77. En cada uno de ellos, con temas como la paz, el desarrollo, los medios, la bioética y las crisis sicológicas del sujeto actual, se está reflexionando desde la clave del tecnocratismo como ideología amoral (e inmoral).
2.2. Otro ámbito que en la encíclica adquiere palmaria importancia es el trato digno debido a la vida humana, en todos los momentos de su evolución, como vector constituyente del desarrollo en cuanto tal.
A) No es la primera vez, pero la ética social cristiana deberá acostumbrarse a partir de esta encíclica a reconocer entre sus competencias temáticas, todo los relativo a la bioética o ética de la vida (n 15). Es cierto que este número se refiere también a la promoción humana (“liberación”, dice), como aprecio de la vida histórica y política de cada ser humano, pero la CIVtiene en su punto de mira, mucho más directamente, la vida en cuanto estructura manipulable por la biotecnología, pues “es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima expresión” (n 75); lo que unido a “la plaga difusa, trágica, del aborto”, y la extensión de “una mens eutanásica”, genera una cultura de indiferencia ante la degradación de lo humano, ignorante de la ley natural. En el futuro, -repito-, la ética social cristiana tendrá que reconocer más claramente la pregunta por “la moralización” de los contextos, ya lo hacía, y de los procesos precisos que plantea todo el variado mundo de “la ética de la vida o bioética”. Podría rastrearse esta perspectiva de la encíclica en los nn 15-16, 44, 51 y 74-76, principalmente.
B) Ahora sí, esta cuestión de la vida tiene la cara clásica que la DSI, en cuanto ética social, reconocía inmediatamente en ella. Yo la titularía como “la relación del desarrollo humano con el respeto a la persona”, comenzando por su vida, y los demás derechos y deberes que expresan su dignidad incondicional. Presente en toda la encíclica, me parece que es el número 28 el que recoge un planteamiento que continuará en los nn 43-45, 50-51, 61, 63-64 y 68. La idea central parte del “hallazgo” de que “la acogida de la vida”, sobre todo donde se ve impedida de diversas formas, hay que entenderla como un asunto dentro “del concepto de pobreza y de subdesarrollo” (n 28), ampliando así esas categorías y nuestra mente.
C) Con esta entrada, el tema deriva hacia la problemática de los derechos humanos en todos los ámbitos del desarrollo y para todas las personas. Pero, otra vez, el aspecto que reaparece es el referido al marco antropológico y ético en que se insertan, su relación con los deberes humanos y, lo que la encíclica llama, “exacerbación de los derechos” (n 43), hasta reivindicar “lo superfluo… la trasgresión y el vicio”, en las sociedades opulentas; una actitud, -añade-, que ofende más si la comparamos con las carencias básicas que padecen “ciertas regiones del mundo subdesarrollado” (sic) y la periferia de las grandes ciudades. Continuamente, por tanto, la cuestión de la vida, como realidad particular de cada sujeto, y no sólo como estructura social justa en la que vivir, adquiere esa primacía que la última DSI está presentando como el mal por antonomasia de la cultura “rica”, o, en muchos sentidos, verdadera “cultura de la muerte”.
2.3. Esta “vida”, con las insistencias dichas, se abre en la encíclica CIV, a la dimensión de la comunidad de vida de todo lo creado, según mi lenguaje, o, en el suyo, el respeto del “medio ambiente natural”, o el respeto de la naturaleza como condición de un desarrollo integral. Los número 48-51, permiten entrever esta perspectiva de “la caridad en la verdad”. Obra de la acción creadora de Dios, también la naturaleza “es expresión de un proyecto de amor y de verdad”; también ella, por tanto, es “una vocación” (n 48), un don con la estructura natural que su Creador ha inscrito en ella, como “gramática”, para un uso inteligente y coherente. Y entre todos los criterios, la solidaridad y la justicia de los pueblos hoy presentes en la historia, e intergeneracional, porque es de justicia compartir recursos, costes y consumos, y revisar los estilos de vida (n 51). Lo cual se traduce en una “ecología medioambiental” que tiene a su base esa “ecología humana” que preserva la vida en su conjunto, y de cada unos de los seres humanos.
