14/01/2025
Foro de Encuentros Interdisciplinares con la presencia de Paolo Benanti.
In Die Obitus. † S. E. R. Mons. Antonio Ángel Algora Hernando
Muchos se preguntarán acerca de las razones para dejar transcurrir tantos días, desde el luctuoso acontecimiento, para dar testimonio personal en homenaje a la persona que fue sacerdote y obispo, ejemplar en las tres dimensiones: en la personal, en la sacerdotal y en la episcopal, para bien de cuantos le conocimos y, en mi caso, sintiéndome favorecido por su sincera amistad – la sinceridad era una de sus grandes virtudes – que naturalmente, creo que siempre traté de que fuese correspondida por mi parte.
Las razones son fundamentalmente dos: por un lado, la necesidad de dejar que la turbación por la pérdida de un fraternal amigo diera paso a la emoción y de ésta a la racionalidad, buscando la capacidad de la que carecía inicialmente, de hilvanar unas líneas, escasas, porque así deben ser las cosas, pero entrañables desde lo más profundo del corazón. Inicialmente no fui capaz de evitar aquellas preguntas que, en silencio, nunca deberíamos hacernos los cristianos ¿por qué Señor, él? y ¿por qué así, y ahora?
Confieso que se prolongaron días, hasta que, avergonzado, recordé los hechos que, tan representativamente, narra San Juan, cuando María, la hermana de Lázaro, al ver a Jesús dijo: “«Señor si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». Jesús viéndola llorar… preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?» Le contestaron «Señor, ven a verlo». Jesús se echó a llorar.” [Jn 11 32-35]. Y, ante el recuerdo del relato descrito, brotó para mí mismo, una excusa absolutoria: Si Cristo, Dios y Hombre, lloró por la muerte de su amigo ¿cómo no iba a turbarme la pérdida del mío? ¿Cómo no iban a surgir aquellas preguntas, que nunca debían haber venido a mi mente?
La otra razón justificativa del tiempo transcurrido tenía un fin: que permaneciera el recuerdo de Mons. Algora, más allá de la acumulación de testimonios, propia de los primeros momentos, rememorando desde la paz que el tiempo transcurrido nos ofrece, a quien, en todo momento, incluso en los momentos más difíciles, hacía gala de una extraordinaria paz interior que nada ni nadie podría perturbar.
Conocí personalmente a Monseñor Algora cuando ambos éramos mucho más jóvenes – sitúo tal afortunado encuentro, en algún momento del año 1995 – cuando él ocupaba, como titular, la sede episcopal de la diócesis de Teruel y Albarracín, y yo desempeñaba funciones directivas en una institución docente universitaria en Madrid, que me podía convertir en el indicado para escuchar y comprender los motivos de tan ilustre visita en mi despacho.
Aquel momento, puedo hoy decir, claro y alto, que me marcó humanamente, trabándose desde el inicio, una relación de amistad que se acrecentaría en el tiempo, hasta el momento en que ha sido requerido en la Casa del Padre, para gozar del merecido premio a sus buenas obras, a su vida ejemplar. Desde aquel momento, justo es decirlo, sin caer en interpretaciones gratuitas de desdoro sino de enaltecimiento, seríamos, para siempre, Antonio y José, hasta el fin de sus días.
Quizá la curiosidad de algunos les haga preguntarse, cuál era el motivo de la visita para que justificase aquel desplazamiento de Teruel a Madrid. Nada para él; así era nuestro obispo diocesano de Teruel-Albarracín. Sólo pretendía, poner en mi conocimiento, con la moderación propia de sus pretensiones, que había un chico en Teruel, hijo de una familia muy humilde, pero muchacho muy valioso, que, aunque careciendo de medios, quería cursar sus estudios universitarios, en la Universidad, en la que yo venía desempeñando aquellas funciones directivas ya mencionadas.
Interceder por la necesidad de un joven muchacho turolense, es decir plantear la necesidad de una beca suficiente, justificaba sobradamente el desplazamiento del Obispo a Madrid, cuando, bien lo hubiera podido sustituir por una llamada telefónica. Pero Antonio Algora era así, cercano y franco, como buen aragonés; sin rodeos ni prestancias por tan alta misión episcopal, y, aquel chico, naturalmente, estudió en la universidad que pretendía.
