Todos a lo largo de nuestro ciclo vital necesitamos ser cuidados. En la infancia y en la enfermedad, ante la debilidad, el dolor, la falta de esperanza y el sufrimiento; a las puertas de la muerte propia o ante la pérdida de un ser querido.
La soledad, el aislamiento, la hiperconectividad, la falta de espacios y tiempo para las relaciones humanas, la búsqueda cada vez mayor de la rentabilidad y la eficiencia, y la mercantilización de nuestras sociedades, están convirtiendo el cuidado no solo en una asignatura pendiente, sino en todo un reto, también para la Iglesia.
Los días 28 y 29 de junio, el XXVII Curso de Doctrina Social de la Iglesia que celebrará en la Fundación Pablo VI la Comisión Episcopal para la Pastoral Social y Promoción Humana, abordará, precisamente, esta cuestión del cuidado en distintos ámbitos: el de salud, la migración, el ámbito penitenciario, la familia, las relaciones laborales o sociales, la respuesta ante soledad, la trata y la precariedad laboral, etc.
José Carlos Bermejo, director del Centro de Humanización de la salud y Centro Asistencial San Camilo de Tres Cantos (Madrid) es uno de los expertos que trabaja el cuidar como un arte: el de la escucha, la empatía, la compasión y la ternura, especialmente al final de la vida y el duelo. Con su ponencia, “Cuidar para un mundo humanizado” se inaugurará este curso.
P.- Llevas más de 30 años dedicado al acompañamiento, al estudio de la muerte y el sufrimiento en situaciones complejas. ¿Qué te ha llevado a dedicar tu vida al estudio de la muerte y su sufrimiento?
R.: Mi pasión por el mundo del “sufrir”, el enfermar, el final de la vida y el dolor me viene porque de muy pequeño ya acompañaba como monaguillo en los espacios del sufrir. ¿Cómo no tener un eco en mi investigación y mi estudio si de niño iba por delante de los cortejos fúnebres con la Cruz? El hecho de ser religioso me posiciona en el corazón de la cara oscura de la vida: la dependencia, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Por un lado, cultivo esa dimensión de acompañar a las personas y, por otro, la investigación y el estudio sobre lo que nos pasa a los humanos y los recursos de los que contamos para humanizar y vivir sanamente este mundo oscuro que también nos caracteriza.
P.- ¿Consigues distanciarte de ese sufrimiento? ¿Cómo se repone uno ante la pérdida o las historias de duelo de esas personas con las que trabajas? En tu último libro “El sanador herido” pones de manifiesto, precisamente, el dolor del que acompaña…
R.-: Hay un paradigma de equilibrio que se recoge en ese “sanador herido”, que es el de cómo gestionar la propia vulnerabilidad.
Hay personas que proponen no implicarse para no quemarse, se habla de una empatía racional, no una compasión que nos envuelve y evoca nuestra propia fragilidad… Sin embargo, relacionarse con personas que sufren tiene un precio inevitable, que se llama “la fatiga por compasión”. No hay asepsia en las relaciones con el que sufre. Uno podría decir, “escucha a la gente que sufre, pero que no te afecte”. Pues, mira, va a ser que no. Yo intento trabajar de una determinada manera y trato de enseñarlo así en nuestros cursos formativos: en primer lugar, teniendo claro el concepto de empatía, que sería el arte de implicarse con el sufrimiento de los demás y a la vez saber separarse, algo que tiene diferentes estrategias. No solo es darse el mensaje a uno mismo de que este duelo no es mío por más que yo vibre con el sufrimiento de quien me lo cuenta, no es solo un ejercicio de la razón, es el arte de cultivar caminos de compensación saludable, posicionar el sufrimiento del otro en un lugar que no me invada. A muchos nos ayuda la sencilla oración, llevar a la oración el sufrimiento de los demás. También ayuda el escribir, liberarnos de eso que se ha absorbido, narrar y buscar un interlocutor que permita contar lo que se ha vivido. Luego hay ejercicios espirituales más de fondo, como puede ser el mensaje fuerte de que uno mismo no es el mesías, sino que somos humildes compañeros que aliviamos porque escuchamos, que nuestra escucha es sanadora porque también el otro decide hacer de la narración una terapia. Pero no está en nuestras manos la eliminación del sufrimiento del otro, porque no es posible.
José Carlos Bermejo junto a Cristina Muñoz (enfermera) en el homenaje al cuidado durante el II Congreso Iglesia y Sociedad Democrática de la Fundación Pablo VI
P.- Cuando se habla de deshumanización de la salud ¿estamos hablando en realidad de esa distancia entre médico y paciente? ¿Se ha puesto una coraza el sanitario para no sufrir ante el dolor ajeno? ¿Es la tendencia en las facultades de Medicina?