2.4. Este planteamiento “ecológico” de la encíclica, el que concluye con una reivindicación de la “ecología humana”, reclama que éste es el quicio de una “cultura” capaz de sostener un desarrollo integral. Estamos en otro ámbito destacado por la encíclica y que podemos llamar “desarrollo y cultura”, o “cultura humana y culturas”. Propongo que se extraigan conclusiones siguiendo los números 26, 47, 51, 55 y 59. Y otra vez el texto se pronuncia por la “naturaleza humana” y “la ley moral universal” (n 59) como el valor que salvará el diálogo intercultural de todo relativismo equívoco, y a la cultura en cuanto tal, como factor que modela justamente la convivencia humana (n 51); y entre todas ellas, con claridad meridiana, la aportación del cristianismo (nn 55 y 59).
2.5. El último ámbito que ahora consideramos, siempre en esta especie de guía de lectura de la CIV, es el estrictamente económico. Parecería que en una encíclica social, en plena globalización economicista y crisis del modelo social, la dimensión económica habría de ser casi única. Pero, no, como decíamos al principio, ésta es una encíclica social, cierto, pero es, ante todo, una presentación de la “cuestión social” de la DSI como “cuestión antropológica y teológica y, subsiguientemente, ética y técnica”.
A) Lo cierto es que la dimensión económica de la realidad social de nuestros días, año 2009, está muy presente. Por un lado, bajo el prisma de “la empresa”, y la problemática de su responsabilidad económica y social al impulsar el desarrollo. Los números 36-41 y 46, dan cuenta de este objeto de reflexión. Siempre la empresa, junto al trabajo y el mercado, retuvo la atención de la DSI. La novedad de la CIV ha de venir por su atención a las realizaciones diversas que admite “la empresa” y por el equilibrio entre ellas que debería primarse en el futuro del desarrollo humano. En concreto, la lógica conmutativa del mercado y la lógica redistributiva de la política pueden y deben completarse con la lógica del don, en propuestas empresariales que “sin renunciar a producir valor económico”, y por tanto logrando beneficios y siendo competitivas en el mercado, se guían primero por la solidaridad (n 37), o la gratuidad y fraternidad (n 38), sean sus fines mutualista o directamente sociales (n 38). En ellas, además del binomio Estado-Mercado, se recrea la sociabilidad, el don, y la creatividad de la sociedad civil (n 46). La vida de la empresa, además, se caracteriza hoy por su horizonte social, es decir, por “la responsabilidad social” que le compete (n 40), incluida la comunidad de referencia, frente a deslocalizaciones, inversiones especulativas y daños a la vida comunitaria.
B) Y la dimensión económica de la realidad social de nuestros días, en el 2009, también está presente en la perspectiva de la política, el mercado y la sociedad civil, ante las nuevas circunstancias de la globalización y sus crisis. Yo recomendaría seguir esta reflexión a través de los números 24-25, 35-38, 41-42, 57 y 67.
En línea con la máxima, “demasiado grandes para lo local, y demasiado pequeños para lo global”, la encíclica se asoma al papel del Estado en los nuevos procesos sociales de la globalización y postula, ¡oh, sorpresa!, la revalorización de sus funciones y de su poder (n 24). Mejor nutridos, eso sí, de la participación democrática de la sociedad civil y del peso cualificado de las organizaciones sindicales (n 25), han de cuidar su primer objetivo moral, además de económico, el bien común (n 36); sólo así el mercado evitará la irresponsabilidad moral de los hombres que lo pervierten (n 36); “por eso”, -concluye-, “ no se deben hacer reproches al medio o instrumento, sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social” (n 36)[2]. Ese nuevo papel del Estado y de la sociedad civil, en una de las mayores concreciones de la encíclica, si no la que más, debe articularse con “una autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, (como) uno de los cauces privilegiados para poder orientar la globalización económica y, también, el modo de evitar que ésta mine de hecho los fundamentos de la democracia” (n 41). Su criterio, éste, “la unidad de la familia humana”, como corresponde a nuestra humanidad, que es “relacionalidad, comunión y participación” constitutivas (n 42), y al proyecto divino para “los humanos” de “vivir como una familia” (n 57). Y su forma, “una autoridad… para el bien común global… organizada de modo subsidiario y con división de poderes” (n 57), a partir de la ONU y del “sistema” financiero internacional; por supuesto, reformados ambos en clave de servicio al mundo como “familia de naciones” solidarias y justas entre sí” (n 67), y con la forma de “una verdadera Autoridad política mundial… regulada por el derecho… (que) deberá estar reconocida por todos, (y) gozar de poder efectivo… un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización (en línea con lo) ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas” (n 67).