Si se me permite diseccionar lo mucho que era Antonio – tarea verdaderamente ardua, cuando no imposible – empezaría por decir que fue esencialmente una buena persona, con todo lo que estas dos palabras encierran. Primero porque ser buena persona en el profundo sentido de esos términos, no es algo que abunda ni se encuentra comúnmente. Son palabras mayores e inseparables que, cuando coinciden en un hombre, hacen una yunta indestructible, aran siempre juntas y a la par. Ser bueno y mantenerse persona sin que la bondad quiebre en blandura, ni la persona deje de afirmarse en sus acciones.
De este modo, de manera tan sencilla, comenzaba una relación, sin otro interés que la relación en sí misma, aunque tengo que reconocer que, de las dos partes llamadas a relacionarse, la mía, era la gran beneficiaria. Su elección y traslado a la diócesis de Ciudad Real, como Obispo Prior de la misma, el 20 de marzo de 2003, allanaba la distancia facilitando más aún los encuentros.
Pero el curso de los hechos en nuestras vidas, me iban a ser muy favorables, sin mérito alguno por mi parte. Nada de extraño tiene, pues, la Providencia se apiada siempre de los más débiles, en este caso, la debilidad estaba claramente de mi parte. De modo que, a nuestra relación, se le iban a abrir caminos que permitirían convertir lo excepcional en ordinario y, más aún, en frecuente.
Antonio Algora, era un Obispo de aquellos que, entre sus inclinaciones doctrinales, ahondó en la Teología Moral y, más concretamente, en la Doctrina Social de la Iglesia. No en vano, y quizá allí encontró la semilla que tanto fruto daría a lo largo de su vida, fue alumno – más tarde presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos – del Instituto Social León XIII; institución creada en 1950, con el acierto acostumbrado, por el que fuera Obispo, en aquel momento de la diócesis de Málaga, y después Cardenal de la Iglesia, S. Em. R. Ángel Herrera Oria, y en estos momentos Siervo de Dios, camino de los altares, a resultas de lo que determine el proceso de la Causa de Canonización que se abre en 1996.
Estamos hablando de un Siervo de la Iglesia que, si quisiéramos aceptar un breve desliz hacia las cosas del orden temporal, creadas y desarrolladas por el amor a Dios y por Él a los hombres, personalmente no tendría dudas en decir que era un fundador vocacional. Muchas eran ya en aquellos tiempos las obras que habían visto la luz de su mano, decisiones en todo caso meditadas, sostenidas por la oración y por un incansable trabajo por los más necesitados, y porque la cultura, los saberes, llegaran a los más amplios confines.
Con la intención de aunar el conglomerado de obras significativas en la vida social, educativa y política de España, en 1968 se aprueban los Estatutos de la Fundación Pablo VI, Pontífice felizmente reinante en aquellos momentos. Una de las obras que se incorpora al seno de la Fundación realmente creada, entre muchas que lo hicieron, fue el Instituto Social León XIII del que hemos hablado y había favorecido a nuestro Ángel Algora con sus enseñanzas sociales de la Iglesia.
¿Por qué destaco este acontecimiento? Porque iba a abrir nuevas posibilidades de cercanía, de colaboración en un futuro no tan lejano, reforzando los cimientos de aquella amistad que se había iniciado por un sencillo viaje del Obispo de Teruel a Madrid. El primer paso, lo da, como siempre Mons. Algora, al haber sido nombrado en 1996 Vocal Nato del Patronato de la Fundación Pablo VI, manteniéndose como tal, hasta 1999. El futuro, sin embargo, le tenía reservado algún esfuerzo adicional en beneficio de tal Fundación.
