Hace mes y medio, la Fundación Pablo VI celebró su II Congreso ‘Iglesia y Sociedad Democrática’. Su propósito, avalado por la Conferencia Episcopal Española, era claro: mirar y conectar con una sociedad moderna que se enfrenta a retos económicos, sociales y culturales o medioambientales cada vez más complejos. En mis palabras de bienvenida reseñé que no podemos quedarnos anclados en la mirada nostálgica de un pasado ante una sociedad que está necesitada de palancas de cambio y de verdaderos líderes que sean referentes y capaces de elaborar estrategias y modelos sostenibles que nos permitan seguir progresando como humanidad ante los muchos desafíos a los que nos enfrentamos.
Y el Congreso -perdón por la autocomplacencia- no defraudó. La política, la economía, la ciencia y la sociedad civil se hicieron presentes, en diálogo con la Iglesia, a través de diversos encuentros entre reconocidas personalidades de nuestro país.
Pero el Congreso vino marcado por la invasión de Rusia a Ucrania, un acontecimiento de dimensión global que, a pesar de tener en ese momento un carácter muy incipiente, ya pudo entonces catalogarse de un ataque a las democracias liberales y de un suceso que condicionaría el mundo que viene.
Y pongo en relación ambos elementos -Congreso y guerra-, a pesar de su evidente inconexión, porque, como dice la investigadora del Real Instituto Elcano, Mira Milosevich-Juaristi, la experiencia muestra que las sociedades pueden combatir con éxito la corrupción y emprender un digno porvenir cuando existe una coalición de políticos, funcionarios, empresas y sociedad civil dispuestos a cambiar la forma en que se hacen las cosas. Pese a las imperfecciones de nuestras democracias liberales, éstas no renuncian (o no deberían renunciar) a un diálogo abierto -ya sea en sus instituciones públicas o en el seno de la sociedad civil como el llevado a cabo por el Congreso- que brinde respuestas y ofrezca soluciones a una sociedad actual, contribuyendo en la construcción de un progreso social en el que tienen cabida las distintas posiciones y opciones de cada uno.
No ha sido esta la opción de Rusia que, tras la caída del régimen soviético, perdió la oportunidad de democratizarse y crear un mercado libre. Nadie pone en duda que los últimos cien años de Rusia no han sido fáciles: los coletazos finales del zarismo derivaron en una Primera Guerra Mundial, una revolución socialista en forma de guerra civil y una Segunda Guerra Mundial de la que salió muy perjudicada, que dio lugar a una guerra fría que terminó con la desintegración de la todopoderosa URSS. Esto puede explicar el porqué del rearme de autoritarismo de Putin. Pero no le legitima, en modo alguno, para adoptar una derivada invasora, por mucho que sienta que la influencia occidental se cuela por las costuras descosidas que ha dejado la quiebra del régimen soviético, o incluso, según dicen algunos, por muchas provocaciones que haya podido recibir de la OTAN o del bloque occidental.
Pongo en relación ambos elementos -Congreso y guerra-, a pesar de su evidente inconexión, porque, como dice la investigadora del Real Instituto Elcano, Mira Milosevich-Juaristi, la experiencia muestra que las sociedades pueden combatir con éxito la corrupción y emprender un digno porvenir cuando existe una coalición de políticos, funcionarios, empresas y sociedad civil dispuestos a cambiar la forma en que se hacen las cosas.
Volviendo al Congreso citado, decía en su intervención Ana Iris Simón, la autora de Feria que envidiaba la vida que tenían sus padres, que la historia ha demostrado que el auge de los populismos tienen su origen en ‘las cosas del comer’: cuando tienes dificultades para pagar la luz o para echar gasolina en el coche, el líder populista arraiga con fuerza, advirtiendo seguidamente del peligro que supone para la democracia que los demócratas “deleguen el poder”.
Las dificultades económicas y políticas antes referidas han sido la causa de la evolución de un gobernante, Putin, que se erige como libertador de una sociedad rusa supuestamente hastiada de un pasado que le ha sumergido en una crisis permanente. Si a ello se une la inexistencia de una tradición democrática, la tormenta es perfecta.
El próximo 9 de mayo se cruzarán dos efemérides: en Rusia, el desfile militar anual del Día de la Victoria sobre la Alemania nazi y, en la Unión Europea, el aniversario del pronunciamiento de la Declaración de Robert Schuman de la creación de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, base inicial de la actual Unión Europea. Ojalá -aunque ahora no tenga muchos argumentos para defender mi deseo- podamos también recordar en el futuro esta fecha como el final de una guerra en Ucrania en la que Rusia no acabe convertida en una potencia humillada, como lo fue Alemania al final de la IGM. El penoso resultado de aquella humillación es por todos bien conocido. Y lo que ahora no podemos desdeñar es que Rusia es una potencia nuclear: Putin puede hacer cualquier cosa.
Jesús Avezuela Cárcel,
Director General de la Fundación Pablo VI