A mi juicio, estos serían los núcleos temáticos más destacados en la encíclica CIV, en cuanto enseñanza social para la globalización económica y su crisis contemporánea.
III. Motivos hermenéuticos que en la CIV merecen consideración propia
Pero como he repetido varias veces, sobre todo en la introducción, el hecho de que la encíclica se plantee “la cuestión social como cuestión antropológica y teológica”, hace que desarrolle varios motivos hermenéuticos que merecen consideración propia. Por tales tengo varios temas que, a continuación, presento de manera elemental.
3.1. En primer lugar, los conceptos o categorías que sostienen la encíclica desde el título y que, luego, la recorren en las más diversas “denominaciones”, pero invariables en su intención formal y hermenéutica. Tales son los conceptos caridad, verdad, libertad y desarrollo humano. Pienso que siguiendo los números 1-3, 5, 9-10 y 77-78, se conseguiría una buena idea de su importancia en el conjunto. La Caridad y la Verdad absolutas son la identidad de Dios (n 1). Todo en Él es relación y donación de Amor en la Verdad. Primero en Jesucristo, después en cada ser humano y, al cabo, en toda la Creación. Realizar la Caridad en la Verdad, lo que nos constituye en última instancia como personas, es el desarrollo integral del ser humano (n 9), en libertad digna y responsable, como individuos (micorrelaciones) y como sociedad (política) (n 3). La fidelidad a la verdad por la caridad es la única garantía de nuestra libertad y de un desarrollo humano integral (n 9), un desarrollo que acoja, desde luego, nuestra apertura a la trascendencia (n 77).
3.2. En segundo lugar, junto a los conceptos fundamentales, la base teológica del proyecto ético-social de la encíclica. De hecho, su primer contenido, transversal a ella, es teológico y antropológico y, derivadamente, ético. En el punto de partida, la Teología de la Identidad de Dios como Verdad y Amor en relación y donación Trinitaria e Histórica (nn 52 y 54). Dios es quien nos precede y constituye en lo que Él es, el Amor y la Verdad subsistente. Y en donación de su ser, que nos constituye, nos indica qué es el bien y cuál nuestra felicidad, y cuál, por tanto, el camino del auténtico desarrollo.
A la Teología de la Identidad de Dios, le sigue la Teología de la Caridad, (nn 2, 5, 8, 38 y 54), como amor recibido y ofrecido que, a imagen de Dios, es el ser humano. Todo proviene de la Caridad de Dios (n 2) y es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu (n 5), lo que constituye la verdad más originaria (n 8) y nuestra vocación. Del don venimos y al don nos entregamos. Hijos de la gratuidad y a su servicio (n 8), también la economía debe reflejar que es una actividad humana donde la gratuidad tiene su espacio propio (n 38).
3.3. Y a esta Teología de la Caridad le sigue una apuesta por el efecto social de la verdad cristiana (nn 4, 52, 75 y 79), y una antropológica cristiana o teológica (nn 16, 18-19, 29, 42, 47-48, 53, 55, 68, 75-79).
a) En cuanto a lo primero, la encíclica defiende con celo que la adhesión a los valores “humanos y religiosos” del cristianismo, es “un elemento indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral”, y esto, todavía más, “en el contexto social y cultural actual” (n 4). La razón de fondo se repite, una y otra vez, y no es otra que Dios, “Aquel que es Verdad y Amor”, a cuya imagen hemos sido creados y vocacionados (n 52). Y es que “Dios revela el hombre al hombre” y la ley natural es su concreción ética perenne (n 75); ninguna conciencia sana podrá ignorarse a sí misma (n 76); sin Dios, el hombre no sabe quién es ni adónde va, no se sabe de la familia de Dios y destinado a ella. Y, por tanto, “la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano” (n 78), o “la caridad en la verdad”, frente a un humanismo inhumano cual es “el humanismo que excluye a Dios” (n 78). Quede claro, “solamente un humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil (dignas)” (n 78).
