No cabe duda de que la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, transformó la práctica clínica de nuestro país. Cuando se cumplen veinte años de su promulgación, nos parece importante compartir públicamente algunas reflexiones.
Es un hecho admitido que, desde mediados del siglo XX, la autonomía del paciente, entendida como la capacidad de elección y el control de éste sobre las decisiones médicas referentes a su salud, ha adquirido la máxima prioridad en el ámbito sanitario. Pueden haber influido en ello la progresiva adopción de una mentalidad que ha llevado a considerar a los médicos como proveedores de salud y a los pacientes como consumidores de salud, pero sin duda la causa más relevante ha sido la definición e implantación del consentimiento informado (CI), el refrendo más poderoso para reconocer la relevancia de la autonomía del enfermo.
El origen de este proceso hay que situarlo en la protección y reivindicación de los derechos civiles relacionados con el desarrollo de la investigación biomédica y la asistencia sanitaria, cuyos principales hitos son los siguientes: el Código de Núremberg (1947), la Declaración de derechos del paciente de la Asociación Americana de Hospitales (1973) y la Convención sobre los Derechos Humanos y la Biomedicina del Consejo de Europa (1997). Puede decirse que está en el origen mismo de la Bioética; supone evolucionar desde un modelo paternalista a otro que no sólo respeta, sino que potencia la autonomía del paciente.
En la asistencia sanitaria el CI debe entenderse como un proceso de comunicación e información entre el profesional sanitario y la persona atendida; proceso que finaliza con la aceptación o negación por parte del paciente competente de un procedimiento diagnóstico o terapéutico, después de conocer los riesgos, beneficios y alternativas, para poder implicarse libremente en la decisión. El documento, por tanto, es el resultado final: ni es el principio ni el CI se reduce al documento, a pesar de que algunos compañeros todavía no lo hayan entendido.
Nos parece importante subrayar que este proceso de comunicación, información y toma de decisiones en el ámbito asistencial tiene su fundamento en los derechos humanos y, concretamente, en el derecho a la libertad de una persona para decidir sobre su propia salud.
El CI se basa en el reconocimiento fundamental, reflejado en la presunción legal de capacidad, de que las personas tienen derecho a aceptar o rechazar intervenciones sanitarias basándose en sus escalas de valores y en su deseo de realizar sus propias metas.
Escenarios actuales de la Medicina en situaciones complejas como ensayos clínicos, trasplantes, fertilización in vitro, clonación, tratamientos invasivos en UCI, solicitud de deseo de anticipar la muerte, etc. hacen que la toma de decisiones sea más compleja.
La Ley 41/2002 afirma no sólo que “el titular del derecho a la información es el paciente” (art.5.2), sino que “la información clínica forma parte de todas las actuaciones asistenciales, será verdadera, se comunicará al paciente de forma comprensible y adecuada a sus necesidades y le ayudará a tomas decisiones con su propia y libre voluntad” (art.4.2), siendo el médico responsable del paciente quien garantice el cumplimiento de ese derecho.
Aunque la filosofía del CI tiene un fundamento sustancial en las normas jurídicas, es esencialmente un imperativo ético: esto no se debería olvidar nunca. Desde el punto de vista de la Bioética, la transición conceptual no sólo ha cambiado en el nivel legal sino fundamentalmente en el rol y actitud que adquieren los pacientes: transitamos desde un modelo de atención más paternalista a uno más deliberativo que, en nuestra opinión, se expone de forma clara en los modelos de relación médico-paciente de Linda y Ezequiel Emmanuel que, a pesar de pasar más de veinte años desde que se publicaron, nos continúan iluminando en el día de hoy.
Descripción de los cuatro modelos de Linda y Ezequiel Emanuel
El modelo paternalista tiene como objetivo hacer el bien al enfermo siguiendo los criterios clínicos del médico, por considerar que es éste el único capacitado para decidir lo que es bueno para su paciente. Descrito desde los principios básicos de la Bioética, el médico paternalista pone especial énfasis en la beneficencia sin tener en cuenta la autonomía del paciente.
