Su antecesor, Juan XXIII, había querido una Iglesia de ventanas abiertas, una Iglesia que recuperara la primavera y la fragancia de la frescura del Evangelio. Montini, cuyo nombre ya circuló en octubre de 1958, en el cónclave que eligió a Roncali, como posible Papa, calzó las sandalias del pescador cinco años escasos después, y desde el comienzo mismo de su elección la Iglesia y la humanidad enteras comprendieron que no había marcha atrás, que sería la senda marcada por su antecesor y cuyo emblema era el Concilio Vaticano, del que tan solo había concluido su primera fase.
Con todo, el ya Papa Pablo VI no lo tuvo fácil. Y es que nunca es fácil conjugar tradición con modernidad, fidelidad con reforma. Y particularmente, a partir de 1968, año emblemático donde los haya, el Papa Montini se halló con las resistencias e intransigencias, incluso a veces virulentas, de quienes no entendían, por exceso o por defecto, cómo eran posible conjugar tradición con modernidad y fidelidad con renovación. Pero él no lo dudó: el único camino posible para la Iglesia, cuya misión es servir al hombre, era y es el de la comunión y el del encuentro. Aunque tantos le urgieran, y hasta con acritud, rupturas, defecciones e impopularidades, pisar más el freno o pisar más el acelerador. Y aunque su figura, tanto entonces como también ahora, se hubiera debatir entre extremos de tesis o de antítesis, que ni entendían ni querían una Iglesia de síntesis.
¿Progresista o conservador? ¿Firme o dubitativo? ¿Entusiasta del Vaticano II o atrapado por su legado? Fueron y siguen siendo algunas de las alternativas, más bien simplistas, que quisieran bloquear su ministerio. Pero él lo tuvo claro. Pero Pablo VI quiso ser y fue, ante todo, un hombre de Iglesia, un hijo fiel de la Iglesia y un padre para todos desde la fidelidad y la renovación, los dos quicios permanentes e inexcusables de la verdadera Iglesia.
Leamos, como ejemplo de todo esto, un más que paradigmático párrafo de su testamento, firmado ya el 30 de junio de 1965 y ratificado el 16 de septiembre de 1972. Es este: «Y respecto a lo que más importa, despidiéndome de la escena de este mundo y yendo al encuentro del juicio y de la misericordia de Dios: debería decir tantas cosas, muchas. Sobre la situación de la Iglesia; que escuche las palabras que le hemos dedicado con tanto afán y amor. Sobre el Concilio: se lleve a término felizmente y trátese de cumplir con fidelidad sus prescripciones. Sobre el ecumenismo: continúese la tarea de acercamiento a los hermanos separados, con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor; pero sin desviarse de la auténtica doctrina católica. Sobre el mundo: no se piense que se le ayuda adoptando sus criterios, su estilo y sus gustos, sino procurando conocerlo, amándolo y sirviéndolo».
Pablo VI fue, sí, el Papa para una modernidad compleja, cambiante y hasta imprevisible y contradictoria, tan amada y esperada en demasía por unos, como temida y denostada en exceso por otros. Fue el Papa del Concilio Vaticano II y de toda su carga de renovación y de reforma desde la fidelidad. Fue el Papa del primer postconcilio, tantas veces hermoso, tantas veces traumático. Fue el Papa del diálogo, de la comunión y del encuentro.
Pablo VI fue, en suma, el Papa de la Iglesia y del hombre. El Papa de una Iglesia siempre camino del hombre y para el hombre. El Papa de una Iglesia, «experta en humanidad y servidora del hombre». De una Iglesia siempre en su escucha y a su servicio, siempre atenta a los signos de los tiempos y a los problemas e inquietudes que se abatían sobre una humanidad magnífica y atormentada, que ya empezaba a mostrar inequívocos síntomas de fragmentación, de cambio y ruptura.
De ahí, que en sus postreros pensamientos autógrafos sobre la muerte dejara escrito: «Ruego al Señor hacer de mi próxima muerte un don de amor a la Iglesia. Podría decir que la he amado siempre”… «“¡Oh hombres, comprendedme, os amo a todos en la efusión del Espíritu! Así os miro, os saludo, así os bendigo. ¡A todos!».
Jesús de las Heras
Sacerdote y periodista