b) En cuanto a lo segundo, la antropología teológica que todo lo sustenta, hasta poder decir “la cuestión social como cuestión antropológica” (n 75), ha de ser objeto de muchos estudios y comentarios en breve. Un recorrido por los números propuestos nos aclara que esta definición se postula en continuidad con el magisterio social de Pablo VI (n 16). El humanismo verdadero “se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana” (n 16)[3]. Es, así, la respuesta a una vocación que abarca tanto el plano natural como el sobrenatural (n 18), una vocación de Dios Padre, que nos llama “a participar, como hijos, de su propia vida” y, ahora, a ser su familia en el mundo; es Dios quien nos hace capaces y exigidos de hermandad (nn 19, 29 y 53), quien funda la dignidad trascendente del ser humano (n 53) y avala ante el hombre su constitutiva relacionalidad (n 55); Él es quien ha inscrito su ley en nuestro corazón, la ley moral natural, (n 68), y quien confiere vocación a todo lo creado (n 48); es Dios quien nos revela ante nosotros mismos (n 75), y el que permite considerar a la persona en su totalidad de alma y cuerpo (n 76), sujeto con vocación de fraternidad y libertad en la verdad (nn 78-79).
3.4. En tercer lugar, e intrínsecamente unido a lo anterior, hay un planteamiento que resuena de fondo en toda la encíclica. Yo lo describiría como el diálogo entre la fe y la razón, y sus efectos en la vida pública de una sociedad a través de la moral. Una perspectiva muy querida en el magisterio de Benedicto XVI, como lo prueban sus anteriores encíclicas, Deus Caritas est (2005) y Spe salvi (2007).
En lo que ahora nos toca, yo propondría rastrear la cuestión a través de los números 2-4, 11, 51, 53, 55-56, 59, 68 y 74-76.
Y si iniciamos nuestra búsqueda por la relación “fe-razón”, el número 56 nos ha de dar la pauta con estas palabras ya “clásicas” en Benedicto XVI: “La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política… A su vez, la religión tiene necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano”[4]. En el límite de “las cosas”, se nos impone hoy elegir entre “dos tipos de razón, una razón abierta a la trascendencia, o una razón encerrada en la inmanencia” (n 74); y la conclusión, ésta, “sólo juntas (razón y fe) salvarán al hombre” (n 71), porque le muestran el bien, si lo quiere ver (n 75); por separado, la razón se pierde, y la fe corre el riesgo de escapar de la vida de la gente (n 74). Pero esta relación no sería completa sin considerar cómo afecta al papel de la Iglesia en la vida de las personas, individual y social, y en el desarrollo político y técnico que la condicionan.
En este sentido, “la caridad en la verdad”, conocida por la razón y la fe, es el principio rector de la auténtica humanidad y de todas sus relaciones, “también las de carácter político” (n 3); traducida a “valores”, los valores del cristianismo son indispensables para la construcción de un desarrollo humano integral (n 4), y hacen que la Iglesia promueva “el desarrollo integral del hombre” (n 11), siempre, en todo, y como parte de su misión evangelizadora; y que tenga “un papel público”, no sólo como labor de asistencia y educación, sino, según lo dicho, en la promoción del ser humano y la fraternidad universal (n 11), por tanto, en el respeto de su dignidad y de todos los derechos y deberes (ecología humana) (n 51) que convergen en la relacionalidad constitutiva (nn 53-55) del humanum. Quien ejerce el poder político necesita contar con un discernimiento acerca de las religiones y culturas, mediante el criterio del “todo el hombre y todos los hombres”, y en esto, el cristianismo es particularmente clarividente (n 55).
