No es la primera vez que escribo sobre el suicido[1], aunque lo cierto es que no me he prodigado sobre el mismo y que, tal vez, debería haber dedicado mucho más tiempo y esfuerzo a un asunto que lleva a la muerte cada año a más de 800.000 personas, de ellas más de 3.600 en nuestro país. Y las cifras no disminuyen, ni mucho menos.
Además, hay que subrayar que es un tema que no sólo afecta al individuo que se suicida: cada suicidio es una tragedia que afecta muy negativamente a familia y allegados de quien se suicida, a veces con efectos muy graves y duraderos.
Mención aparte merecen quienes lo intentan y no lo consiguen. La OMS afirma que, por cada suicidio consumado, más de 20 personas lo intentan sin éxito. A veces quedan secuelas físicas graves. En todo caso, siempre quedará el estigma de haberlo intentado, el miedo entre los allegados a que lo vuelva a intentar y, salvo éxito en el acompañamiento y tratamiento, una sensación asfixiante de fracaso y nihilismo.
El suicidio existe en todas las culturas y en todos los territorios, en todas las edades y en ambos sexos (aunque son muchos más los varones que se suicidan). También se da en todas las profesiones, incluidos los líderes religiosos: Francia se conmovió el mes pasado con el suicidio de dos sacerdotes.
¿Qué puede llevar a un ser humano a intentar poner punto final a su trayectoria existencial?
Día Mundial para la Prevención del Suicidio
El suicidio no es un asunto individual, privado. Como sociedad deberíamos sentirnos profundamente interpelados por los datos que acabamos de exponer. Algo debe de andar mal en nuestras sociedades para que se produzca este fenómeno.
Porque no estamos hablando del suicidio épico de la Grecia o Roma clásicas o de la cultura nipona, sino del suicido de una persona que lo que busca es una solución a un sufrimiento intolerable y no lo encuentra más que en la muerte, pero realmente la persona no quiere morir sino vivir sin ese sufrimiento, llevar una vida feliz. La prevención de esta conducta no se ha abordado apropiadamente debido a la falta de sensibilización respecto del suicidio como problema de salud pública principal y al tabú existente en muchas sociedades para examinarlo abiertamente.
El primer informe mundial de la OMS sobre el tema, Prevención del suicidio: un imperativo global, fue publicado en 2014. Su objetivo era aumentar la sensibilización respecto de la importancia del suicidio y los intentos de suicidio para la salud pública, y otorgar a la prevención del suicidio alta prioridad en la agenda mundial de salud pública.
Son factores de riesgo de suicidio:
- El estigma que acompaña aún hoy al suicidio, que conduce a la falta de voluntad para buscar ayuda cuando uno se ve invadido por ideas nihilistas y suicidas.
- Dificultades para acceder al tratamiento, sentimientos de desesperanza o aislamiento.
- Pérdida (relacional, social, laboral o financiera).
- La soledad y la desesperanza son un factor de riesgo muy importante, y es una situación frecuente, sobre todo en las personas de edad, en la sociedad actual.
- La presencia de una patología de salud mental, dolor crónico y ciertas enfermedades (como el cáncer, el Parkinson o el Alzheimer).
- Consumo nocivo de alcohol y otras sustancias adictivas.
- Maltrato infantil, abuso sexual.
- Antecedentes familiares de suicidio.
- Factores genéticos y biológicos.
Existen estrategias eficaces para prevenir el suicidio. Por eso la OMS y la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio nos recuerdan cada 10 de septiembre, Día Mundial para la Prevención del Suicidio, que la prevención del suicidio es un imperativo global.
Con esta ocasión se presentó este lunes el informe Depresión y suicidio 2020. Documento estratégico para la promoción de la Salud Mental. La coordinación de esta publicación ha estado a cargo de Mercedes Navío Acosta (Oficina Regional de Coordinación de Salud Mental y Adicciones, Hospital 12 de Octubre, Instituto de Investigación Sanitaria i+12, CIBERSAM, Madrid) y de Víctor Pérez Sola (Institut de Neuropsiquiatria i Addiccions, Hospital del Mar, Barcelona, CIBERSAM, Institut Hospital del Mar d’Investigacions Mèdiques, Psiquiatría, Universitat Autònoma de Barcelona). Les recomiendo su lectura, está accesible en Internet.
De este documento quiero resaltar dos cosas. Estoy totalmente de acuerdo en que la Atención Primaria es el ámbito asistencial más idóneo para el manejo de los problemas de salud mental más comunes, entre ellos la depresión, y que, por consiguiente, el médico de familia debe jugar un papel protagonista tanto en el diagnóstico y abordaje de la depresión como en la prevención del suicidio.