Y, siempre es cierto, pero no menos en este caso, que los proyectos de Dios son distintos a los de los hombres, siendo los de Dios indudablemente mejores que las alternativas trazadas por los hombres. Así resultó que, sin esperarlo, sin méritos para ello, a quien estas líneas escribe, parte débil de la relación entre dos amigos, en un mes de noviembre de 2001 se le elige como miembro del Patronato de la Fundación, apenas dos años después de que dejara de serlo Mons. Algora. Alegría por ambas partes es lo que produjo aquel nuevo episodio.
Aquella misión como patrono iniciada en 2001 se prolongaría hasta el mismo mes del año 2016. Quince años en los que también iban a producirse hechos relevantes. Tan relevantes como que, en abril de 2007, nuestro Antonio Algora vuelve al Patronato de la Fundación, esta vez como Vocal Electo – es decir, no por razón de cargo sino por decisión de los electores, refrendado por la Conferencia Episcopal Española –, y allí me encuentra de nuevo, ahora como vicepresidente de la Fundación (2004-2010), por la benevolencia extrema del entonces presidente – hoy también en Casa del Padre – S. Em. R. Cardenal Fernando Sebastián Aguilar, otro hijo para el orgullo de Aragón.
Antonio Algora entrega la Medalla de Oro de la Fundación Pablo VI a Fernando Sebastián
Tres meses después de la incorporación, el Patronato, también con el voto ahora de Antonio Algora, decide por unanimidad que, quien hoy escribe estas líneas, asuma la Dirección General de la misma – eran momentos difíciles para la Fundación –; acepto confiado la designación, pidiendo la ayuda del Señor, pues, sólo con ella, podría tener resultados positivos el compromiso asumido.
Tres años más de permanencia de Mons. Algora en el órgano rector de la Fundación, y el Patronato, en su sesión del 21 de abril de 2010, le elige, por unanimidad, presidente de la Fundación, para sustituir a Mons. Fernando Sebastián. Ni que decir tiene, que la que había sido, hasta ese momento, una relación de amistad cordial en el ámbito afectivo personal y eclesial, ahora se veía incrementada por una relación de responsabilidades en el ámbito de la gestión, de los fines, y de los frutos esperados, de la Fundación.
La manera como aceptó y ejerció esta Presidencia, sin negar nada a lo que a su tarea debía, sin el menor asomo de vanidad, es una buena muestra de su moderación, virtud tan suya ejemplificada en las palabras de nuestro gran barroco: a la moderación redujo un sabio toda la sabiduría, y a la moderación ejercida en su punto se le debe más éxitos que los que figuran en su haber y la falta de su ejercicio los muchos fracasos que suelen darse. Lo que el mismo Gracián llama, cuerda templanza, cabe aplicarse a la conducta y actitudes de nuestro amigo Antonio. Un buen entendimiento completado con una voluntad bondadosa, adornan el perfil del hombre de bien, del varón justo de discernimiento claro, que fue Antonio Algora.
Su Presidencia se prolongará durante algo más cinco años, hasta que, en 18 de noviembre de 2015, tiene que cesar por razones de edad. Es lo que ocurre cuando la vigencia de un acontecimiento se sitúa en un marco temporal abstracto, ajeno a las facultades, entusiasmo y disponibilidad de quien, por la sola circunstancia de la fecha de su nacimiento, irremisible tendrá que dejar parte de su vida, por mucho que de la misma sigan derivándose frutos abundantes.
Los cinco años de su Presidencia se iniciaban con el temor, por parte del Director General, de que aquella amistad que tanto había beneficiado a este último, se viera entorpecida por los problemas lógicos en el quehacer diario, y abundantes en su diversidad, que dada su naturaleza – ninguno de ellos tiene soluciones pertenecientes a las ciencias exactas – pueden generar opiniones encontradas y, en última instancia, posibles fricciones a la hora de tomar decisiones.
A día de hoy, cuando Antonio nos contempla desde el Paraíso, debo manifestar, de la forma más rotunda imaginable que, para este pobre Director General, fue una gracia de Dios, contar siempre con su opinión, con su criterio, con su bondad y con aquella – podría llamarse – tímida sonrisa, que estaba siempre presente, fuera cual fuese la dificultad del problema en ciernes.