A su vez, las religiones, lejos del fundamentalismo, necesitan verse respetadas en la esfera pública, incluso en la política, pudiendo buscar que “las verdades de la fe inspiren también la vida pública” (n 56), y encarnen la fe cristiana, asumiendo su responsabilidad inalienable respecto al ser humano (n 11) y la creación entera (n 51). En el laicismo y en el fundamentalismo, ¡y más aún en el ateismo!, se pervierte la colaboración al verdadero desarrollo humano.
3.5. En cuarto lugar, la encíclica de Benedicto XVI es una encíclica social, que reivindica un lugar en la tradición moral de la DSI, y que nos permite considerar este aspecto en todo su desarrollo. Para ello podríamos atender a los números 2, 5-6, 10-12, 15, 31, 35-36 y 56.
Después de presentar la DSI como “servicio de la caridad en la verdad” (n 5), o que “la caridad” (en la verdad) es “su vía maestra” (n 5), y el principio sobre el que gira la doctrina (n 6), la encíclica se define sobre la identidad de la DSI en estos términos: “El punto de vista correcto es el de la Tradición de la fe apostólica, patrimonio antiguo y nuevo, … deseo recordar aquí la importancia del Concilio Vaticano II… para todo el Magisterio Social… No hay dos tipos de doctrina social, una preconciliar y otra postconciliar, diferentes entre sí, sino una única enseñanza, coherente y al mismo tiempo siempre nueva… que forma parte de la tradición siempre viva de la Iglesia” (nn 10-12)[5]
Esta identidad de la DSI se completa con su dimensión interdisciplinar (n 31)[6] y sapiencial (n 31), facilitando así una síntesis integral del desarrollo. La DSI representa un concepto de “razón práctica” amplio e integral. La racionalidad social y económica, incluso “la institución del mercado”, necesita la aportación moral de otras instancias, capaces de generarlas, y la Iglesia, a través de la DSI, ha hecho, y deberá seguir haciendo, una aportación sustantiva (nn 35-37). A tal fin, el principio de “cáritas in veritate, sobre el que gira la DSI, adquiere operatividad en criterios orientadores de la acción moral como, ante todo, la justicia y el bien común” (n 6). En cuanto al primero, la justicia, quien obra con caridad hacia los demás, “es ante todo justo con ellos”, porque “la justicia es la primera vía de la caridad”, “su medida mínima”, si bien “la caridad supera (a) la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón”. En cuanto al segundo, el bien común, “el bien relacionado con el vivir social de las personas” (n 7), da lugar a “la caridad política”, un tipo de caridad de igual rango a otras y de “valencia superior al compromiso meramente secular y político” (n 7)[7]. La lucha por la justicia, la paz y el desarrollo, “forma parte de la evangelización”, y en esta máxima se funda que la DSI sea “un elemento esencial de (esa) evangelización” (n 15)[8].
IV. Elementos para una lectura crítica de la encíclica
- Una encíclica social es un texto del Papa y, en este sentido, parecería que pocos comentarios cabe hacer. Algo de esto se supone y a esto nos hemos acostumbrado. Pero, honestamente, una encíclica social muy extensa da lugar a muchos desarrollos que, aquí y allí, se sitúan en el análisis y arriesgan una valoración. En el terreno de los principios es normal ponerse de acuerdo, pero en el plano del análisis socio-cultural y en la valoración de problemas sociales, es más difícil. Por eso, cuanto más concreta es una encíclica social, más interesante y más discutida resulta; y cuanto más doctrinal es, más previsible discurre. Pues bien, la CIV concreta poco; parece lo contrario, porque trata de casi todo en “lo social”, pero concreta poco. Y esto se debe, a mi juicio, ¡además de a la incertidumbre social reinante!, a que su método es deductivo, su punto de partida teológico y su propósito, mostrar toda la realidad social enraizada en Dios, ser y donación de Amor y Verdad, y en el ser humano como imagen y vocación “de amor en la verdad”. El concepto “amor” es filiación hacia Dios y fraternidad con los hermanos, y el concepto “verdad” es obediencia de la libertad al ser profundo que cada uno, y la creación entera, somos. Realmente, ¿qué somos?: “imagen de Dios” y “vocación de vida divina”. Y, moralmente, seres con dignidad única, con conciencia indeleble de la ley moral natural, la que a todos nos orienta y anima. Este planteamiento clásico, recibe un “molde” teológico rayano con “la mística” y, a partir de él, a través de la DSI, va elaborando un “sí, pero”, antropológico, moral, político y religioso sobre esta globalización de comienzos del siglo XXI. El resultado en propuestas y análisis, no es muy concreto, a mi juicio, porque lo que prima es definir y salvar la valía de ese horizonte teológico de la realidad, que se estima muy abandonado en la modernidad y causa mayor de nuestros males[9].
