Pablo VI fue un europeísta, si se me permite utilizar este calificativo al uso. Profundas razones -de índole biográfica, doctrinal y espiritual- le hicieron seguir muy de cerca el proceso de integración europea y animar a sus protagonistas a afianzarlo y proseguirlo sin olvidar las raíces de su origen. Cuando se inició su pontificado (1963) todavía era “la pequeña Europa”, la constituida por los seis Estados fundadores, a partir de la Declaración Schuman (9 de mayo de 1950), que dio origen a la CECA, aquella protoeuropa. Cuando Pablo VI murió (1978), se habían incorporado tres nuevos Estados (Gran Bretaña, Dinamarca e Irlanda) y otros llamaban a sus puertas, prueba evidente del éxito del más fecundo proyecto histórico de los dos últimos siglos que los europeos estaban protagonizando.
Precisamente el 8 de julio de 1962, un año antes del comienzo de su pontificado, se había celebrado en la catedral de Reims aquel Te Deum en el que De Gaulle y Adenauer quisieron solemnemente proclamar la reconciliación franco alemana, uno de los pilares de la Europa Unida. El arzobispo de Reims, Monseñor Marty, recibió a los dos estadistas a la puerta de la catedral. El general De Gaulle le dijo: “Excelencia, el canciller Adenauer y yo mismo venimos a vuestra catedral a sellar la reconciliación de Francia y Alemania”. Toda la ceremonia estuvo cargada de simbolismo. El arzobispo fue asistido en la misa por dos sacerdotes franceses presos y torturados por la Gestapo. El historiador Federico Chabod afirmó que en el arranque del proceso de integración europeo los factores morales fueron los que prevalecieron.
En su discurso a los participantes del Simposio de los obispos de Europa (18 de octubre de 1975), Pablo VI les evocó lo que calificó como “episodio significativo”. Tuvo lugar en la celebración del centenario de la independencia de Italia, lograda tras las batallas victoriosas de las armas franco-italianas contra el Imperio austro-húngaro. En el osario existente en Magenta en memoria de los combatientes muertos, el entonces arzobispo de Milán celebró la misa en presencia de De Gaulle, presidente de la República francesa, y de Gronchi, presidente de la de Italia. Tras finalizar la ceremonia religiosa el arzobispo Montini dirigió un saludo, en el que dijo: “Así como el siglo XIX se caracterizó por las luchas por la independencia y la formación de los diferentes Estados que componen la Europa de hoy, el siglo XX, el nuestro, debería caracterizarse, al menos en Europa, no tanto por las guerras y el enfrentamiento entre los pueblos sino por la unidad”. Y prosiguió: “A las naciones hasta ahora políticamente distintas y organizadas en Estados libres y soberanos falta descubrir una expresión comunitaria y continental de la fraternidad de los pueblos asociados para promover una civilización solidaria, animada naturalmente de un mismo espíritu”. Entonces -añadió Pablo VI- “el general De Gaulle se me acercó con la sorpresa y la extrañeza de todos los asistentes, llegó hasta el altar, me tendió la mano y estrechándola, dijo con gravedad estas palabras: “Lo que usted ha dicho, se hará”.
¿Cómo se forjó en Giovanni Battista Montini, en Pablo VI, este espíritu en favor de la Europa Unida, precisamente la que se estaba edificando sobre los escombros del continente devastado tras la segunda guerra mundial? ¿Cuáles son las claves de su pensamiento sobre Europa y su integración política?
Entre el fascismo y la democracia
Giovanni Battista Montini (1897-1978) perteneció a la trágica generación de europeos que vivieron la terrible experiencia de las dos guerras sucesivas que asolaron el continente en el plazo de treinta años.
Cuando Italia abandonó la neutralidad y entró en la primera gran guerra (mayo de 1915) Montini estaba concluyendo sus estudios de Bachillerato, que culminó en 1916 en el Liceo Arnaldo de Brescia como alumno libre por su entonces delicado estado de salud. Por esta razón no fue llamado a filas. Ese mismo año inició sus estudios eclesiásticos en el seminario de Brescia. El 29 de mayo de 1920 era ordenado sacerdote. Salió entonces de su tierra natal para proseguir estudios en la Universidad Gregoriana y en La Sapienza de Roma.
¿Qué Roma encontró el joven clérigo Montini? La guerra había dejado a Italia profundamente herida, con más de un millón cien mil víctimas, más de la mitad fallecidos. El armisticio de octubre de 1918 no había contentado a nadie. Se hablaba de la “victoria mutilada”. La “vieja política” era incapaz de afrontar la situación de un país ya muy diferente al de antes de la guerra. Aparecían nuevos actores políticos.
El 18 de enero de 1919 el sacerdote Luigi Surzo había fundado el Partido Popular Italiano (PPI) con su llamamiento “a los hombres libres y fuertes” en el hotel Santa Chiara, a la espalda del Panteón. Creía que había llegado la hora del compromiso de los católicos en la política. El padre de Giovanni Battista, Giorgio Montini, abogado y director del periódico Il cittadino di Brescia, acudió al llamamiento de Sturzo y se incorporó a las filas del PPI. Fue diputado en las tres elecciones (1919, 1921 y 1924) en las que pudo presentarse el PPI, hasta su disolución en 1926 por la abolición de los partidos antifascistas decretada por Mussolini. Giorgio Montini sufrió en sus propias carnes la amarga experiencia del Partido Popular Italiano. Tras el ascenso de Mussolini al poder, y tras el asesinato del dirigente socialista Matteoti (junio de 1924), la debilitada oposición optó, como señal de protesta y para forzar la pérdida de la confianza del Rey a Mussolini, por “la retirada al Aventino”. Giorgio Montini estuvo entre los diputados que siguieron a De Gasperi en este último intento de detener a Mussolini en su marcha hacia la dictadura. Pero la operación fracasó. El PPI sufrió el acoso y las crecientes intimidaciones del fascismo, amparadas por el gobierno, hasta que el 9 de noviembre de 1926 se emitió el decreto de disolución del Partido Popular Italiano. Giorgio Montini dejó forzosamente la política y volvió a su vida profesional en su tierra de Brescia.
Giovanni Battista Montini siguió muy de cerca las vicisitudes de la actividad pública de su padre, mientras ampliaba sus estudios en las Universidades Gregoriana y La Sapienza. En 1923 fue nombrado consiliario del centro romano de la FUCI[1]. En 1925 en el congreso celebrado en Bolonia tuvo lugar la renovación de su equipo dirigente con la elección de Igino Righetti como presidente nacional y de Maria De Unterrichter como presidenta de la sección femenina[2]. Montini fue nombrado consiliario nacional, responsabilidad que mantuvo hasta el año 1933.
La FUCI de aquellos años vivió circunstancias especialmente difíciles. Mussolini, tras implantar su dictadura mediante las leyes excepcionales que concentraban el poder en sus manos, iniciaba el proceso de fascistización de la sociedad italiana. En los medios universitarios, con la creación de los Gruppi universitari fascisti (GUP), intentaron monopolizar la vida asociativa estudiantil.
La FUCI se planteó como tarea prioritaria mantener su independencia y su identidad con una propuesta “cultural” propia, que se alejara de la cosmovisión fascista. Estableció como norma la incompatibilidad de estar afiliado a la FUCI y a otras organizaciones juveniles (por tanto, las fascistas). Esta opción implicaba un cierto repliegue en cuanto a la actividad pública y, desde luego, un alejamiento del activismo que tuviera implicaciones políticas directas. Montini defendía que lo esencial en aquellas circunstancias era mantener la “unidad interior” y fortalecerla. La formación y el estudio se convertían en el centro del compromiso del fucino, con la finalidad de fundamentar el carácter inconciliable del catolicismo con el fascismo. El joven consiliario insistía en la necesidad de una sólida formación teológica, abierta a las corrientes de pensamiento de raíz cristiana. Esta sería la base de un “pensamiento” capaz de influir en la vida social. La filosofía y las nuevas ciencias sociales debían formar parte de esa “formación integral” que necesitarían los católicos para orientar su acción en el futuro. “Todos los que se proponen elevar el nivel moral del mundo deben proponerse hacer cultura”, decía Montini a los fucini en 1930[3].