R.- El fenómeno de la deshumanización tiene múltiples caras, no es solo la frialdad en la relación, la ausencia de capacidades emocionales, éticas, culturales o espirituales que, desgraciadamente, en las facultades de Medicina, Enfermería y otros espacios no se enseñan, entrenan o supervisan. La deshumanización es algo más complejo que tiene que ver en primer lugar en cómo se piensa la salud. ¿Es solo el buen funcionamiento del cuerpo o es una experiencia biográfica que nos afecta al pensar, sentir, relacionarnos…? Si lo pensamos de esta segunda forma, el concepto de atención cambia. Hoy la salud se piensa en clave veterinaria, por extraño que parezca.
También hay causas de deshumanización que afectan al mundo entero, como la diferencia de accesibilidad a los recursos preventivos, rehabilitadores, curativos, paliativos… la realidad es radicalmente diferente en España o en Guinea. También está la colonización tecnológica, que tiene su bondad porque cuanto más técnica tengamos, mejor, pero también hay ciertas dinámicas en la tecnología que, si no se pone en relación con la alianza terapéutica, pueden desplazar y minimizar la importancia de la escucha, la mirada, el contacto… La telemedicina, que es bien recibida, tiene también el peligro de distanciarnos y, en definitiva, deshumanizarnos, porque al final el acompañamiento será procesar y contrastar información y olvidarnos de la dignidad intrínseca humana.
En la relación clínica también se habla de deshumanización y uno de los riesgos es el de no trabajar en esa alianza terapéutica. Nos podemos haber ido al extremo opuesto de la medicina paternalista. La busca del equilibrio, implicándonos unos con otros en la alianza terapéutico, es el desafío humanizador.
Hay otros muchos ámbitos de deshumanización, como la diferencia de acceso a los recursos en diferentes puntos de la geografía española o el destino de mayores esfuerzos a patologías que son de interés para las empresas farmacéuticas que investigan y que les resultan más rentables que otras, como las enfermedades raras, a las que no se destinan tantos por su baja incidencia. Esto también produce una exclusión deshumanizadora.
P.- En nuestras sociedades la muerte es un tabú, al menos hasta el momento del COVID-19. Vivimos como si la muerte no existiera, no nos despedimos de las personas en las casas sino en los hospitales, los duelos se realizan fuera de los entornos vitales, los tanatorios se ubican en las periferias de las ciudades… Pero, por otra parte, en el debate de la eutanasia, por ejemplo, hay una tremenda simplificación del final de la vida y las cifras de personas que se quitan la vida o intentan hacerlo, no deja de aumentar entre la gente joven. ¿Es una cosa consecuencia de la otra? ¿Es necesaria una pedagogía de la muerte en este momento?
R.- Hay un cierto temor hacia todo tipo de sufrimiento y un mecanismo de defensa ante la muerte que impera en todo Occidente y que nos lleva a negarla incluso, aunque también hay ciertas olas contraculturales, como la corriente que apuesta por los cuidados paliativos, algo que solo se puede potenciar si se acepta la proximidad de la muerte. Empieza a haber iniciativas pequeñas, como el café de la muerte, lugares en los que nos damos cita para hablar, etc.
Somos muy sensibles al proceso del morir, queremos evitar todo tipo de sufrimiento y esto tiene relación con el desarrollo de la analgesia. En el pasado, cuando ésta no existía, cualquier síntoma generaba mucho dolor, basta con buscar escenas de dolores de muelas pintados en cuadros del pasado. Hoy somos muy sensibles y esto es una gran conquista: conquistando las posibilidades de aliviar el dolor también anhelamos el deseo irracional de controlar la muerte y el morir.
Es legítimo humanizar el final de la vida, pero lo que no es legítimo es a lo que hemos llegado en este momento, que es el incremento tan impresionante de las cifras de suicido. En España se suicidan cerca de 4.000 personas al año, una barbaridad. Esto de la muerte autoinducida es reflejo de una sociedad que deja a mucha gente en la cuneta, con una soledad sufrida y no buscada, en un vacío existencial que no cubre la tecnología. También un sufrimiento en soledad de esos problemas que no se comparten, lleva a mucha gente a quitarse la vida.
Esta sociedad ha aprobado la ley de eutanasia en un momento que es una obscenidad: cuando nos preocupábamos por la muerte de los vulnerables, le decimos a aquel que no pueda con el sufrimiento que abrimos un marco legal para que morir cuando uno quiera entre dentro de la cartera de servicios públicos en lugar de promover los cuidados paliativos. Filosóficamente esto una barbaridad y además llega en medio de una Torre de Babel y una confusión terminológica que no permite a la sociedad aclararse con los términos. Porque la sociedad apoya la eutanasia como un deseo de eliminar el sufrimiento, que podría estar provocado por el encarnizamiento terapéutico. Pero si supiéramos lo que realmente indica la eutanasia, que la gente confunde, por ejemplo, con una sedación paliativa, serían realmente muchos menos los que estarían dispuestos a pedirla.