- En este contexto, lo más original creo que es el capítulo de la técnica como ideología, nn 68-77. Lo considero muy interpelante en relación a la cultura, la economía y la vida social; también en relación al pensamiento, los derechos humanos y la bioética; muy interpelante, por supuesto, en la clave de la “ley natural”, huella del Creador en todas las cosas, y particularmente en el ser humano. No todos lo compartirán al pie de la letra, claro está[10]. Al cabo, y esto sí que importa, es la cuestión social como cuestión antropológica. Ya estaba en Pablo VI y, más aún, en Juan Pablo II pero, ahora, lo ocupa todo. Y aquí sí que aparece un aspecto que debió mejorarse claramente. En el número 75, cuando se critica la percepción de los derechos humanos que tiene el mundo moderno, todo se atribuye a un error de fondo en cuanto a la persona, pero no se dice que, mucho antes de que viniera la modernidad y sus ideologías, la indiferencia moral hacia las víctimas del sistema, el abuso de los pobres, ya estaba ahí; luego sería necesario profundizar más, y unido a que todo tiene un componente antropológico y metafísico, destacar, más claramente, qué estructuras sociales hacen casi imposible que la caridad camine en la verdad. De hecho, la encíclica no deja de referirse a estructuras injustas, pero evita el concepto, “estructuras de pecado” y “pecado estructural”, ¡lo cual es significativo!, y destaca intensa y reiteradamente el carácter decisivo de las actitudes pecadoras de las personas en los males sociales, ¡(siempre) por encima de cualquier otra causa! En cuanto al mercado y en cuanto a las finanzas, y sus lacras, esto es lo que hay. Como detalle, la cuestión de la acumulación capitalista de la propiedad privada, desaparece de la encíclica.
Por otro lado, ese recurso antropológico tan acertado, llevado a su límite, hace que la encíclica cometa a menudo un error de bulto, que yo lo calificaría “idealismo moral”; consiste, repito la idea, en el explicarlo todo del mismo modo y con pocos añadidos desde el análisis social; en tal caso, concurre como una daga el peligro de derivar en ideología teológica. Debemos pensar esto con mucha libertad y honradez.
- Lo más concreto me parece la aportación referida al gobierno político de la globalización, por supuesto, democrático, y bajo el principio de subsidiariedad y solidaridad. Ya estaba en Juan XXIII, pero nuestro tiempo es muy reacio a esto, desde el poder y sus aledaños. Las reflexiones sobre el Estado y su futuro… y sobre el desarrollo respetuoso de la ecología ambiental, humana y social, además de universal e intergeneracional, son muy importantes. Estaba en Juan Pablo II y se recupera bien, y resulta estimulante. El gobierno democrático de la globalización y el aprecio de la “economía social” como sector con futuro moral y económico claros, entre el sector privado y el público, son dos grandes concreciones.
- El mercado, de facto, en su lógica propia, debiera merecer una crítica mucho más severa (n 36), como institución menos aséptica de lo que la CIV supone; a mi juicio, no sólo refleja vicios de las personas en su funcionamiento depredador, sino factores objetivos que lo distorsionan. Habría que ahondar más en esta cuestión. De hecho, en la literatura social, la que brinda elementos de juicio a la moral, está mucho más desarrollada la crítica de fenómenos como el despilfarro de recursos productivos, los procesos casi incontrolables de concentración de la propiedad, las relaciones de dependencia entre pueblos y economías, el “control capitalista” de los mercados más importantes de materias primas y recursos varios, la manipulación artificial de los precios y la opacidad de mercados vitales, la imposible soberanía de los ciudadanos cerca de ellos, la inhumanidad en torno a las “producciones” más rentables, etc. Sin duda, la misma institución, el mercado, como de hecho se da, y en relación al concepto de persona con un trabajo decente y de que vivir dignamente, merece una crítica más severa y concreta; las leyes, hechos y usos que lo rigen, además de las actitudes de las personas, merecen mayores reservas.