Se dice en el informe: “Existe una idea ampliamente compartida, pero errónea, con respecto a que todas las intervenciones de salud mental son sofisticadas y que solamente pueden ser ofrecidas por personal altamente especializado. Investigaciones en años recientes han demostrado la factibilidad de ofrecer intervenciones farmacológicas y psicológicas en el nivel de atención primaria”.
Pero me surge una pregunta: ¿cómo lo va a poder hacer? La Atención Primaria ya estaba sobrecargada antes de la pandemia, como muchos advertíamos. Los profesionales que en ella trabajan estaban hartos de promesas, de informes y planes, no digamos ahora.
La otra cuestión que quiero destacar es su afirmación de que la prevención eficaz del suicidio exige un enfoque multisectorial, con actuaciones que incidan sobre los pacientes, sobre la familia, la comunidad y los profesionales de la salud, así como la lista de los factores que protegen a las personas del riesgo de suicidio:
- Las sólidas relaciones personales.
- Las creencias religiosas y espirituales.
- Estrategias prácticas positivas de afrontamiento y bienestar como modo de vida.
- Enfoques anticipatorios de prevención.
Bioética y suicidio
Me llamó la atención la existencia del término “Suicidología” para definir al estudio científico del suicidio. Y que desde 1968 exista una Asociación Americana de Suicidología. También nuestro país tiene una Fundación Española para la Prevención del Suicidio y un Instituto de Formación en Suicidología que, entre otras muchas iniciativas, ofrecen, en colaboración con la Universidad Pablo Olavide de Sevilla, un Máster en Prevención del Suicidio. Confieso que no tenía ni idea de todo esto. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…
Resulta ya todo un clásico echar mano de Albert Camus (1913-1960), Premio Nobel de Literatura en 1957, a la hora de analizar el tema del suicidio. El filósofo francés consideraba que “no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”[2].
Justificaba su afirmación de la siguiente manera: “Si me pregunto por qué juzgo tal cuestión más urgente que tal otra, respondo que por las acciones a las que compromete. Nunca he visto a nadie morir por el argumento ontológico. Galileo, en posesión de una importante verdad científica, abjuró de ella con toda tranquilidad cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál de los dos, la tierra o el sol, gira alrededor del otro. Para decirlo todo, es una futilidad. En cambio, veo que mucha gente muere porque considera que la vida no merece la pena ser vivida. Veo a otros que se dejan matar, paradójicamente, por las ideas o ilusiones que les dan una razón de vivir (lo que llamamos una razón de vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón de morir). Juzgo, pues, que el sentido de la vida es la más apremiante de las cuestiones”[3].
Efectivamente, el ser humano es un buscador de sentido, necesita trascender la circunstancia del momento. Es, también, un ser para el encuentro, como señaló de modo magistral Pedro Laín Entralgo; y, por eso mismo, necesita relaciones sociales significativas, que le acompañen en el camino de la vida. La consecuencia es obvia, al menos para mí: la Bioética no puede quedarse en una Ética de mínimos, tiene que ir más allá en sus análisis y propuestas. No es verdad que la Ética de la virtud no tenga cabida en la Bioética, más bien lo contrario.
Tanto estrés, tanto nihilismo, tanto individualismo, el énfasis en la autonomía del ser humano como criterio moral máximo, tanto contacto social superficial, así como la banalización de las ideas de bien, mal y verdad estaban generando una profunda insatisfacción existencial y mucha patología mental en nuestras sociedades mucho antes del COVID-19. Es lo que tiene construir unas sociedades líquidas (Bauman).
El narcisismo exacerbado de nuestra época aísla, rompe los lazos entre las personas y las separa de sus responsabilidades para con los demás. Son múltiples las fuentes que podríamos aportar para sostener esa afirmación. Recomiendo la lectura, por ejemplo, de las obras del sociólogo francés Gilles Lipovetsky. Y, por supuesto, volver a leer esa perla de la literatura de todos los tiempos escrita por Erich Fromm: ¿Tener o ser?
Las medidas de cuarentena, el distanciamiento físico, el aislamiento hospitalario y en las residencias geriátricas, la discontinuidad en los servicios de salud en general y de salud mental en particular, la preocupación de infectarse e infectar a otros (sobre todo a los seres queridos), la muerte de seres queridos sin poder despedirse adecuadamente de ellos, la paralización de la actividad económica (con el subsiguiente miedo a la ruina económica y al paro), el cierre de los centros educativos, la interrupción de hábitos durante el confinamiento y la instauración de otros poco saludables (malos hábitos alimenticios, patrones de sueño irregulares, sedentarismo y mayor uso de las pantallas), las dificultades para conciliar la vida laboral y familiar… representan factores de riesgo para la salud mental en el actual contexto de COVID-19.
A eso se unen los problemas neurológicos y de salud mental de las personas que han pasado la enfermedad, de manera particular aquellos que han tenido que estar hospitalizados mucho tiempo, incluso varias semanas en la UCI.
