A finales del pasado siglo, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama anunció “El fin de la historia” un ensayo de enorme popularidad y no menos polémico. Su tesis radicaba en que, tras la caída del muro de Berlín y la descomposición de la URSS, la economía de mercado y la democracia liberal occidental habían ganado definitivamente la batalla y el siglo XXI sería el siglo de la extensión a todo el mundo de la democracia liberal y de mercado, habiéndose llegado así al fin de la historia.
Tres décadas después, en una entrevista publicada en el periódico El País en abril de 2019, Fukuyama retrocedió unos pasos en su planteamiento y reconoce que la teoría de otro politólogo, Larry Diamond, sobre la recesión democrática global tiene su fundamento: “La gran pregunta es si esto es solo una recesión y nos vamos a recuperar o si vamos a una depresión de largo plazo”. Precisamente, en ese artículo aventura el profesor Fukuyama que la Rusia de Putin es agresiva y que su sentido de nación significa “la dominación de otros países a su alrededor”. No obstante, termina concluyendo que “no veo una alternativa real más atractiva que la democracia liberal. No creo que la gente vaya a adoptar en breve un modelo como China. Viktor Orbán está teniendo muchos problemas con ese sistema iliberal que quiere crear. Además, creo que algunas políticas populistas van a producir desastres reales”.
Todas estas reflexiones han sido superadas por la realidad de estos últimos días. Putin, con su invasión a Ucrania, ha dado un golpe de estado a la democracia occidental. Una democracia debilitada desde hace unos años por la crisis económica, por una crisis de representación y por el geométrico ascenso de las economías asiáticas emergentes, y ahora especialmente agravada por una pandemia histórica, una nación norteamericana partida en dos y una Europa sin Merkel.
Antes de la pandemia vivíamos instalados en la supremacía del ser humano hasta que un virus nos puso ante la cara de la fragilidad y vulnerabilidad. Y, de igual manera, durante muchos años, hemos dado por presupuesto la omnipotencia de la democracia liberal hasta que Putin nos ha venido a recordar estos días momentos históricos indeseables. Porque, como dice Josep Borrell, la guerra de Putin no es sólo contra Ucrania; y ciertamente las instituciones europeas están entendiendo la gravedad del asunto. En una lectura positiva -por sacar algo mínimamente esperanzador del suceso- quizás Putin ha hecho un favor -no sé si el último- a Europa: “volver a encontrarse”, como pronunció Juan Pablo II en su primera visita a España, en la catedral de Santiago de Compostela.
Dice el artículo 2 del Tratado de la Unión que Europa se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres.
Toda esta declaración de principios y valores se estaba convirtiendo entre los europeos en una cantinela poco creíble y cada vez más cuestionada por los crecientes movimientos antieuropeístas y populistas.
Putin va en serio; nos ha recordado que el fin de la historia de Fukuyama no ha llegado, pero quizás, sin pretenderlo, nos esté concediendo a los europeos nuestra última oportunidad para volver a valorar la estructura jurídico-social que nos hemos dado y que nos ha permitido, con sus defectos, vivir un largo período de paz como nunca se había disfrutado en Europa.
Jesús Avezuela Cárcel,
Director General de la Fundación Pablo VI