- Sorprende que no se plantee la cuestión del “decrecimiento” como forma de cambiar los estilos de vida (n 21 y 51), “para vivir todos como personas”, o como la manera objetivamente más justa de posibilitar ese cambio en los estilos de vida. Se sigue creyendo en el desarrollo “humano” como crecimiento, y quizá con cierta ingenuidad. La confianza en el cambio de valores en las personas y en la cultura, hace que no se atienda tanto, o muy poco, a si no tenemos que vivir de otro modo, para vivir todos; y si este modo no debería incluir el decrecimiento, para vivir con menos; y no todos, es cierto, con igual responsabilidad, sino quiénes más y por qué. El planteamiento ecológico de la encíclica lo apunta, pero no escapa de la visión del crecer con equilibrio y compartir. Creo que la moral social cristina está en condiciones de decir y exigir algo más alternativo, en clave de decrecimiento y “nuevos modos de vida”; quiméricos, no, pero utópicos, sí.
- La cuestión de que las pobrezas más hondas (n 53) están en relación radical con la soledad y la falta de amor, sí, es cierto, pero suena idealista entre tanta carencia de lo más elemental en términos “materiales, legales o institucionales”; esto habría que mejorarlo y darle más cuajo material e histórico a las pobrezas que el ser humano padece. Seguramente, si las personas que están detrás de la encíclica padecieran necesidades más tangibles y dolorosas, la formulación sería más dialéctica. La moral social cristiana está en condiciones de ser más crítica en cuanto al interrogante que los pobres y excluidos introducen en la verdad de la caridad. El primer componente de la verdad que rige la caridad, son los más pobres y débiles de la vida en cualquier sentido y sin culpa propia; las víctimas en sentido propio. Tenemos que ser más exigentes en esto. Es la dignidad de los que, de hecho, se ven obligados a vivir como si no la tuvieran. De hecho, la encíclica ha evitado la cuestión de los pobres como empobrecidos, principalmente, y el pronunciamiento directo en torno a la preferencia evangélica por los pobres y de la Iglesia en ella, y se echa de menos.
- La crítica del mundo financiero yo la esperaba más dura y concreta; otra vez la cuestión de su lógica interna, su opacidad, su desarrollo como estructura de poder, su capacidad para evitar las leyes fiscales, su concentración de propiedad, debió ser mucho más cuestionada. Más aún, con lo que se sabe hoy de la crisis económica. La reivindicación de las pautas éticas que nunca deben saltarse en ese mundo, acertadas, pero muy “personalistas”. Por todas partes hay una moral social cristiana, y laica, que advierte de que “el sistema” financiero internacional campa a sus anchas, frente a la política democrática y los derechos de la ciudadanía. No es que sepamos qué hacer, a ciencia cierta, pero sí lo que no podemos consentir en valores, y en estructuras. Sería necesario cuestionar más directamente esas estructuras del sistema financiero internacional, y decir lo que no es moralmente de recibo. Hay también ideas en términos de fiscalidad sobre el sistema financiero (Tasa Tobin) en la globalización, que hubiese estado bien decir que, por ahí, puede haber un camino de socialización de beneficios de los capitales especulativos. De hecho, llama la atención que la estructura económica, “propiedad privada capitalistamente acumulada y gestionada”, no merezca ninguna consideración. Esto sí que suena a ingenuidad política y moral.
