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Herrera Oria: Doctrina Social Católica y Doctrina Política Pontificia

En el 51 aniversario del fallecimiento del cardenal Herrera me viene a la memoria la impresionante manifestación popular de duelo con que fue recibido el féretro, al día siguiente, en la catedral de su diócesis, a la que había renunciado dos años antes, así como el lleno en la misma catedral para su funeral y entierro. Fue el cardenal muy querido en su única diócesis, sobre todo a nivel popular,  pese, sin duda, a las obligadas ausencias, debidas a las múltiples tareas a nivel nacional. Nunca faltaba, sin embargo, ni renunciaba a su obligación de predicar la palabra de Dios a sus diocesanos desde el templo catedralicio: sus célebres homilías en “la misa de una”.

La Doctrina Social de la Iglesia, en la que Ángel Herrera creía con profunda fe, y con la convicción absoluta de que su puesta en práctica había de ser la ruta imprescindible para el logro del “bien común” y para la “reconciliación” posbélica que tanto le preocupaba, era, además, para él, “punto de partida”. Desde este inicio quedaba abierta para el cristiano la apuesta perenne por la generosidad y disposición al servicio. Podría decirse que esta Doctrina ayuda a concretar la mínima exigencia del creyente. Nunca podría llegarse a la tranquilidad plena de conciencia y a un final en paz. Siempre quedaría algo por “hacer”, dado que su propósito y disposición había sido, en primer lugar y desde la primera década del siglo, la “unión de los católicos”; y, a partir de la guerra civil, la Doctrina exigida, la mejor instancia y la más eficaz guía para la “reconciliación” de los españoles.

 

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En una de sus últimas actuaciones, en preciosa carta a la XXVI Semana Social, celebrada en Málaga, en abril de 1967,  a la que no pudo ya asistir por hallarse impedido y a poco más de un año de su muerte, Ángel Herrera, cardenal de la Iglesia, y hasta septiembre de 1966 obispo de Málaga, volvía a su persistente preocupación y a su apasionado interrogante:

“¿Por qué nuestro catolicismo tan fecundo en frutos admirables, no ha logrado influir en la  vida pública nacional? ¿Quiénes son los responsables de esta hiriente paradoja? ¿Quiénes son los causantes de la zona débil  que existe en la conciencia pública española?”

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Distinguía Herrera – y así se mantuvo para hasta los primeros setenta- Doctrina Social Católica y Doctrina Política Pontificia; sobre todo porque los mismos Pontífices, León XIII y Pío XI en primera instancia, habían distinguido en sus encíclicas ambas vertientes. La primera, la Doctrina Social, desde la carta encíclica “Rerum Novarum” (1891), había atendido a la realidad social más que penosa en que se hallaban las clases bajas, trabajadores de la industria y del campo y parados básicamente, con salarios de  miseria, y abocados permanentemente a una vida injusta y sórdida, a partir, sobre todo, del mal reparto de la propiedad y de la resistencia u olvido de dar al trabajo y a su remuneración la vía idónea de participación en los beneficios de la empresa. La Doctrina Política, entretanto, orientaba y hacía hincapié principalmente en la concepción del “bien común”, en la cuestión de las “legítimas libertades” y en la colaboración con los “poderes públicos”.

Solamente éstas, la Doctrina Social y la Doctrina Política, le sirvieron de orientación y apoyo a la hora de conformar unas pautas de pensamiento y de acción especificas, ágiles y de segura permanencia, que cabría someramente compendiar en los principios esenciales que recrean y compendian los jugosos documentos pontificios publicados en los años ochenta y noventa del siglo XIX, esenciales, y presentes e  invariablemente dinámicos, en su vida y trayectoria:

1º  Fidelidad perenne a los principios de la Doctrina de la Iglesia, con especial hincapié en los postulados ideológicos, económicos, sociales y políticos sobre los que se basa y proyecta la “organización cristiana de la sociedad”. 

2º La consideración del bien común, principio, igualmente básico, en la concepción y desarrollo de la sociedad.

3º La adecuación de medios políticos eficaces a fines igualmente nobles, a partir y a través de la acción de unas minorías selectas –el gobierno de los mejores- que no tenían por qué  coincidir ni  pasar obligatoriamente  por la sangre o por la herencia.

Fidelidad y apoyo al poder político constituido, conforme a la doctrina tomista de defensa del bien común, cuya conquista y afianzamiento aseguran a la sociedad frente al “vacío de poder”, al mal o torcido uso del mismo o a la primacía de intereses y “fines bastardos” o erróneos.

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Estructura entonces un cuerpo doctrinal, una "doctrina política de la democracia cristiana", deducible de su adecuación a las encíclicas pontificias y a sus principios programáticos, que cabría resumir o sintetizar, conforme al más estricto seguimiento de los documentos papales, en los siguientes:

  1. La unidad de género humano, lo mismo que la comunidad universal de los pueblos, son fruto de la voluntad divina; y exigen una norma universal y una autoridad supranacional que coordine la soberanía de los Estados y la concordia de las naciones con los propios derechos de la comunidad (Summi Pontificatus, Pacem Dei, Pax Christi).
  1. Los deberes de los católicos en la vida pública, a partir de la profesión abierta y constante de doctrina católica, se resumen en el amor a la Iglesia y a la Patria, en el seguimiento de las normas de la Jerarquía eclesiástica acerca de la acción política, en la sumisión a la autoridad civil constituida, en el mantenimiento de la concordia, en la resistencia legítima a las leyes injustas y en la cooperación activa en la vida pública (Inmortale Dei, Sapientiae Christianae, Ad Beatissimi).

Como botón de muestra de este proyecto y proceder, y de su atención y apuesta por una visión y actuación más global, resulta peculiarmente significativo el discurso pronunciado por Ángel Herrera, el 11 de junio de 1930, en el "Centro de Madrid" de la ACNdP en el que especifica y comenta los "principios de la política cristiana" según el Papa León XIII:           

"Los fundamentos de razón están, para el Papa León XIII, en que la "unidad" y la "paz" son los bienes supremos de la sociedad, condición indispensable para que se obtengan todos los demás beneficios sociales, y ambas están vinculadas a la autoridad. Ir, pues, contra la autoridad establecida es atacar a la sociedad en sus bienes más preciosos. La doctrina puede parecer en algunos momentos dura y hasta cruel e inhumana, porque niega el derecho a rebelarse contra un poder opresor y tiránico. Sin embargo, es la doctrina sapientísima que sigue la Iglesia para ahogar en sus orígenes todo movimiento pasional que podría poner en peligro el orden social constituido".

 

José Sánchez Jiménez
Doctor en Historia Universidad Complutense de Madrid




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