En esta apertura de horizontes el catolicismo francés ocupó un lugar destacado. En los “círculos” de la FUCI se leía a Bernanos, Peguy, Bloy, Claudel o Gabriel Marcel. Entre los pensadores franceses Jacques Maritain se fue convirtiendo en un referente fundamental y su influjo fue creciendo en los tiempos de la segunda guerra mundial y de la postguerra. Por su especial relación con Montini merece una mención aparte, que abordaremos más adelante.
Es en aquellos años cuando se va incubando en los medios católicos europeos el “pensamiento personalista” como contraposición al auge de los totalitarismos y a la crisis de los sistemas demoliberales clásicos. El personalismo cristiano afirmaba que el hombre no es un “individuo” sino “persona”, libre y responsable, comprometida y autónoma; una entidad en si pero ligada a sus semejantes a una común responsabilidad. La concepción de la nación y del Estado debían subordinarse a este principio superior. No podían, por tanto, ser sacralizados. El personalismo reclamaba espacios de libertad, el protagonismo de las “comunidades intermedias”, el principio de subsidiariedad y un modelo de “Estado limitado”. Pero el “nuevo enfoque” no podría limitarse -como diría Maritain- al “régimen externo y visible de la vida humana (a los aspectos económicos o políticos), sino que debería abordar en primer lugar sus principios espirituales”[4].
Los peligros de los nacionalismos exacerbados fueron ya expuestos por el joven G. Battista Montini en un artículo publicado en la revista La Fionda en 1923[5]. Decía en él: “Este nacionalismo suele concebir a los extranjeros como enemigos y especialmente a los extranjeros que viven limítrofes a la propia patria. Defienden que el desarrollo de la patria se haga en perjuicio de los Estados limítrofes. En el pueblo nace el instinto de buscar agresiones y la convicción de estar oprimido. Así sucede que la paz se convierte en un compromiso transitorio entre dos guerras. Y sucede que este nacionalismo suscita, como por inducción dialéctica, nacionalismos similares en su entorno”[6].
Montini, con los dirigentes Righetti y Unterrichter, mantuvieron en la FUCI esta orientación durante los años de su mandato no sin considerables obstáculos. La Santa Sede propiciaba una línea de apaciguamiento con el régimen fascista, que se manifestaba abierto a resolver la “cuestión romana”, lo que se alcanzó con los Pactos Lateranenses de 1929, que, por cierto, no fueron recibidos con entusiasmo en los ambientes de la FUCI. En los comienzos de los años treinta las intimidaciones e incluso agresiones fascistas a actos de la FUCI aumentaron. La publicación Azione fucina sufrió varias suspensiones temporales. Las tensiones internas en los medios eclesiásticos motivaron la decisión de Montini, que ya trabajaba como minutante en la Secretaría de Estado de la Santa Sede, de renunciar a su puesto de consiliario de la FUCI, dando fin a sus ocho años de mandato con responsabilidades orgánicas[7].
Montini y Jacques Maritain
Entre los pensadores que a partir de los años treinta tuvieron una mayor influencia en el mundo católico europeo ocupa un lugar preferente el filósofo francés Jacques Maritain (1882-1973). La obra maritainiana empezó a conocerse en los círculos de la FUCI en los años veinte. El mismo Montini prologó en 1928 la edición italiana de Trois réformateurs (1925).
Como es natural, las vicisitudes de L´Action francaise y de Charles Maurras eran seguidas con atención en los medios católicos italianos. Luigi Sturzo ya había advertido con severidad la lejanía del pensamiento maurrasiano de la cosmovisión cristiana, aunque el político francés mantenía estratégicamente una política de atracción de los católicos, no sólo porque los consideraba imprescindibles para la conquista del poder sino porque en su visión exacerbadamente nacionalista de Francia los ingredientes monárquico y católico formaban parte esencial de su proyecto. Maritain, por el influjo del dominico P. Humbert Clérissac, colaboraba con cierta regularidad en la Revue Universelle[8], publicación que estaba en la órbita de L´Action francaise. Pero cada vez hubo mayores indicios del carácter instrumental del catolicismo en el proyecto de Maurras, sintetizado en el lema politique d´abord, que no significaba otra cosa que la subordinación de lo religioso a la política. Eso era considerado inaceptable por el Papa Pío XI, que temía que una buena parte del catolicismo francés se enfeudase en el movimiento maurrasiano. Las advertencias cayeron en saco roto y el 29 de diciembre de 1926 se emitió un decreto del Santo Oficio en el que se incluían en el Índice varias obras de Charles Maurras y el diario L´Action francaise, lo que implicaba la prohibición de su lectura a los católicos franceses. La respuesta de Maurras no se hizo esperar. Fue el famoso editorial Non possumus, en el que con contundencia declaraba su insumisión a Roma. En él se decía: “Rechazándolo (el Decreto) no tenemos por qué dejar de ser buenos católicos; obedeciéndolo, dejaríamos de ser buenos franceses. No traicionaremos a nuestra patria: Non possumus”. Ante esta posición de rebeldía el Papa Pío XI reaccionó con extrema severidad. El 8 de marzo de 1927 el Santo Oficio emitía un Decreto en el que prohibía a los militantes de L´Action francaise la recepción de los sacramentos. No era una excomunión, pero sí una sanción sumamente grave.
Jacques Maritain había intentado evitar la ruptura de L´Action francaise con Roma. El hecho le perturbó. Pero su reacción fue inequívoca en favor de la Santa Sede. Y para justificar su posición escribió Primauté du spirituel (julio 1927), que era la contraposición a politique d´abord. Ese mismo verano de 1927 el Papa lo llamó a Roma. Maritain acudió a la petición del Pontífice y mantuvo una larga entrevista con Pío XI, quien le animó a que coordinara una obra colectiva en la que se explicara a los católicos franceses las razones de la condena a Maurras y a su movimiento. Así salió en diciembre de 1927 Pourquoi Rome a parlé, que tuvo una gran difusión[9].
Para la trayectoria intelectual y vital de Maritain la condena papal de L´Action francaise fue un hecho decisivo. Hasta entonces todo su interés como pensador se había centrado en la filosofía con una perspectiva tomista a partir de su descubrimiento de la obra de Santo Tomás de Aquino. Pero a partir de su controversia con Maurras se vio impelido a abordar cuestiones pertenecientes al “orden temporal” y a la “filosofía práctica”. Esa será su tarea intelectual que desarrollará a lo largo de los años treinta con creciente influencia en los medios católicos europeos y americanos[10].
Tras estallar la segunda guerra mundial, Jacques Maritain, casado con una judía (Raissa), se exilió a Estados Unidos, cuando el régimen nazi ocupó el territorio francés. En su exilio norteamericano colaboró con escritos diversos, algunos transmitidos a través de las ondas, con la France libre, liderada por De Gaulle. Es entonces cuando dedicó a los asuntos europeos algunas de sus reflexiones. En ellas propugnó ya el federalismo como modelo de la Europa que habría que edificar tras la derrota de los totalitarismos, en especial en dos de sus intervenciones que tituló “Hacia una solución federal” y “Europa y la idea federal”.
En ellos Jacques Maritain afirmaba: “Una solución federal aparece como la única vía de salida para Europa y para Alemania. Para llegar a una solución federal tras la sangrienta liquidación de los sueños hitlerianos, del espíritu prusiano, para llegar a una federación europea, de la que forme parte la pluralidad de los estados alemanes, que tendrán que aceptar las limitaciones de su soberanía, serán necesarias profundas e incisivas transformaciones”. Y sintetizaba su pensamiento de esta manera, que tendría amplio eco en muchos medios católicos: “La tesis que sostenemos es que una Europa federal es inconcebible sin una gran Alemania federal y que una Alemania federal es imposible sin una Europa federal. Estos dos aspectos de la idea federal aparecen inseparables”, añadiendo que “una solución de tipo federal implica por parte de los Estados renunciar a algunas prerrogativas de su soberanía”. Y en un mensaje de 1944 precisaba que “una federación europea debería ser una federación cultural completada por instituciones federales económicas y políticas”[11].
En su obra de filosofía política más completa y madura, L´Homme et l´Etat (1951) el escritor francés hizo la más demoledora crítica del concepto de soberanía. Tras analizar el origen y desarrollo del concepto, cuyo éxito se produce con el auge de las monarquías absolutas y como justificación de las mismas (Bodino), llega a la conclusión de que “si queremos pensar de modo consistente en materia de filosofía política, hemos de rechazar el concepto de soberanía, que se identifica con el concepto de absolutismo”. Maritain remacha: “Los dos conceptos de soberanía y absolutismo han sido forjados juntos en el mismo yunque. Juntos han de ser desechados”[12].