Este modelo de relación asume obligaciones como la de poner los intereses del enfermo por encima de los propios y, también, la de pedir opinión a otros médicos cuando se carezca de los conocimientos suficientes para conseguir el máximo beneficio del paciente. Pero siempre sin contar con la opinión del paciente, dado que se asume que ninguna otra valoración es mejor que la del médico.
En el modelo informativo, también conocido como modelo técnico y modelo del consumidor, se proporciona al paciente toda la información relevante sobre su enfermedad, incluidos los beneficios y los riesgos asociados a las actuaciones terapéuticas, con la finalidad de que sea el propio paciente quien decida la intervención que desee. Este modelo entiende la autonomía del enfermo como el ejercicio de un control total sobre las decisiones médicas.
Podríamos considerar aquí el papel del médico como mero asesor carente de subjetividad, cuya obligación es ofrecer información veraz, cultivar la competencia técnica de su especialidad y consultar a otros médicos cuando sus conocimientos o habilidades sean insuficientes. Es un modelo que puede considerarse empleado en las consultas de segunda opinión que se solicitan habitualmente en ciertas especialidades como, por ejemplo, la Oncología.
En el caso del modelo interpretativo se trata de indagar en los valores del paciente y saber lo que realmente desea en ese momento, para ayudarle a elegir, de entre todas las intervenciones médicas, aquella que satisfaga sus valores. Al igual que en el modelo anterior, el médico proporciona al paciente la información relevante sobre su enfermedad, incluidos los riesgos y beneficios de cada posible intervención, pero lo decisivo es ayudar al enfermo a aclarar y articular sus valores respecto a las posibles actuaciones terapéuticas, es decir, ayudarle a interpretar sus valores.
En estas situaciones, los valores del paciente pueden no estar claros dada la complejidad de enfrentarse a situaciones no vividas previamente, por lo que el médico ayuda al enfermo a conocer e interpretar sus valores, pero no debe juzgar ni imponer. Sólo el enfermo decide qué actuaciones se ajustan mejor a su sistema de valores.
El médico adquiere aquí el papel de consejero además de consultor, facilitando al enfermo la información relevante, ayudándole a interpretar sus valores y a discernir (incluso sugiriendo) las intervenciones médicas que mejor los lleven a cabo. La autonomía se ejerce desde el descubrimiento de su jerarquía de valores, en función de las diferentes opciones médicas que afectan a su vida y a su salud.
Por último, el modelo deliberativo implica que el médico tiene que ofrecer al paciente la información clínica disponible sobre su situación, ayudándole a dilucidar los valores incluidos en las opciones terapéuticas posibles e indicándole aquellos valores relacionados con su salud que tienen mayor peso y a los que debe aspirar. Todo ello hay que realizarlo a lo largo de un proceso deliberativo conjunto entre médico y enfermo.
El médico dialoga con su paciente acerca de qué tipo de actuación sería la mejor y la autonomía del enfermo se concibe como un autoconocimiento de su propia moral, en el sentido de que está capacitado para analizar, mediante el diálogo con el médico, acerca de los valores relacionados con su salud y sus implicaciones en el tratamiento elegido.
¿Cuál de ellos podemos considerar correcto en nuestra asistencia diaria?
Los doctores Emanuel destacaron en la importancia de ponerse de acuerdo acerca de cuál de ellos puede servir de referencia en todas partes o, al menos, para la mayoría de los actores que intervienen en el proceso de toma de decisiones. Parece evidente que cada uno de los modelos puede ser apropiado en diferentes circunstancias clínicas.
En situaciones de urgencia el modelo paternalista puede ser una guía correcta de actuación, teniendo en cuenta siempre el documento de instrucciones previas, si existe. Hay aspectos intrínsecos al paciente (como el geográfico-racial, el nivel sociocultural, espiritual o el modelo de relaciones familiares) que en ocasiones abocan a que predomine la relación basada en el modelo paternalista, pues esos elementos intrínsecos no permiten avanzar en la toma de decisiones.
