Me gusta evocar al gran filósofo y abogado austriaco Peter F. Drucker, uno de los grandes expertos sobre la gestión y el management de las organizaciones y autor de célebre enunciado “lo más importante en una negociación es escuchar lo que no se dice”.
A la vista de cómo se están desenvolviendo las negociaciones y los acuerdos y no acuerdos postelectorales, resulta difícil pensar que esa es la premisa que están siguiendo las organizaciones políticas para la conformación de los correspondientes gobiernos. No parece desprenderse, desde luego, que en todas estas negociaciones su objeto principal haya sido el interés general. Y no sólo por el hecho de no decirse, en términos del profesor Drucker, sino porque no se vislumbra en ningún momento que por encima de todos sus intereses esté el bien común de la sociedad para la que aspiran gobernar. Más bien, en palabras del novelista francés Thiaudiére, una vez más la política se ha mostrado como el arte de disfrazar de interés general el interés particular.
Es lamentable que las expresiones más empleadas en estos días de negociaciones entre políticos sean “nuestra opción”; “nuestro socio preferente”; o “nuestro interés y el de nuestros votantes”. Mientras, ninguno de ellos ha manifestado un gesto hacia el último fin de la política, que es el bien común, ni parecen haber guiado sus decisiones por razones de Estado. A nivel nacional, las formaciones conservadoras prefieren no abstenerse en la designación del candidato socialista para buscar eso que denominan una rentabilidad electoral pro futuro, aún a sabiendas de que esta opción obliga indefectiblemente a dicho candidato a pactar con otros grupos más radicales de la izquierda. En el ámbito autonómico y local, unos y otros han optado por el sistema spoil, repartiendo el botín del poder, no sólo sacrificando los propios principios ideológicos como el caso del llamado pacto del Botànic 2, sino incluso los más elementales criterios de eficiencia y eficacia de una Administración, dividiéndose por mitades el período de mandato con tal de palpar el sillón presidencial o de la alcaldía de turno. Y así podrían citarse de un lado y del otro espectro ideológico incoherencias de todo tipo, que hacen, desdichadamente, más vigente que nunca la célebre frase del incombustible Andreotti: “no desgasta el poder, lo que desgasta es no tenerlo”.
Sería deseable –al mismo tiempo que resulta bochornoso el mero hecho de tener que recordarlo- que la política se entendiera, en palabras de Juan Pablo II, como ese uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad o, en la expresión de los padres fundadores norteamericanos, para el bienestar general. Esperemos, pues, que tras este ominoso espectáculo de pactos, la acción política pueda emprender un camino de reconducción hacia los verdaderos intereses de la comunidad, donde los acuerdos que alcancen las fuerzas políticas tengan el fiel destino de mejorar la sociedad en que vivimos. De lo contrario, y más allá del frustrado interés general, la desafección por la política terminará por generar inquietantes grietas en el sistema de las instituciones democráticas que se compadecerían mal con una sociedad en progreso y dinámica en búsqueda de las mejores fórmulas de convivencia para todos.
Jesús Avezuela Cárcel
Director General de la Fundación Pablo VI