Claro está que en el filósofo francés la idea de federalismo estaba íntimamente relacionada con la concepción del poder, elaborada por el pensamiento personalista, según la cual debería estar lo menos concentrado posible en una sociedad democrática. El “principio de subsidiariedad” se configuraba como un elemento esencial para salvaguardar las libertades del “cuerpo social”. Este principio -como sabemos- abogaba por un modelo de Estado descentralizado, que permitiera una distribución del poder en favor de entes infraestatales, pero debería aplicarse también “hacia arriba” en la construcción de la Europa Unida.
Montini siguió muy de cerca la trayectoria del pensador francés. Tras dejar sus responsabilidades en la FUCI, su actividad se centró en la Secretaría de Estado como estrecho colaborador del cardenal Pacelli, entonces Secretario de Estado. En 1937 fue nombrado “sustituto de relaciones ordinarias”, cargo que conservó, tras la muerte de Pío XI (1939), con Eugenio Pacelli ya Pío XII, y bajo la dirección del nuevo Secretario de Estado el Cardenal Maglione[13].
El 25 de agosto de 1944 las tropas del general Leclerc, por cortesía del general jefe Eisenhower, entraban en París y pocas horas después De Gaulle, quien en los días siguientes formó un gobierno “de unidad nacional” con la finalidad de restaurar el Estado. Entre los problemas que debió afrontar no era el menor resolver la cuestión del colaboracionismo de una parte del catolicismo francés y de un sector del episcopado con el régimen de Vichy, sobre lo que De Gaulle no estaba dispuesto a ceder[14]. El problema se encauzó gracias a un doble nombramiento: el de Angelo Roncalli como nuncio ante la República francesa en diciembre de 1944 y el de Jacques Maritain como embajador de Francia ante la Santa Sede, quien presentó sus cartas credenciales ante Pío XII el 10 de mayo de 1945.
En su discurso el nuevo embajador dijo al Papa: “En la organización de la paz futura y en el trabajo de reconstrucción, Francia se guiará por el anhelo de justicia y del bien de la comunidad civilizada y por el deseo de hacer prevalecer en el mundo el respeto de la persona humana y de sus derechos, que devuelve a los hombres la posibilidad de orientarse, a fuerza de mucha abnegación y sacrificio, hacia ese amor mutuo y fraternidad que va inscrito en su enseñanza. Es para Francia un motivo inestimable de esperanza el pensamiento de que su ideal por la reconstrucción del universo civilizado está de acuerdo con los principios formulados por Vuestra Santidad en encíclicas y discursos que el mundo entero ha escuchado con veneración”[15].
La respuesta del Romano Pontífice adquirió un inusual tono personal: “Apreciamos y saludamos en Vuestra Excelencia a un hombre que, haciendo abierta profesión de su fe católica y de su culto por la filosofía del Doctor Común, pone a su disposición sus ricas cualidades al servicio de los grandes principios doctrinales y morales que, sobre todo en estos tiempos de universal desorden, la Iglesia no cesa de inculcar en el mundo”[16].
En los tres años que duró su misión diplomática, hasta julio de 1948, Jacques Maritain desplegó una intensa actividad que iba más allá de las funciones típicas de un embajador. Y fue la ocasión que permitió una relación estrecha con monseñor Montini, a la que éste se referiría cuando se produjo la muerte del filósofo francés[17].
El aprecio de Giovanni Battista Montini por Jacques Maritain quedó patente en el Concilio Vaticano II. En 1964 el ya Papa Pablo VI envió a su secretario particular Monseñor Macchi a Toulouse a visitar al pensador francés, que residía desde la muerte de su esposa Raissa en la comunidad de los Petits Frères de Jésus, y a pedirle sus criterios sobre algunos puntos que se estaban debatiendo en el aula conciliar[18]. Pablo VI quiso que en la solemne sesión de clausura del Concilio el 8 de diciembre de 1965 Maritain estuviera presente en representación del mundo de la cultura. Y, en el marco de la abarrotada Plaza de San Pedro, le hizo entrega del “mensaje del Concilio a los hombres del pensamiento y de la ciencia”. Al darle el documento Pablo VI dijo: “La Iglesia le está muy agradecida por el trabajo de toda su vida”.
Los primeros pasos de la integración europea en el pontificado de Pío XII
1944 es el año que marca el final de la segunda guerra mundial con una clara orientación: el Reich de Hitler se desmorona y las potencias aliadas, con Estados Unidos ejerciendo ya el liderazgo, aparecen claramente como vencedoras de la guerra. El 4 de junio las tropas aliadas entran en Roma y dos días después se produce el desembarco en Normandía. El 25 de agosto París era liberada. En Francia y en Italia se constituían gobiernos provisionales de “unidad nacional” para la reconstrucción de sus democracias.
En todos los círculos de pensamiento, las iglesias, los partidos políticos se debatía sobre qué Europa y qué mundo debería emerger tras la derrota del totalitarismo nazi-fascista y la amarga experiencia de dos cruentas guerras europeas casi sin solución de continuidad. Para el Vaticano la liberación de Roma había sido un gran alivio. La Santa Sede podía actuar con mayor libertad en aquellos momentos cruciales. El 23 de agosto de 1944 moría el Secretario de Estado Cardenal Maglione. Pío XII tomó la decisión de no nombrar sucesor y de encomendar las funciones de la Secretaría de Estado a los monseñores Tardini y Montini, quienes se convirtieron durante diez años en los más estrechos colaboradores del Pontífice.
En la víspera de Navidad de 1944 Pío XII emitía su radiomensaje “Benignitas et humanistas”, que tendría un gran eco en el mundo católico y en la opinión pública en general. En él trazaba las orientaciones fundamentales para los católicos en esta “era nueva”, que exigía “la renovación profunda, la reordenación total del mundo”. El punto de partida del Pontífice era la aceptación de la democracia -diríamos ahora en cuanto “signo de los tiempos”- como la forma política en que deberían gobernarse los pueblos tras la desoladora experiencia de las dos guerras mundiales. Iba a ser la era de las democracias.
Pero lo que le interesaba al Papa era señalar qué requisitos o a qué caracteres debería responder un régimen democrático para que pudiera ser considerado “sano y equilibrado”. Pío XII puso el acento en cuatro rasgos fundamentales. En primer lugar, la “inviolable dignidad humana”, de la que -subraya el Pontífice- la Iglesia se yergue como “defensora” “en toda su plenitud”. De esa dignidad es de la que se derivan los derechos del hombre que han de ser garantizados. En segundo lugar, una concepción del “Estado limitado” en su poder, manifestándose enérgicamente contrario a “un poder sin frenos y sin límites”, precisando que “el absolutismo de Estado consiste de hecho en el principio erróneo que la autoridad del Estado es ilimitada, y que frente a ella no cabe apelación alguna a una ley superior que obliga moralmente”. De ahí se deriva el tercer rasgo que subraya Pío XII: ese orden político debe “ser conforme a las normas del derecho y de la justicia”, estableciéndose así un orden jurídico que debe “respetar el fundamento sobre el cual se apoya la persona humana, no menos que el Estado y el poder político”[19]. En cuarto lugar, el firme rechazo de los nacionalismos. Se trata, en definitiva, de un modelo de Estado que, en contraposición a los totalitarismos, respeta la dignidad y la libertad de las personas, que se somete al Derecho que ha de estar conforme a los valores morales superiores, que acepta el pluralismo y en el que los ciudadanos han de participar en las decisiones que afectan al bien común y están implicados sus deberes.
Pero, además, en Benignitas et humanitas hay una apremiante exhortación a la participación en las tareas públicas, especialmente de los católicos, pues la democracia “debe recoger en su seno una selección de hombres espiritualmente eminentes y de carácter firme”. “Una selección de hombres de sólidas convicciones cristianas -proseguía Pío XII-, de juicio justo y seguro, de sentido práctico y ecuánime, coherente consigo mismo en todas las circunstancias”. Y, a partir de la distinción entre pueblo y masa, hacía un alegato contra lo que hoy llamamos “populismos”, como los mayores enemigos de la “verdadera democracia y de su ideal de libertad e igualdad”.