Esto de la muerte autoinducida es reflejo de una sociedad que deja a mucha gente en la cuneta, con una soledad sufrida y no buscada, en un vacío existencial que no cubre la tecnología
P.- Desde tu experiencia de trabajo, ¿percibías una demanda real de eutanasia en España? ¿La exposición de una alternativa se ha centrado demasiado en el juicio y no en ofrecer un acompañamiento real y una pedagogía?
R.- Ha habido muchas presiones de grupos que han trabajado con la intención de incidir en la cultura con el objetivo de fondo, noble, de buscar un mundo de no sufrimiento evitable. En otros espacios de pensamiento y reflexión se ha estado más a la defensiva y respondiendo de una forma brusca y sin explorar los rincones en los que somos puestos contra las cuerdas. Nosotros como cristianos estamos encarnando una respuesta humanizadora de paliación. La mayor parte de los cuidados paliativos en España están en manos de instituciones de la Iglesia y eso es una respuesta operativa más allá de posicionamiento ideológico. Pero estamos siendo pobres o poco proactivos desde parroquias, catequesis, educación… La respuesta de la Iglesia es variada, no solo desde la fe y la defensa de la dignidad humana intrínseca a ella, sino que también hay respuestas de acompañamiento compasivo.
P.- En España cerca de 5 millones de personas viven solas. De esa cifra, el 43 por ciento tiene más de 65 años (la mayoría mujeres). En tu libro “Humanizar la soledad” no hablas de combatirla o paliarla sino de humanizarla como si fuera algo inevitable de lo que no podemos huir, ¿qué propones para ello? ¿Cómo acompañar la soledad?
R.- La soledad es muy variada y hay algunas formas que no hay que combatirlas sino hacer la paz con ellas.
Hay soledades que son necesarias, pero hay un problema con la soledad sufrida no deseada, que no coincide con la soledad habitacional, porque hay muchas personas que viven solas y no sienten esa soledad. El problema está cuando la soledad genera falta de atención, exclusión del acceso a los afectos y a los recursos; cuando disminuye la calidad de vida, cuando aumenta la depresión y la tristeza; cuando genera un autocuidado insuficiente, etc. Para esta soledad evitable habría que activar mecanismos de solidaridad. En este sentido, los restos de la pandemia, en una parte, deberían ser combatidos con espacios comunitarios de narrativa. La Iglesia y las parroquias deberían ser no solo lugares de celebración sacramental, sino también oasis de sanación de los traumas que solo en el encuentro y la relación encontrarán un camino terapéutico.
Por eso, la soledad hay que mirarla con mirada de gallina, mirando de cerca al que la sufre; y también con mirada de águila, con perspectiva, para no meter en una sola categoría este problema que hoy está siendo atendido también desde diferentes frentes.
La Iglesia y las parroquias deberían ser no solo lugares de celebración sacramental, sino también oasis de sanación de los traumas
P.- En el curso de Doctrina Social de la Iglesia en el que participarás hablarás, precisamente, de esa necesidad de avanzar hacia una sociedad cuidadora. ¿Qué propones?
R.- Qué bien que se esté hablando del cuidar, porque nos hemos dado cuenta de la naturaleza de nuestra identidad: que en el cuidado nos va la vida y que somos más interdependientes de lo que pensábamos.
Pensar y hablar de la sociedad de los cuidados nos puede hacer cambiar, incluso, la arquitectura de nuestras ciudades, en las que ya no solo habrá que pensar en los niños que juegan sino en los abuelos que los cuidan y a los que hay que cuidar no solo eliminando barreras arquitectónicas, sino haciendo accesibles los servicios y los programas.
Qué bien que nos hemos dado cuenta de que curar no es la cara más importante y cuidar la pobre, lo que toca cuando ya no se puede curar. Estamos tomando conciencia de que curar es solo una forma de cuidar; por eso, vale la pena insistir en la envergadura del verbo, empezando en cuidar los pensamientos, las palabras, las conductas y las obras.
De la mano del Papa Francisco y de tantos que lo dicen, nos damos cuenta de que también hay que cuidar la Casa Común, porque, o lo cuidamos todo o si lo estropeamos para las generaciones venideras. También tenemos que cuidarnos entre nosotros, porque hasta la constitución de la primera unidad social que es la familia, nos prometemos fidelidad en la salud y en la enfermedad, es decir, el cuidado recíproco del otro y de lo que se construye en común para alcanzar así la solidez de la propia vida.
Sandra Várez
Directora de Comunicación de la Fundación Pablo VI