Por el contrario, en pacientes que tienen valores claros pero enfrentados, quizá pudiera ser más adecuado el modelo interpretativo, cuidando siempre con delicadeza la intimidad del paciente.
En otras circunstancias, donde las relaciones médico-enfermo son de carácter puntual, sin continuidad, podría estar justificado el modelo informativo, aunque siempre conlleva el peligro de practicar una Medicina a la carta o, quizá peor, el de refugiarse en una Medicina defensiva, que es claramente contraria a la Ética y Deontología médicas, si bien, por desgracia, está contando con un desarrollo cada vez más creciente, sobre todo en sociedades desarrolladas.
No obstante, nosotros consideramos -desde nuestra práctica clínica, desde los contenidos de la Bioética y con la ley 41/2002 en la mano- que hay razones más que suficientes para elegir el modelo deliberativo como el más adecuado y, en consecuencia, nuestras administraciones públicas deben desarrollar una forma de financiación y organización del sistema público de salud que incentive (no que penalice) a los médicos para emplear tiempo en dialogar sobre los valores de sus pacientes. Comprendemos que pueda resultar un asunto muy complicado en tiempos de crisis como la actual, con consultas saturadas y precariedad en cuanto a recursos humanos, pero todos debemos ser conscientes de que en este tema se juega la esencia misma de la profesión médica y la calidad de cualquier sistema público de salud. Para poder cuidar con excelencia necesitamos emplear el tiempo necesario para cada caso, por el bien de los pacientes, pero también por el bien de los propios médicos: resulta muy lamentable que los gestores del sistema no lo vean así o, simplemente, se encojan de hombros diciendo “esto es lo que hay”.
Nuestras administraciones públicas deben desarrollar una forma de financiación y organización del sistema público de salud que incentive (no que penalice) a los médicos para emplear tiempo en dialogar sobre los valores de sus pacientes
Además, el modelo deliberativo es el que más se acerca al ideal de autonomía que se viene imponiendo desde hace tiempo. Respetar la autonomía no consiste sin más en permitir a una persona elegir lo que prefiera entre una lista de acciones, sino hacerlo dentro de un proceso de diálogo y reflexión integral, que médico y enfermo deben realizar conjuntamente, si en realidad se quiere obtener el mejor o el menos malo de los cursos de acción. Por eso esperamos de los mejores médicos un compromiso con sus pacientes en un proceso de evaluación detallada sobre su salud y sobre los valores relacionados con ella.
El modelo deliberativo resalta la necesidad de realizar cambios en la asistencia y en la educación médica que estimulen una práctica clínica cada vez más humana:
- potenciando la comprensión y el diálogo;
- potenciando la dimensión comunicativa y, por tanto, la dedicación personalizada;
- educando e implicando en el cuidado de su salud al propio paciente;
- reconociendo las carencias formativas para alcanzar aptitudes y actitudes que conviertan nuestro quehacer no sólo en el mero empleo de tratamientos y técnicas tras el consentimiento informado del paciente, sino en una ayuda esencial y fraternal de la persona enferma promovida por el médico entre otros sanitarios.
¿Y qué es lo que ocurre hoy en día en nuestras consultas? Evidentemente la variabilidad de la relación médico-paciente es muy amplia.
Nos encontramos pacientes frágiles y desprotegidos, con poca capacidad en la toma de decisiones y, desgraciadamente, con poca capacidad también en las alternativas terapéuticas que el médico tiene para (desde la cercanía y apoyo) ofrecerle la mejor solución. Esas suelen ser situaciones de extrema gravedad, donde a veces lo único que solicita el paciente es algún detalle en cuanto a los efectos secundarios (por ejemplo, "que no se me caiga el pelo").
En casos complejos, donde caben distintas opciones terapéuticas, los casos se suelen discutir en un comité multidisciplinar, y la decisión que de allí sale se comparte con el paciente, quien, dependiendo de su perfil, contará con la opinión del médico responsable o incluso delegará en él la decisión final.