Este llamamiento de Pío XII tuvo una enorme repercusión en el mundo católico, principalmente en aquellos países más sacudidos por la guerra y que se enfrentaban a la ingente labor de reconstruir sus naciones y sus democracias. Efectivamente el período de la postguerra fue una página especialmente brillante en lo que podemos llamar la historia del “catolicismo político”.
Giorgio Campanini[20] sintetizó las divergentes respuestas que se formularon a la gran crisis que padeció el mundo occidental y especialmente europeo a partir de los años treinta. Una fue la respuesta nazi y fascista, que propugnaba un “Estado totalitario” presuntamente superador de los sistemas caducos. Otra fue la respuesta marxista, basada en el colapso del capitalismo y que pretendía, mediante la dictadura del proletariado, edificar una sociedad de “socialismo real”. La tercera era la de la pervivencia de los viejos sistemas liberales, con un Estado abstencionista y una economía dirigida por las leyes del mercado, basada en la lógica de la racionalidad.
Estas tres respuestas se mostraban profundamente insatisfactorias para abordar la situación de la Europa devastada. La primera había exhibido los horrores de unos sistemas que anteponían la idolatría al Estado a la suprema dignidad de la persona y sacrificaban las más elementales libertades y que, merced a sus nacionalismos expansivos, habían provocado la más espantosa de las guerras. La segunda mantuvo el poder en media Europa, bajo el férreo imperio soviético, hasta la caída del muro de Berlín (1989), en que se hizo patente el fracaso de dicho modelo, implantado bajo el terror y causante del estancamiento económico y la pobreza de sus poblaciones. La tercera, in fine, aparecía incapaz de dar solución a las nuevas demandas de carácter social que los pueblos, empobrecidos por la guerra, reclamaban.
Pero en la postguerra se fueron abriendo paso dos nuevas respuestas, que acabaron siendo las protagonistas de la Europa que edificaría su futuro bajo el signo de la democracia. Una fue la socialdemócrata, resultado de una profunda revisión del marxismo, según la cual, se aceptaba el sistema democrático sin el sacrificio de las libertades, así como una economía que funcionaría con los mecanismos del mercado, sin perjuicio del papel intervencionista que se asignaba al Estado.
La segunda fue la que se inspiraba en la “filosofía personalista”, cuyos elementos fundamentales fueron adoptados por los partidos de carácter democristiano que iniciaron su andadura tras la segunda guerra mundial. Algunos de esos elementos eran especialmente propicios para articular y desarrollar el proyecto de edificar una Europa Unida, que superase los enquistados litigios que habían asolado el continente en los dos últimos siglos. La contribución del mundo católico en esta tarea fue determinante. Fue una obra coral, en la que participaron teólogos, filósofos, juristas, economistas, algunos de los cuales han desfilado ya en estas páginas. Documentos como el Código de Malinas, el Código de Camaldoli y las aportaciones de la Escuela de Freiburg, así como los que habían ido configurando, a partir de la encíclica Rerum novarum, la Doctrina Social de la Iglesia, sirvieron para ahormar un pensamiento que, en buena parte, fue incorporado a los programas de los partidos democristianos. En ellos, se ponía el acento en la dignidad de la persona y de los derechos que de ella dimanan como valor supremo del orden político; en la democracia liberal, con un poder limitado y controlado; en el Estado de Derecho; en el principio de subsidiariedad, que posibilita la descentralización del poder, lo que favorece la libertad y la responsabilidad, y que conduce, por tanto, al federalismo; el valor de la solidaridad, que legitima la intervención pública con la finalidad de procurar una justa distribución del bienestar en la población; la protección de la familia como núcleo fundamental de la sociedad; la defensa de las libertades educativas frente al monopolio del Estado en la educación; la concepción de una sociedad abierta y pluralista frente al ídolo del Estado-nación.
El problema de construir una paz en Europa desde nuevos supuestos constituía parte nuclear de este pensamiento. El antinacionalismo que profesaban tenía un horizonte europeo. La guerra fría, que daba sus primeros pasos por la voluntad expansionista y de dominio de la Unión Soviética, hacía avivar en sus líderes la conciencia de que para preservar la libertad era imprescindible la unidad de los países democráticos. Compartir elementos de la soberanía dejaba de ser un tabú.
En las elecciones democráticas que se celebraron en los años de la postguerra en los seis Estados que serían los fundadores de la Unión Europea los partidos democristianos obtuvieron un gran éxito, convirtiéndose en partidos de gobierno en todos esos países[21]. En Italia los cuadros del partido liderados por Alcide De Gasperi estaban en buena parte formados por antiguos fucini y laureati católicos (Moro, Scelba, Gonella, Fanfani, Andreotti, entre otros), con quienes Montini seguía manteniendo estrechas relaciones.
Del 7 al 11 de mayo de 1948 se celebró en el histórico Salón de los Caballeros del Parlamento de La Haya el llamado “Congreso de Europa, al que se puede calificar el momento fundacional del proceso de integración europea. Presidido por Winston Churchill, fue convocado por el Comité internacional de coordinación de los movimientos por la unidad europea, formado por todas las fuerzas políticas (conservadores, democristianos, liberales y socialistas) que pretendían elaborar desde nuevas bases un futuro de Europa, que garantizase la paz, la libertad y la prosperidad en el continente. Ochocientas personalidades del mundo político, intelectuales y hombres de la cultura, de las confesiones religiosas, de las organizaciones sociales participaron en esta asamblea, cuyas resoluciones y llamamiento final a los europeos tuvieron una decisiva influencia en el proceso de integración europea[22]. Entre ellas se proclamaba con gran énfasis: “Ha llegado la hora en que las naciones de Europa transfieran algunos de sus derechos soberanos para ejercerlos en adelante en común”.
Congreso de Europa
El Comité organizador del Congreso invitó a la Santa Sede a participar en él. Y fue nombrado a tal efecto Monseñor Paolo Giobbe, internuncio del Papa en los Países Bajos. En la ceremonia de apertura el alcalde de La Haya pronunció el discurso de salutación y se dirigió al representante de la Santa Sede con estas cálidas palabras: “Una característica verdaderamente singular de este Congreso es la presencia de un delegado de la Santa Sede, Monseñor Paolo Giobbe, al cual doy la bienvenida en nombre de todos”[23]. L´Osservatore Romano siguió el Congreso con gran atención y cuidada información. El editorial titulado Richiami e confronti (13 de mayo de 1948) hacía un balance del Congreso con una valoración muy positiva. El órgano oficioso de la Santa Sede, tras señalar el carácter inédito del proceso que el Congreso inauguraba, afirmaba de manera significativa:
“Por la referencia a la carta de la libertad con la premisa básica de la supremacía del espíritu y la inviolabilidad de la persona humana y la homogeneidad de los sistemas políticos que de tales principios se derivan, la Unión Europea, esto es, Europa -idea, convivencia, patria común-, surge y renace no precisamente por una reagrupación misma de los Estados sino por la confraternización de los individuos… Estas características declaran la naturaleza no sólo política y económica, sino y sobre todo, moral de la reconstrucción europea -moral por los derechos y libertades que afirma, por las garantías que les concede y por el elemento de unidad de donde parte-, y son, por tanto, auspicio de un éxito cual no tuvo hasta hoy otra tentativa semejante”
Con ocasión de su onomástica (San Eugenio, 2 de junio) Pío XII solía celebrar un encuentro con el Colegio Cardenalicio, a cuyos miembros transmitía sus reflexiones sobre asuntos diversos de la vida de la Iglesia y del mundo. En el encuentro de 1948 Pío XII se refirió al Congreso de La Haya con estas elocuentes palabras:
“Sin querer mezclar a la Iglesia en la madeja de intereses puramente terrenales, estimamos oportuno nombrar un representante especial Nuestro en el “Congreso de Europa” celebrado recientemente en La Haya, con el fin de mostrar el interés y el estímulo de esta Sede Apostólica en favor de la unión de los pueblos [europeos]. Y no dudamos que todos nuestros fieles serán conscientes de que su sitio debe estar siempre al lado de los espíritus generosos que están preparando los caminos al mutuo acuerdo y al restablecimiento de un sincero espíritu de paz”.
Pero Pío XII no terminó sus pronunciamientos sobre el Congreso de La Haya en su alocución del 2 de junio de 1948. El 11 de noviembre del mismo año el Pontífice recibía a los delegados reunidos en Roma de un congreso de federalistas europeos, celebrado pocos días después de la constitución formal del Movimiento Europeo con la finalidad de defender y propagar los ideales y valores adoptados en el “Congreso de Europa”.
