Andrés Ollero
Publicada en The Objective el 2 de enero de 2023
Como creyente, mi primer recuerdo fue el del fallecimiento de San Juan Pablo II a quien tan vinculado estuvo Ratzinger, y el de la reacción popular que clamaba “santo subito”. Pero, como eso lleva su tiempo, prefiero evocar al intelectual. Sin duda lo hago por deformación profesional, ya que soy catedrático de filosofía del derecho y durante más de diecisiete años fui diputado. De ahí que vengan a mi cabeza su diálogo con Jürgen Habermas en la Academia de Baviera, todo un encuentro en la cumbre; y su discurso ante el Bundestag, el Congreso de los Diputados de su país.
En el primer caso ambos coincidieron en una crítica a la razón tecnológica y a la dimensión científico-positiva de la naturaleza en que se apoya. Eso no impediría años después, en Regensburg, a un Ratzinger ya Benedicto XVI, defender a una razón más amplia, al afirmar, con algún escozor islámico, que “actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza Dios”, porque “Dios es logos”; a la vez que proponía la posibilidad de “un encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión”.
Como consecuencia, la ética católica lejos de aparecer como un entramado de prohibiciones de cuño sobrenatural, se propone como expresión de una racionalidad creadora, capaz de servir de rumbo positivo al ejercicio de la libertad.
No dejó de resultarme significativo, tras pronunciar una conferencia en una cofradía sevillana, que la primera pregunta del coloquio fue cuál era la diferencia entre una bioética cristiana y otra laica, como si lo que yo había expuesto no fuera fruto de argumentos racionales sino de dictados confesionales.
Precisamente, la bioética es lo que lleva al agnóstico Habermas a considerar estrecha e insuficiente la racionalidad tecnológica, criticando la eugenesia positiva norteamericana, que defiende diseñar hijos a la carta y pronosticando que se acabarían adquiriendo en un supermercado genético.
Amparándose en un fallo -nunca mejor dicho- de Estrasburgo, un juez español consideró que una educación sexual obligatoria era compatible con la libertad que nuestra Constitución reconoce a los padres en materias de relevancia moral, dando por hecho que se trataría de una enseñanza objetiva y científica, no adoctrinadora. No hay duda de que la biología y lo embriología pueden aportar mucho al conocimiento científico de lo sexual, pero pretender que ellas puedan aportar algo al descubrimiento del sentido de un acto sexual, solo demuestra un fideísmo en la ciencia digno de mejor causa.
Ambos estuvieron pues de acuerdo en proponer un ensanchamiento de la razón, lo que hizo aparecer a Ratzinger más como un Defensor rationis que como un clásico Defensor fidei. Todo giraba en torno al concepto de naturaleza; no en vano el bioético Habermas titulaba su libro como «El futuro de la naturaleza humana», al considerarla claramente amenazada si no se producía un replanteamiento de la Ilustración que liberara de sus querencias autodestructivas.
Habermas acabaría rubricando su postura, al margen de todo laicismo, preguntándose si cabe reconocer a la ciencia moderna el monopolio de lo verdadero y lo falso, o si -más bien- habrá que contar también con las razones reconocibles en las grandes religiones mundiales.
«La ética católica, lejos de aparecer como un entramado de prohibiciones de cuño sobrenatural, se propone como expresión de una racionalidad creadora, capaz de servir de rumbo positivo al ejercicio de la libertad»
En el discurso ante el Bundestag, el ya pontífice Benedicto XVI no duda -una vez más- en abordar tema tan peliagudo como los fundamentos del Estado de Derecho. Si en su diálogo bávaro era fácil adivinar el papel de una ley natural dentro de su planteamiento, ahora será el derecho natural el que entre en juego. Böckenförde, entre otros constitucionalistas alemanes, había puesto el dedo en la llaga: el Estado de Derecho se apoya en unos fundamentos previos, que él mismo no está en condiciones de justificar. No en vano, Alemania se había convertido en principal experimentadora de una razón de Estado sin límites conocidos. Quedó de relieve que no es lo mismo el Estado de Derecho que un derecho de un Estado.
Algunos de los forjadores de la Declaración Universal de Derechos Humanos acabarían reconociendo haber conseguido ponerse de acuerdo a condición de no clarificar en qué. De hecho, los posteriores y más concretos Pactos que la desarrollaban circularon por vías paralelas sin intención de encuentro.
El panorama para los citados derechos no parecía halagüeño. Benedicto XVI se hizo eco de esas reflexiones y no dudó en hablar claro: “La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término”.
¿Qué futuro aguarda a unos derechos fundamentales sin fundamento racionalmente reconocible? Lo curioso es que con posterioridad se ha producido un diluvio de derechos inesperados, sin necesidad de declaración alguna. Ha bastado que lobbys cercanos a Naciones Unidas lo conviertan en núcleos de políticamente correcto y que algún que otro parlamento, poco sensible, no solo al sentido del derecho sino, lo que es grave, al sentido del ridículo, consiga condicionar al poder constituido, sin preocuparse de la Constitución.
Andrés Ollero,
Filósofo y jurista
Secretario General del Instituto de España