Curso de Doctrina Social de la Iglesia en la Fundación Pablo VI
Su cese, inevitablemente, dejaba en mi persona, y en la función que ejercía, un sentido de orfandad, más que justificado por lo mucho que me había ofrecido y por el respaldo con el que siempre había contado en su persona. Mi tarea en la Dirección se prolongaría en su ausencia, todavía algo menos de dos años, hasta el 31 de marzo de 2017, en el que se producirá también el cese, para dejar paso a nuevos criterios, nuevas formas, incluso nuevos objetivos que con la ayuda de Dios seguirán ensalzando a esa pequeña porción de la Iglesia que peregrina en España, y que reconocemos como Fundación Pablo VI.
Hoy, desde la serenidad y el alejamiento de los deberes diarios, sólo me queda dar gracias a Dios por su amistad, signo de la gratuidad, y, algo más, por la incondicionalidad y universalidad de la misma, que me crea una deuda, que trataré de aliviar relativamente con mis oraciones en sufragio de su alma, pidiendo, pues, yo siempre acababa pidiéndole algo, que también él interceda para que vea, con luz brillante, el camino de la verdad, hasta que Dios quiera.
Él, entiéndaseme bien lo que pretendo decir, lo veo hoy, como un privilegiado de la Providencia desde su propio origen. Entre los cristianos es difícil aceptar que las cosas que ocurren, cómo ocurren y cuándo ocurren, son simple producto de la casualidad. Por ello, preguntaría a los más incrédulos: ¿fue casual que Antonio Algora Hernando viera la luz en La Vilueña (Zaragoza), precisamente el día de la festividad de los Santos Ángeles Custodios, 2 de octubre de 1940? ¿Fue casual, que fuera consagrado para la sucesión apostólica, el día de la festividad del Arcángel San Miguel, 29 de septiembre de 1985? ¿Fue casual, finalmente, que el Padre lo reclamase para Él, el día de la festividad de Santa Teresa de Jesús, 15 de octubre de 2020 – aquella carmelita que decía y se sentía desposada con el mismo Cristo, guía y fuerza para sus Fundaciones –?
En esto, tengo que confesar mi rotunda incredulidad. Nada de eso me parece casual. El año tiene 365 jornadas, todas ellas capaces para las posibilidades de nacimientos, consagraciones, defunciones… y en nuestro caso, mejor, en el caso de nuestro Antonio Algora Hernando, tenían que coincidir con esas tres fechas que, si él hubiera podido elegir, a buen seguro las habría elegido para los acontecimientos más importantes de su vida.
El recuerdo de Antonio siempre lo asocio a su gesto, a su mirada, a su conversación clara, su bondad tenía forma y expresiones evidentes. Una de ellas, la naturalidad con la que se producía. Lindaba por una parte con una cierta ingenuidad que, incitaba a veces a sus amigos a ironizar sobre alguna de sus manifestaciones. Lindaba por otra con una suerte de mansedumbre, virtud que ha desaparecido de nuestro vocabulario y que no afectó nunca a la consistencia de sus convicciones, tanto en el orden espiritual, como en el temporal. Fue hombre de convicciones firmes, nunca afectadas por las tentaciones de la moda y variaciones, frecuentes en el mundo actual. Me es grato mencionar también su laboriosidad constante y la afabilidad de trato para todos y con todos, sus oídos sordos a la irritación y su dominio ante cualquier arrebato intempestivo; que las ocasiones para ello existieron sobradamente.
Quizá esto parezca exagerado porque ninguna de estas virtudes pecaba de ostentación; eran virtudes soterradas que no se muestran en el día a día y que solo realizamos verdaderamente cuando la ausencia definitiva nos trae la visión de su mirada limpia, de su gesto pausado y de su palabra justa. Es penoso que sean necesarias estas ausencias para evidenciar sus valores y la necesidad de su compañía.
Por todo esto, él que creería liberarse de mis peticiones, sigo hoy con una muy especial que, en este caso no tiene fecha de cese, ni de caducidad: ¡Antonio, ruega por nosotros!
Requiescat in pace (R. I. P.).
Con la sinceridad y el afecto de siempre
José Tomás Raga