Pío XII pronunció un amplio discurso sobre la necesidad de que la “construcción europea”, la Europa unida, “debe reposar sobre una base moral sólida”. Esta base -proseguía el Papa Pacelli- debe encontrarse en la historia europea, para añadir: “Por eso hemos sentido gran satisfacción al leer al comienzo de la resolución de la Comisión Cultural del Congreso de La Haya, del pasado mes de mayo, la mención de la “común herencia de la civilización cristiana”. Con ese fundamento el Pontífice reclamaba “el reconocimiento expreso de los derechos de Dios y de su ley, por lo menos los derechos naturales, sobre los que están anclados los derechos del hombre, entre los que deben inscribirse también los de la familia, los de los padres y los de los hijos”[24].
El 25 de marzo de 1957 se firmaba en el Campidoglio de Roma el Tratado por el que se constituía el Mercado Común, el segundo gran paso en el proceso de construcción de la Europa Unida. El 4 de noviembre del mismo año la Asamblea parlamentaria de la CECA celebró en Roma una reunión, prácticamente de despedida de sus funciones, puesto que el 1 de enero de 1958 entraría en vigor el Tratado de las Comunidades Europeas, lo que implicaba la constitución de un nuevo Parlamento. La Asamblea estaba presidida por el europeísta democristiano alemán Hans Furler, a quien sucedería Robert Schuman en marzo de 1958. Pío XII recibió a los parlamentarios en audiencia y, en ese año decisivo de la historia de la Unión Europea, les dirigió unas efusivas palabras, en las que dijo:
“Los países de Europa que han aceptado delegar una parte de su soberanía a un organismo supranacional entran - así lo creemos- en una vía saludable en la que puede emerger para ellos y para Europa una vida nueva en todos los ámbitos, un enriquecimiento no sólo económico y cultural sino espiritual y religioso”.
El respaldo y estímulo de Pío XII y de la Santa Sede al proceso de integración europea a partir de los objetivos y valores proclamados en el Congreso de La Haya no podía ser más inequívoco. La Iglesia animaba a sus fieles a que se comprometieran en esta difícil y trascendental tarea, que consideraba el mejor camino para preservar la paz en el continente y para edificar una sociedad más humana y más concorde con los ideales evangélicos.
Pablo VI y la Europa Unida en marcha
El 21 de junio de 1963 Giovanni Battista Montini era elegido Obispo de Roma y proclamado Papa Pablo VI. Montini había sido un estrecho colaborador de Pío XII desde el inicio de su pontificado (1939) hasta que fue designado arzobispo de Milán en 1954. Estaba identificado con la visión de Pío XII tan favorable -como hemos visto- al proceso de integración europea. Además, los años en los que había desarrollado su actividad pastoral con los universitarios y licenciados católicos italianos en los años veinte y treinta le habían hecho ser un profundo conocedor de las inquietudes y esperanzas de esa generación, formada en los difíciles años del fascismo, y que estaba llamada a reconstruir desde bases nuevas la maltrecha convivencia de los pueblos europeos. El Papa Montini era un buen interlocutor y, con la perspectiva del diálogo que caracterizó a su pontificado, tenía auctoritas para alentar y exhortar a quienes en la vida pública estaban comprometidos en trabajar por el “bien común” europeo.
De sus discursos y pronunciamientos sobre la cuestión europea podemos destacar cinco ideas fuerza del pensamiento de Pablo VI sobre Europa: la dimensión histórica del proyecto, que arranca en la segunda guerra mundial, con el reconocimiento de la clarividencia de los “padres fundadores”; su naturaleza moral como “proyecto de paz”; la necesidad de acentuar el valor de solidaridad ad intra y ad extra; la importancia de preservar y reforzar los valores originarios de la integración europea; y el específico papel de los cristianos (y de la Iglesia) en las tareas de la construcción de la Europa Unida. Veámoslos sucintamente.
El 31 de enero de 1964, en los primeros meses de su pontificado, Pablo VI recibía en audiencia a la Unión Internacional de Jóvenes Demócratas Cristianos, reunidos en Roma. En su cálido mensaje se refirió a lo que significaba la unidad europea desde una perspectiva histórica: el fin de una “historia desgraciada” y la oportunidad -nueva- de hacer “una sola familia de pueblos hermanos”. Sus palabras fueron:
“Os abrís con todos vuestros pensamientos y vuestros esfuerzos juveniles al ideal de una Europa integrada y unida. Gran ideal muy digno de vosotros. Es digno de comprometer vuestros corazones y despertar vuestro entusiasmo. Representa la conclusión feliz de una historia desgraciada; las naciones europeas no deben ya tener pretexto para ir unas contra otras. Para eliminar el peligro, la tentación de un eventual conflicto -que podría ser trágico y fatal-, es preciso hacer, quisiéramos decir rehacer, una sola familia de pueblos hermanos, los cuales, diríamos, no serían partes de Europa, sino que constituirían Europa”.
Pablo VI les exponía con inequívoca claridad el apoyo de la Iglesia a la integración europea: “La Iglesia católica, como sabéis, desea que el proceso de integración europea continúe sin retrasos inútiles: responde a una concepción sabia y moderna de la historia contemporánea; responde a los objetivos de unión y de paz, que Nos mismo nos hemos fijado; pone en práctica las virtudes del aliento, desinterés, de la confianza que deben ser el sustrato de la educación cívica de un mundo que progresa a la luz de la vocación cristiana, la más alta y la más noble de las vocaciones humanas”.
El Papa insistía en esta misma idea en la audiencia concedida al grupo democristiano del Parlamento europeo el 14 de octubre de 1964:
“Permitid que aprovechemos esta ocasión -les decía- para renovaros. Nuestro aliento y para exhortaros a continuar una tarea que, aunque es ardua y compleja, se presenta sin duda como una necesidad vital para el porvenir de Europa e incluso del mundo entero. Tened la seguridad, Señores, de que Nos seguiremos siempre con simpatía vuestros esfuerzos con el fin de acelerar el advenimiento de una Europa pacificada y unida”.
Con motivo de la celebración del décimo aniversario de los “Tratados de Roma”, Pablo VI recibió el 29 de mayo de 1967 a los miembros de las Comisiones Ejecutivas de la CEE y de la Euratom (lo que hoy es la Comisión Europea) y en su discurso también expresó la continuidad del pensamiento papal en su apoyo al proceso de integración europea: “La Iglesia sigue muy de cerca todo lo que se relaciona con la construcción de Europa. Las declaraciones al respecto de Nuestros predecesores -tanto de Pío XII como de Juan XXIII- han sido ampliamente difundidas y ustedes las conocen. Y ustedes saben que Nos mismos, más de una vez, hemos alentado con toda nuestra fuerza a aquellos cuya acción tendía a favorecer la unidad europea”.
Esta afirmación del Pontífice responde, efectivamente, a una constante línea de apoyo y reconocimiento a las iniciativas adoptadas por personas del mundo de la política y de la cultura, particularmente a las pertenecientes al ámbito católico, desarrolladas a partir de los años treinta, en pro de una unión más estrecha entre los pueblos de Europa. La Iglesia ha considerado un motivo de viva satisfacción el hecho de que tres principales “padres fundadores” de Europa hayan sido laicos católicos con una trayectoria y vida ejemplares. A ellos se refería Pablo VI en su discurso a la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa el 5 de mayo de 1975, durante su visita a Roma en el Año Santo. “¿Cómo no evocar el camino recorrido bajo el impulso primero de hombres de Estado particularmente clarividentes, como los fallecidos Robert Schuman, Alcide De Gasperi y Konrad Adenauer? Se trataba, inmediatamente después del conflicto mundial, de construir la unidad europea, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la fraternidad y de la cooperación en todos los campos, con el fin de asegurar las condiciones de la paz y del progreso, …promoviendo con prioridad la libertad y el respeto de los derechos de la persona humana”[25].
