El joven Montini, tras unos meses de estancia en Roma, escribe a su familia: “la vida romana me resulta cada día más repulsiva. El provinciano no se adapta bien”. Sin embargo, vivió en ella la mayor parte de su vida, ocupó el puesto más alto y trató de cambiarla y adaptarla a las necesidades del tiempo presente. Su carácter y su sentido de Iglesia estaban marcados por su sencillez, su capacidad intelectual, de acogida y de acompañamiento a un pueblo y una cultura que estaba cambiando decisivamente en sus relaciones con la religiosidad tradicional, con consecuencias no siempre bien comprendidas ni atendidas.
Durante su vida intentó permanentemente entretejer métodos de comprensión y acercamiento a la modernidad, de renovación de la liturgia, la teología, la espiritualidad y de las formas de gobierno de la Iglesia. Buscó desde su juventud conocer el pensamiento cultural contemporáneo, sobretodo el francés, y favoreció desde sus puestos de trabajo curiales los centros de pensamiento religioso de Francia y Alemania, las experiencias renovadoras de los sacerdotes obreros, de las abadías que se enriquecían con una liturgia centrada en las fuentes patrísticas y comprometida con las aspiraciones espirituales del pueblo de su tiempo.
Pablo VI fue bien acogido en el mundo católico, pero, su personalidad conectaba con dificultad con las masas y, en realidad, fue poco popular, siendo maltratado por la izquierda y la derecha, pero la memoria innovadora del concilio y su sorprendente capacidad de renovación las debemos en gran parte a él. Montini fue siempre un “extranjero” en la Curia, no porque pensara que no era necesaria sino porque consideraba que había que cambiarla y reorientarla, con el propósito de que fuera capaz de responder a las necesidades y exigencias de la Iglesia universal, menos italiana y más global, más preocupada por las sensibilidades y culturas de unos pueblos que creen en Jesús, pero desconocen las tradiciones de Occidente tan extrañas a las suyas.
De hecho, Pablo VI fue un papa permanentemente reformador y gracias a él seguimos poniendo en práctica los documentos conciliares según fueron aprobados, y podemos reflexionar hasta dónde nos puede llevar el espíritu conciliar siempre presente en la Iglesia, aunque, a veces, pienso que no siempre fue capaz de integrar del todo las inquietudes y el “sensus fidelium” de la gran comunidad de los creyentes posconciliares en su ejercicio pastoral del ministerio petrino.
Su memoria queda atrapada y ensombrecida entre las diversas popularidades de Juan XXIII y la de Juan Pablo II, pero el papa Francisco ha vuelto a inspirarse en él y en su Evangelii nuntiandi, proponiendo una Iglesia menos preocupada por las grandes concentraciones y por la espectacularidad siempre evanescente, y más centrada en la fe del pueblo cristiano y de los seres humanos en general. La canonización de Pablo VI reconoce una vida evangélica, una actuación eclesial de comunión y generosidad y un liderazgo que supo combatir de palabra y obra los problemas de su época con sabia moderación.
Todos guardamos en nuestra memoria una imagen que representa mejor que cualquier otra su carácter y su concepción del pontificado. Una imagen que todo papa debiera conservar como programa de vida y de actuación. Me refiero a la imagen de un simple ataúd de madera, en el puro suelo, con un evangeliario cuyas páginas mueve el viento en libertad. Pablo VI fue abandonando poco a poco el mundo de ritos, vestiduras, fórmulas y lenguaje, tratamientos y costumbres puramente barrocas y palaciegas, pero poco evangélicas y totalmente anacrónicas, hasta llegar al final de su vida a la simplicidad absoluta, un mínimo espacio para conservar los pocos y resecados despojos de una vida, y el Evangelio que lo llenaba todo. Así enterraron a un santo con una profunda espiritualidad bíblica y cristológica y con una caridad vivida y ejercitada que le llevó a perdonar y olvidar siempre los ataques injustos y las incomprensiones que sufrió en su vida.
Juan María Laboa
Historiador