A veces abiertamente los pacientes nos expresan la necesidad de una segunda opinión, cuestión ante la que siempre debemos mostrarnos conformes y no ofendidos.
También es recomendable, si la relación de confianza no es la óptima, solicitar a otro compañero que atienda el caso, pero por motivos varios esta solicitud rara vez la emite el médico: suele pedir un cambio de profesional el paciente, lo cual es para reflexionar.
20 años después de la ley 41/2002 hay que insistir en que la sociedad espera del médico que sea un profesional cívico (y no sólo un técnico biomédico) capaz de persuadir a su paciente sobre la importancia de ciertos valores, pero no de imponerlos sin contar con el propio enfermo.
Las segundas opiniones adolecen con frecuencia de connotaciones en lo que se refiere a la biología del paciente. Son actos puntuales, muy técnicos en casi todos los casos, pero con implicaciones éticas relevantes.
Veinte años después de la ley 41/2002 hay que insistir en que la sociedad espera del médico que sea un profesional cívico (y no sólo un técnico biomédico) capaz de persuadir a su paciente sobre la importancia de ciertos valores, pero no de imponerlos sin contar con el propio enfermo. Al contrario, la aspiración del médico no es someter al paciente a su voluntad, sino darle las herramientas para que mediante el diálogo fraternal sea el mismo paciente quien elija el curso de acción más deseable y acorde con su sistema de valores. De ese modo, el CI no será nunca un acto burocrático, sino una parte más del acto clínico, del encuentro clínico, de una relación de amistad profesional basada en la confianza de dos sujetos morales autónomos en una situación heterónoma (el paciente debilitado por la enfermedad sin los conocimientos del médico y el medico preparado y vacacionado para su ayuda).
Es un modelo de Ética médica denominada «beneficence in trust» (beneficencia fiducial o beneficencia en la confianza), un modelo que exige al médico ser una persona virtuosa, digna de la confianza del enfermo y dispuesta a poner sus conocimientos científico-técnicos y sentido personal al servicio de cada paciente. Urge, por consiguiente, revitalizar la Ética de la virtud y el sentido comunitario de la vida humana.
La aspiración del médico no es someter al paciente a su voluntad, sino darle las herramientas para que mediante el diálogo fraternal sea el mismo paciente quien elija el curso de acción más deseable y acorde con su sistema de valores.
En este modelo los valores del médico son importantes para los enfermos e incluso sirven de base para elegir al médico responsable y afianzar esa verdadera relación de confianza que, sin lugar a duda, ofrece los mejores resultados, al potenciar al máximo la comunicación y la deliberación en el seno de una comunidad sanadora.
Sólo así responderemos a la llamada de nuestros pacientes: “no decidas por mí, decide conmigo”. Sólo así evitaremos el desgaste profesional que tan duramente está afectando a la clase médica. Sólo así creceremos como personas y desarrollaremos todas nuestras capacidades profesionales. Sólo así, en definitiva, ejerceremos una Medicina a la altura del siglo XXI.
El veinte aniversario de la Ley 41/2002 debe ser una ocasión privilegiada para pensar en estas cosas, evitando toda posible autocomplacencia, reconociendo debilidades y fortalezas en el camino recorrido en estos 20 año renovando nuestro compromiso con la esencia misma de nuestra profesión. También el Legislador y los gestores sanitarios están llamados a hacer este ejercicio, si cabe con mayor urgencia que quienes estamos en primera línea atendiendo a los enfermos de este país.
Dr Francisco Javier Barón Duarte
Hospital Universitario de A Coruña
Dra. Elia Martínez Moreno
Hospital Universitario de Fuenlabrada (Madrid)
Bibliografía
EMANUEL, E.J.; EMANUEL, L.L., “Four Models of the Physician-Patient Relationship”, JAMA 1992; 267 (16): 2.221-2.226. Existe traducción al español: COUCEIRO VIDAL, A. (ed.), Bioética para clínicos, Triacastela, Madrid 199, págs. 109-126.