El respaldo y cercanía de la Iglesia Católica al proyecto de integración europea tuvo una razón fundamental: su convicción de que era concebido desde sus mismos orígenes como un “proyecto al servicio la de paz”, tal y como fue proclamado en el Congreso de La Haya en 1948. Esta sintonía con los anhelos de paz expresados con vehemencia por la Santa Sede a lo largo del siglo XX, desde Benedicto XV, en sus desoídos intentos de detener la “inútil matanza”, hasta el grito de Pío XII “guerra a la guerra”, fue recordada por Pablo VI en su discurso de 29 de mayo de 1967 a las Comisiones Ejecutivas de la CEE y de la Euratom. En él dijo el Pontífice a sus miembros congregados en Roma: “Quien ha hablado en nombre de ustedes ha puesto el acento, con feliz expresión, sobre el punto preciso en que se encuentran la Iglesia y las Comunidades Europeas, al decir que ellas son “una obra de paz”. Ustedes trabajan para la paz; la Iglesia trabaja también para la paz. He aquí nuestro punto de conjunción”… “Ustedes aspiran a asegurar un orden estable en Europa Occidental y a hacer en ella efectivamente imposibles -esta vez cabe esperarse- nuevas guerras europeas. Y al construir así la paz en un continente, ustedes contribuyen a reforzarla en el resto del mundo. He aquí la razón por la que la Iglesia les da su aprobación y su aliento. Y he aquí por qué ella les ofrece de todo corazón el apoyo de sus principios morales y de sus fuerzas espirituales que, para el edificio de la Europa en construcción, son un elemento de cohesión de primer orden”.
Estas palabras eran elocuentes en el respaldo del Papa al proceso de construcción europea. Al tratarse de una audiencia en el décimo aniversarios de los Tratados de Roma, no quiso Pablo VI dejar de transmitir también una sincera felicitación a las instituciones comunitarias: “Los resultados de vuestras actividades en estos diez años, el balance de las comunidades europeas instituidas por los Tratados de Roma aparece como netamente positivo”.
En los distintos pronunciamientos de Pablo VI sobre Europa está de forma insistente la referencia al valor de la solidaridad. Ya en la Declaración de Schuman de 9 de mayo de 1950 el estadista francés lo había señalado como un factor decisivo para la edificación de la Europa unida. La Santa Sede compartió esa visión y animó siempre a la aplicación real de este principio. Pablo VI lo abordó con algunas perspectivas nuevas en su Discurso de 16 de abril de 1970 dirigido a los miembros de la Comisión Social del Parlamento Europeo.
Declaración de Schuman
Pablo VI había promulgado el 26 de marzo de 1967 su encíclica Populorum progressio, un documento fundamental en su pontificado, en el que enfocaba la “cuestión social” con una nueva perspectiva: “Hoy el hecho más importante -arrancaba la encíclica- es que la “cuestión social” ha tomado una dimensión mundial. Los pueblos hambrientos interpelan hoy a los pueblos opulentos”.
La Comunidad Europea llevaba dos décadas de creciente prosperidad, que había proporcionado una extensión del bienestar social a amplias capas de su población. El éxito de la economía social de mercado era una realidad incontestable. Con el prolongado período de crecimiento económico la Europa integrada había alcanzado el pleno empleo, lo que estaba permitiendo la ampliación de los derechos sociales y la mejora de las condiciones de vida. Pero también aparecían nuevas lacras que emergían en la “sociedad de consumo”. A todo ello se refería Pablo VI en su discurso:
“Hemos observado con satisfacción que entre vuestros objetivos figuran el pleno empleo, la libre circulación de la mano de obra, la elevación del nivel de vida. La seguridad del empleo y la protección de la salud exigen un esfuerzo constante. Es necesario también que os empleéis sin descanso en satisfacer esos requisitos primordiales que son el respeto de las personas, su integración en la sociedad, su participación responsable en la vida de las comunidades humanas, el apoyo ofrecido a los valores morales, la ayuda dedicada a esa célula fundamental de la vida social que es una familia unida, la protección eficiente contra las plagas que se hacen en nuestros días cada vez más amenazadoras para nuestra juventud, -como la droga, cuya difusión es necesario sofocar a todo trance y sin tardanza-, y, finalmente, la necesidad de asegurar a todos los grupos humanos la posibilidad de satisfacer sus exigencias espirituales más profundas”. El Papa invitaba a los parlamentarios a procurar que no hubiera “víctimas de un desarrollo desequilibrado”, para lo que había que actuar especialmente “en favor de las regiones o los sectores menos favorecidos”. Era un llamamiento a ejercer la solidaridad ad intra de la Comunidad europea.
Pero su mensaje introdujo el tema de la solidaridad ad extra, apoyándose en la doctrina expuesta en la Populorum progressio. Consideraba que el alto nivel de vida alcanzado por Europa le hacía adquirir una nueva responsabilidad ante el mundo ante la enorme distancia entre las condiciones de vida de los países en vías de desarrollo y los países desarrollados, situación que el Papa denunciaba con vigor en su encíclica. Por ello, Pablo VI formulaba una apremiante exhortación a los miembros del Parlamento Europeo:
“Nos queda mucho por hacer, para asegurar un desarrollo integral. Pero cómo no repetirlo incansablemente: “El desarrollo integral del hombre no puede hacerse sin el desarrollo solidario de la humanidad” (Populorum progressio, n. 43). El tercer mundo tiene los ojos fijos en nosotros. En medio de dificultades sin número lucha por asegurarse ese desarrollo al que tiene derecho, también él, a partir de esas condiciones de vida, con frecuencia más precarias que son las suyas. Os confiamos, señores, este último deseo que nos angustia (cf. Populorum progressio n. 87); ¿sabremos evitar el repliegue egoísta sobre nosotros mismos y, hay que decirlo también, sobre los privilegios y los talentos que Dios nos ha dado para ponerlos al servicio de todos nuestros hermanos? ¿La comunidad que construimos será para el mundo del hambre y de los antagonismos raciales e ideológicos un motivo de esperanza, una mano tendida fraternalmente?”. Aquel llamamiento de Pablo VI sigue vigente y tiene una reforzada actualidad.
Esta idea de solidaridad, entendida como la tarea -la obligación moral- orientada a que nadie quede marginado o excluido de los beneficios de la prosperidad la vuelve a defender Pablo VI en el discurso dirigido al presidente del Parlamento Europeo, el holandés Cornelis Berkhouwer, el 9 de noviembre de 1973. “Se trata- dice el Pontífice- de hacer más equitativas, más humanas, en el sentido de un humanismo pleno, las condiciones de vida de todos y cada uno, sin discriminación alguna. Una solidaridad en la búsqueda, en el trabajo, en la organización de las leyes, en las realizaciones, se hace necesaria para que ningún miembro quede al margen ante el gigantesco cambio que afecta a todos los pueblos, con mayor razón los pueblos vecinos, que tienen tantas raíces y lazos comunes”.
Otra preocupación recurrente en las reflexiones y pronunciamientos de Pablo VI sobre Europa es la que se refiere a los valores que sustentan el proyecto europeo. Pío XII ya manifestó la sintonía de la Iglesia con aquellos valores que proclamaron y defendieron los “padres fundadores” como cimientos de la Europa que se quería construir y que quedaron bien reflejados en las Resoluciones del Congreso de La Haya de 1948. La Europa Unida se había definido a sí misma como una “comunidad de valores”. Ese substrato no debería perderse ni siquiera deteriorarse, porque constituía la razón de ser, el alma de la edificación de una Europa integrada y que pudiera ser una influyente voz en el mundo.
Pablo VI agrega una razón más a esta constante defensa del sistema de valores, basamento del acuerdo fundacional del proyecto europeo. Es la positiva influencia que el “modelo europeo” puede ejercer en el resto de un mundo cada vez más interdependiente y en el que se están librando grandes batallas en torno a conceptos tan esenciales como la libertad, la igualdad, la justicia y la dignidad humana.
El Pontífice recuerda esos valores y expone esa “misión” que debería asumir Europa en los siguientes términos: “Efectivamente, los pueblos que no están directamente integrados en las Comunidades, especialmente los de otros continentes, mantienen con frecuencia su mirada fija en los países europeos. No solamente para poner a prueba o para discutir la manera cómo estos últimos defienden solidariamente sus propios intereses, sino sobre todo para juzgar los valores en que se inspira su actividad: sentido del hombre, respeto de sus derechos, importancia dada a su responsabilidad, a su libertad, a sus deberes, preocupación por el destino espiritual y por sus exigencias, interés por la paz universal, equidad en las relaciones internacionales y respeto de una autoridad internacional, apertura a los demás pueblos, solidaridad leal con ellos, mutua ayuda en un espíritu de servicio, todo cuanto corresponde a la fe y a la civilización que han caracterizado a los países europeos. Estos valores deberían suscitar iniciativas como las que usted ha evocado. Nos tenemos la firme esperanza que Europa, unificada un día, no decepcionará las expectativas de la humanidad”[26].