- En casi todas las cuestiones, la Iglesia es como si estuviera fuera del escenario de los errores y excesos sociales. Falta autocrítica. Algo así como, “nosotros ya sabíamos lo que iba a pasar, y hemos sido espectadores; ahora os presentamos el remedio moral, la verdad sobre el hombre, a la luz de la razón humana, iluminada por la fe en Jesucristo”. Pero todo esto ha sucedido en su ámbito de influencia, el mundo de “cultura cristiana”, y con ella misma en el sistema social. La moral social cristiana es capaz de una mayor crítica social, y conviene desarrollar ya la moral social cristiana para la Iglesia; no sólo “de la Iglesia”, sino “para la Iglesia”. Precisamente ese “idealismo” moral tan característico, ¡yo creo que superior al de la última DSI!, y lo percibo en ese volver a la verdad antropológica como “verdad” que todo lo explica y resuelve, permite a la Iglesia contemplarse, ante todo, como maestra benigna y amistosa, pero casi fuera del escenario. Ahora bien, si aparece fuera de escena, ¿lo será también fuera del mundo? Sabemos que “nadie” piensa así, pero… Y, entonces, ¿qué queda de la GS y la LG, y del sentido profundo de la Encarnación?
Concluyo, y todavía como un apunte o guía de lectura, una encíclica muy trabajada, creo que demasiado larga, con muchas aportaciones importantes, ¡muy aprovechables en un contexto “político” como el presente!, ante la que es difícil quedar indiferente; una encíclica, sin embargo, lastrada por cierta exculpación de la Iglesia en lo que nos está pasando, y a la que le falta, a mi juicio, un análisis social más visible de las estructuras y pobrezas de nuestro tiempo, y una proyección “histórica” más rotunda del concepto cristiano de persona, y de la tradición moral del “sermón del monte”, sobre esta globalización, tan injusta en su gestión (¿y concepción?) para tantos pueblos y personas.
José Ignacio Calleja Sáenz de Navarrete
Facultad de Teología
Vitoria – Gasteiz
[1] En adelante, CIV. El texto que sigue es, ante todo, una guía de lectura de la encíclica y, por tanto, no veo necesario extenderme con otras citas de la DSI o de la Teología Moral.
[2] Este planteamiento y comentario sobre el mercado, como “un medio”, frente al peso de los vicios de la razón moral humana, lo veo muy “ingenuo”.
[4] Nótese que no habla de fe, sino de religión. Y nótese que no se aclara si la purificación de la razón por la fe, es a través de la moral (¿civil?) o directamente. Ésta es la cuestión. He reflexionado sobre esto en Moral cristiana y sociedad democrática en la encíclica Deus Caritas est, en Corintios XIII 122 (2007) 93-123; y La Doctrina Social de la Iglesia a partir de la Deus Caritas est, en Corintios XIII 123 (2007) 63-96.
[5] Como es sabido, esta “división” es un lugar común entre la mayoría de los estudiosos de la DSI. Cf. Ildefonso CAMACHO, Doctrina social de la Iglesia. Una aproximación histórica, Madrid, Paulinas, 1991. ID., Doctrina social de la Iglesia, antes y después del Vaticano II, en Sal Terrae 4 (1991) 289-300. QUEREJAZU, J., La moral social y el Concilio Vaticano II. Génesis, instancias y cristalizaciones de la teología moral social postvaticana, Vitoria, ESET, 1993. Cf. capítulo VII: El impacto de la Doctrina Social de la Iglesia, pp 199-260.
[7] Subrayado añadido. Corresponde a un párrafo, sobre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre, de claro sabor “dualista” (n 7).
[9] Esa falta de concreción es una opción legítima en la DSI; no me parece mal preferir un pronunciamiento más doctrinal que “coyuntural” en las encíclicas sociales; incluso lo prefiero; con dos condiciones; que se llame a concretar el discernimiento “in situ”, al modo de OA 4, porque “frente a situaciones tan diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con valor universal. No es éste nuestro propósito, ni tampoco nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas…”.Y, segunda condición, que no se recurra de continuo a fórmulas blandas, en clave de deseo, como, “debería pensarse…”, “sería deseable…”, “conviene…”. O no se puede concretar, y mejor decirlo, o se puede, y mejor hacerlo.
[10] En este sentido, recuerdo haber leído esta reflexión interpelante: "Es cierto, hay una verdad ideal sobre nosotros, anterior e independiente de cualquier acuerdo, pero su conocimiento está abierto a la conciencia de todos y de cada uno… y es entre todos como podemos determinar su alcance y significado, lo cual al final nos lleva paradójicamente a la necesidad del acuerdo”, Javier OTÁLORA, A vueltas con la Verdad, (escrito “privado”).