Pablo VI, en efecto, consideraba que, en la medida en que la Europa Unida fuera fiel a los valores sobre los que se había sustentado su proyecto integrador en sus orígenes, podía desempeñar como nuevo actor en la esfera mundial un papel muy beneficioso al servicio de la comunidad internacional y, en definitiva, de la humanidad, por la conciencia, también, de que ningún otro actor importante había asumido con tanta nitidez los valores con que se alimentaba el proyecto europeo, como proyecto de paz, de libertad, de solidaridad y de supremacía de la dignidad humana. Por el contrario, en la medida en que se debilitaran esos valores o se tergiversaran, Europa no podría ejercer esa misión benéfica para el mundo.
En el Año Santo de 1975, ya en la etapa final de su pontificado, se celebró el tercer simposio de los obispos de Europa. En su clausura, Pablo VI pronunció un importante discurso, en el que, ante los cambios acelerados y profundos que experimentaba el continente, planteaba los nuevos desafíos que suponen tales cambios a la comunidad cristiana y definía las responsabilidades que esta realidad reclama a los cristianos, a las comunidades católicas presentes en Europa. “En el proceso de secularización, que está afectando profundamente a la Europa cristiana, -constata el Pontífice- parecería como si la función vital de la fe haya de transcurrir cada vez más bajo el manto del silencio”.
Para Pablo VI esta era una nueva realidad, que representaba no sólo un desafío específico para los cristianos sino también lo era para el futuro de la integración europea misma.
En efecto, Pablo VI reafirma que “solamente la civilización cristiana, de la que ha nacido Europa, puede salvar a este continente del vacío por el que está atravesando, permitiéndole dominar humanamente el “progreso” técnico del que ha hecho gala en el mundo, recuperar su identidad espiritual y asumir sus responsabilidades morales hacia los otros miembros del planeta. Esto es lo original, la oportunidad, la vocación de Europa, mediante la fe”.
El Papa recuerda a los obispos “que no somos nosotros los que debemos ser artífices de la unidad en el plano temporal, en el ámbito político”. Pero les apremia a realizar una misión que considera indispensable para Europa: “despertar el alma cristiana de Europa, donde tiene sus raíces su unidad”. “Esta es la tarea de la evangelización”, apostilla, anticipando lo que será programa central del pontificado de Juan Pablo II.
Pablo VI es consciente que este “camino espiritual” que a los cristianos corresponde asumir en los nuevos tiempos, y que debe ser su contribución específica en cuanto tales al servicio de Europa, necesita “la autenticidad y la unidad de la fe”; y también lo es que exige un testimonio tan exigente como erizado de espinas. Para mejor expresarlo recurre a la famosa Epístola a Diogneto: Con él “podríamos decir: lo que el alma es en el cuerpo, los cristianos lo son en el mundo, en este mundo de Europa. Sí, ciertamente, como en los tiempos de Diogneto, deben dar su testimonio en condiciones de pobreza, en medio de la incomprensión, en la contradicción, incluso en la persecución”.
Cuarenta y cinco años después los cristianos deberíamos tener muy cerca de nosotros este clarividente discurso de Pablo VI. La secularización ha avanzado en este tiempo. El europeísmo de Pablo VI se condensaría ahora en una tarea: “despertar el alma cristiana de Europa”, precisamente al servicio de su unidad, que sigue siendo una propuesta tan válida como cuando en la postguerra “los padres fundadores” iniciaron el proceso de su integración.
Eugenio Nasarre
Vicepresidente del Movimiento Europeo de España
[1] La FUCI (Federazione Universitaria Cattolica Italiana) nació a finales del siglo XIX como asociación confesional católica. No estaba encuadrada en la Acción Católica sino que tenía personalidad propia, obviamente dependiente de la Jerarquía, que nombraba a los consiliarios: un consiliario nacional y consiliarios en cada “centro” existente en cada Universidad.
[2] Ambos fueron unos dirigentes laicos excepcionales. Igino Righetti estudió Derecho en la Universidad de Bolonia. Fue presidente de la FUCI hasta 1934 y fundó el Movimento di laureati di Azione Cattolica, por impulso de Montini para proseguir el compromiso cristiano de los fucini, una vez concluidos los estudios universitarios. Igino Righetti ejerció de abogado y murió prematuramente en 1939, cuando contaba con 35 años de edad. Fue un estrecho colaborador de Montini y promotor de diversas iniciativas formativas y culturales. María de Unterrichter estudió Literatura en la Universidad La Sapienza de Roma. Al finalizar la guerra se incorporó a la Democracia Cristiana. Fue diputada en la asamblea constituyente de 1946 y en las sucesivas legislaturas hasta 1963. Subsecretaria en el ministerio de Instrucción Pública, dejó una gran impronta en el mundo educativo italiano.
[3] Vid. Nicolo Mazza, La Fuci di Montini, Roma, 2018, y Renato Moro, Giovanni Battista Montini e il fascismo, Roma, 1984.
[4] Para una aproximación al pensamiento personalista desde los años treinta vid. L´apporto del personalismo alla costruzione dell´Europa, ed. Roberto Papini, Milano, 1981. En especial, Emile Poulat, Sacralizzazione della nazione e nazionalizzazione del sacro: la disgregazione dell´Europa sotto la spinta dei nazionalismi; y Antonio Pieretti, La formazione della cultura personalista comunitaria nella crisi degli anni 30”.
[5] La Fionda fue una revista estudiantil de periodicidad variable que tuvo vida de 1918 a 1926. Su impulsor y director fue Andrea Trebeschi, amigo de Montini de su época escolar. En 1943, tras la caída de Mussolini, Trebeschi se incorporó a la resistencia en Lombardía contra la república de Saló. Fue detenido por las tropas alemanas y deportado al campo de concentración de Dachau y posteriormente al de Mauthausen, donde falleció en 1945. Montini sintió vivamente la pérdida de su amigo. Resulta interesante observar que los dos más estrechos colaboradores de Pío XII en la Secretaría de Estado, monseñor Tardini y el mismo Montini, fueron colaboradores de La Fionda.
[6] Vid. Renato Moro, op. cit. en nota 3.
[7] La relación del entonces monseñor Montini con los medios universitarios católicos no acabó con la finalización de sus tareas pastorales como consiliario. Animó a Iginio Righetti a crear el movimiento de Laureati, al que se incorporaban muchos de los fucini, tras la conclusión de sus estudios universitarios. La opción montiniana dio sus frutos. La FUCI y los Laureati se convirtieron en un importante vivero de políticos democristianos, que, al finalizar la segunda guerra mundial, respondieron al llamamiento de De Gasperi. Fueron universitarios de la FUCI y de los Laureati, entre otros muchos, Aldo Moro, Mario Scelba, Guido Gonella, Ammintore Fanfani, Giuseppe Spataro, Vittorino Veronese, Giulio Andreotti. Entre los discípulos de Montini una figura clave en el laicado católico italiano en los años de la segunda guerra mundial fue Sergio Paronetto (1911-1945), que había estudiado Economía y desarrollaba su vida profesional en el IRI (Instituto de Reconstrucción Italiano). Con la incitación de Montini Paronetto fue el coordinador y redactor principal del Codice di Camaldoli (1943), un documento que pretendía condensar los principios y propuestas que deberían guiar la acción de los católicos italianos en la reconstrucción de la democracia, tras la caída del fascismo, siguiendo el modelo del Código de Malinas (1927). El nombre de Camaldoli fue adoptado en referencia al monasterio benedictino, ubicado en la Toscana, donde tuvieron lugar las reuniones en que se fijó el Codice. Sergio Paronetto murió prematuramente el 20 de mayo de 1945, a punto de concluir la segunda guerra mundial. En 1948 se publicó un pequeño volumen, Ascetica dell´uomo di azione (Roma, 1948), con escritos de índole espiritual de Paronetto, con un cálido prólogo de Montini, en que ensalzaba sus virtudes y su compromiso y elogiaba su “visión de conjunto”, lejos de la especialización, que, según Montini, es fundamental para el hombre de acción- El Codice di Camaldoli ejerció gran influencia en el primer equipo de dirigentes de la DC italiana y también en el conjunto del mundo católico europeo en la época de la postguerra, cuando los partidos democristianos llegaron a ser la primera fuerza política. Fue una de las bases de la elaboración del modelo de economía social de mercado.
[8] Maritain publicó 35 artículos en la primera mitad de los años veinte, todos ellos de índole filosófica.
[9] En la obra colaboraron acreditados teólogos franceses, la mayoría tomistas cercanos a Maritain: los dominicos Marie Vincent Bernadot y Étienne Lajeunie, el jesuita Paul Doncoeur y los clérigos Daniel Lallement y Francois Xavier Maquart. Jacques Maritain escribió Le sens de la condamnation, y en su artículo modificó parcialmente el enfoque dado en Primauté du spirituel.
[10] Las obras de Maritain en la década de los treinta dedicadas a las cuestiones de orden temporal fueron principalmente Religion et culture (1930); Du régime temporel et de la liberté (1933); Lettre sur l´indépendence (1935); Humanisme integral (1936); La personne humaine et la societé (1939). En todas ellas fue elaborando las bases de una filosofía personalista y de un “humanismo cristiano”. Ya en la segunda guerra mundial y durante su exilio en Estados Unidos esa obra fue completada con libros que ejercieron gran influencia en la postguerra: Les droits de l´homme et la loi naturelle (1942); Christianisme et démocratie (1943); Principes d´une politique humaniste (1944); L´Homme et L´Etat (1951).
[11] Vid. Giancarlo Galeazzi, L´idea ejuropea nella cultura personalista: il contributo di J.Maritain, en op. cit. en nota 4. Este autor precisa que al privilegiar Maritain la dimensión “cultural” de la Europa unida está pensando en unas bases culturales suficientemente homogéneas, sin perjuicio de su diversidad. La aportación del cristianismo a dichas bases sería fundamental para el filósofo francés.
[12] J. Maritain, El hombre y el Estado, Madrid, 2002.
[13] A la muerte del Cardenal Maglione en 1944, cuando la guerra mundial estaba llegando a su fin, Pío XII decidió no nombrar nuevo Secretario de Estado, estableciendo una bicefalia, formada por Monseñor Tardini y Monseñor Montini, éste hasta 1954, en que fue promovido arzobispo de Milán.
[14] De Gaulle, católico profundamente creyente, pretendió mantener las mejores relaciones posible con la Santa Sede y valoraba la contribución de los católicos en la reconstrucción de Francia. Cuando las tropas aliadas habían ya pisado territorio francés, solicitó una audiencia a Pío XII, que tuvo lugar el 30 de junio de 1944. A ella se refiere De Gaulle en sus Memorias de guerra, en las que hace un elogio de Pío XII. En la entrevista se habló sobre el futuro de Europa. Según el estadista francés, Pío XII deseaba una “unión cercana de los Estados católicos”. De Gaulle consideraba necesario que en la nueva Francia no hubiera vestigios del régimen de Vichy y, por ello, exigió una cierta depuración de aquella parte de la jerarquía católica que se había mostrado más colaboracionista con el mariscal Pétain. Como gesto de buena voluntad y, al mismo tiempo, afirmación de su política, pidió a Jacques Maritain, colaborador de la France libre, que aceptase la encomienda de ser embajador ante la Santa Sede, lo que el filósofo aceptó. Vid. Los católicos entre la democracia y los totalitarismos, Pablo Hispán Iglesias de Ussel, Madrid, 2017.
[15] Roberto Formasier, Jacques Maritain ambasciatore. La Francia, la Santa Sede e i problema del dopoguerra, Roma, 2016.
[16] Santa Sede, Librería Editrice Vaticana.
[17] Jacques Maritain falleció el 28 de abril de 1973. Pablo VI emitió un sentido telegrama de condolencia, en el que decía: “Profundamente conmovido por la noticia de la llamada de Dios a Jacques Maritain, un amigo especialmente querido desde los tiempos de su misión anta la Santa Sede. Su voz, su figura, quedará en la tradición del pensar filosófico y de la meditación católica”.
[18] Maritain aceptó el encargo y redactó para el Papa cuatro memorandos: sobre la verdad; sobre la libertad religiosa; sobre los laicos; y sobre la oración común y la oración privada. Abordaba también el problema del uso de las lenguas vulgares y los textos sagrados. Los textos están incluidos en las Oeuvres complètes (Jacques et Raïssa Maritain), Friburgo, París.
[19] La cultura jurídica de la postguerra conoce un florecimiento del iusnaturalismo. La obra de Henrich Rommen El eterno retorno del derecho natural, que contenía una despiadada crítica al positivismo jurídico, en el que se había basado el Derecho del Tercer Reich, cosechó un gran éxito. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 se fraguó en este clima, enlazando con la mejor tradición del Derecho de gentes. En su discurso del 25 de septiembre de 2011 ante el Reichstag alemán Benedicto XVI constató el cambio experimentado desde entonces, consistente en el dominio absoluto del positivismo jurídico en nuestros días. “Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista -apuntó el Pontífice- las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego”. Benedicto XVI calificó esta situación como “dramática”. Acaso sea el cambio de mayor envergadura que afecta de manera substancial a la integración europea misma y a los fundamentos de su funcionamiento, ya que desde sus orígenes la Unión Europea fue concebida como una “Comunidad de Derecho”.
[20] Giorgio Campanini, La cultura personalista dei protagonisti dell¨integrazione europea: De Gasperi, Adenauer e Schuman. Op. cit. en nota 4.
[21] En las elecciones celebradas entre 1946 y 1949 en los seis países que serían los Estados fundadores de la Unión Europea la DC fue la fuerza política más votada en cinco de ellos (Italia, Alemania, Holanda, Bélgica y Luxemburgo). En Francia fue el segundo partido más votado (el 26 por 100) a escasa distancia del partido comunista (28 por 100). En la primera realización del proceso de integración europea, el Tratado que instituyó la CECA (1950), todos los gobiernos que lo suscribieron estaban formados por democristianos y presididos en cinco de ellos.
[22] Las resoluciones del Congreso de La Haya en lengua española están recogidas en Europa como tarea, (coords. Eugenio Nasarre, Francisco Aldecoa, Miguel Angel Benedicto), Madrid, 2018.
[23] Paolo Giobbe (1880-1972) desarrolló su actividad eclesiástica en la diplomacia vaticana. Fue internuncio en Holanda durante el largo período de 1936 a 1958. Juan XXIII lo creó cardenal en su primer consistorio de 15 de diciembre de 1958. En el mismo consistorio recibieron la birreta cardenalicia el arzobispo de Milán Giovanni Battista Montini y monseñor Domenico Tardini, entre otros.
[24] El artículo El Papa y la unidad europea del profesor de filosofía José Solas García, publicado en Ecclesia el 3 de enero de 1953, glosa la posición del Papa Pío XII y de la Santa Sede ante el reciente proceso de integración europea, mostrando a los lectores españoles el respaldo y estímulo del Pontífice al proyecto de la Europa Unida que nace en el Congreso de La Haya. En los medios católicos españoles atentos a lo que sucedía en Europa fue fraguándose una corriente europeísta. Precisamente en 1953 un grupo perteneciente a la Asociación Católica de Propagandistas (ACDP) promovió una asociación para difundir en España los valores y fines del proyecto europeo. La Asociación Española de Cooperación Europea (AECE) se constituyó en 1954, siendo su primer presidente el miembro de la ACDP Francisco de Luis y su secretario general Fernando Alvarez de Miranda. Formó parte de su junta directiva el profesor José Solas.
[25] En la actualidad están en proceso las causas de beatificación de Robert Schuman y de Alcide De Gasperi. Ambas iniciaron su “fase diocesana” en los años noventa. La causa de Robert Schuman está ya en la Congregación de las Causas de los Santos. Numerosos testimonios dan cuenta de la intensa vida espiritual de ambos estadistas, además de sus ejemplares vidas tanto en el ámbito personal como en la esfera pública, siempre orientada con criterios morales.
[26] Discurso de Su Santidad Pablo VI al Presidente del Parlamento Europeo, 9 de noviembre de 1973, Librería Editrice Vaticana, Santa Sede. Todos los textos de Pablo VI reproducidos en estas páginas tienen la misma fuente.