Mención aparte merece la afectación del COVID-19 a la salud mental y el bienestar emocional de los profesionales sanitarios y de los profesores de Primaria y Secundaria. Es un asunto importante en sí mismo porque afecta a dos colectivos muy numerosos. Pero es que, además, son dos colectivos que están al frente de dos áreas fundamentales de la sociedad siempre, pero de modo particular en la actual crisis sanitaria. Y son dos colectivos muy castigados -ya desde antes- por el síndrome de desgaste profesional o burnout, con prevalencia de suicidio por encima de la media.
José Ángel Arbesú[4], miembro del Comité para la Estrategia Nacional de Salud Mental del Ministerio de Sanidad, considera que los trastornos mentales comunes y graves pueden duplicarse tras el COVID-19.
Como señaló Antonio Guterres, Secretario General de Naciones Unidas, los servicios de salud mental son parte esencial en todas las respuestas de los gobiernos al COVID-19. Por ello, como señaló el Director de la OMS, hay que aumentar sustancialmente las inversiones para evitar una crisis de salud mental que venga a complicar todavía más la situación por la que está atravesando el mundo[5]. Atender esta reclamación es un imperativo ético de primer orden: nos obliga a ello tanto el principio de no maleficencia como el de beneficencia.
Los suicidas nos recuerdan la tensión que recorre toda la vida y provocan su reconocimiento (o deberían provocarlo). Hay que tomarse muy en serio el sufrimiento como fundamento de la Ética. Se hace necesario refrendar e intensificar una Antropología, una Ética e incluso una Pedagogía de la fragilidad, la vulnerabilidad y la dependencia.
Junto a la vulnerabilidad, la dignidad. El camino hacia la felicidad -individual y grupal- pasa por ahí. No hay vidas indignas de ser vividas. No es verdad que el de la dignidad humana sea un concepto inútil, al contrario. “La dignidad es el concepto más revolucionario del siglo XX, dotado de tal fuerza transformadora que su mera invocación, como si de una palabra mágica se tratara, ha servido para remover pesados obstáculos que frenaban el progreso moral de la humanidad dando impulso a su formidable avance en la última etapa”, escribe Javier Gomá[6].
En este punto conviene recordar que el ordenamiento jurídico tiene, entre otras muchas, una función pedagógica: la de apoyar, tutelar y promover aquellos valores que contribuyen a crear, sostener y ampliar una cultura del encuentro, una cultura de la vida y no una cultura de la muerte.
“Los valores sociales que promueve cada época contribuyen a la construcción de las prioridades vitales de los individuos. Y cuando a esa escala de valores le faltan cimientos, el riesgo de desplome es mayor”, escribe Pérez Jiménez[7]. Traigo esta cita a colación en especial por los jóvenes, por el alarmante aumento de las tasas de suicidio en esta población[8].
La responsabilidad política es muy alta en este punto. Como dice Hans Jonas, uno de los grandes filósofos de la segunda mitad del siglo XX, “en cualquier época, incluso en las civilizaciones que han alcanzado un mayor grado de progreso, puede una generación inmadura inundar la escena pública por un corto espacio de tiempo –y siempre por culpa de la política- y cosechar después para todos el fruto amargo de su insensatez, como deberíamos saber hasta la saciedad los hombres de hoy”[9].
La espiral del miedo en la que nos encontramos inmersos sólo se detiene si se restablece la confianza como eje de la vida social. Si la vida pública vuelve a recuperar la ejemplaridad y la excelencia como guías y horizonte ético. Si buscamos puntos de encuentro y construimos puentes de fraternidad. Ideas todas ellas presentes en los trabajos de Potter, conviene recordar, justo cuando se cumplen 50 años del nacimiento de la Bioética.
Eutanasia y suicidio médicamente asistido
Nadie debería fallecer sin unos Cuidados Paliativos de calidad. Actualmente, a nivel mundial, tan solo un 14% de las personas que necesitan asistencia paliativa la reciben, según la OMS. A día de hoy, el 50% de las personas que necesitan cuidados paliativos especializados no los reciben y el 75% muere con dolor emocional por falta de atención psicosocial, según la Asociación Española Contra el Cáncer.
“No existiría nunca el libre derecho a decidir ni se dignificará el proceso de morir mientras las personas que sufren al final de su vida no tengan sobre la mesa todas las opciones posibles, siendo los Cuidados Paliativos un derecho, pero no una realidad en nuestro país para todos los ciudadanos que los necesitan”: así de rotunda se manifestó en febrero la Sociedad Española de Cuidados Paliativos en relación a la Proposición de Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia[10].
Esta es la cuestión: admitir la eutanasia y el suicidio médicamente asistido mientras no hay cuidados paliativos y servicios de salud mental para todo aquel que lo requiera no sólo es un sinsentido, es una inmoralidad, que sólo se sustenta en una operación ideológica. Me parece tremendo que, a pesar de los dramáticos acontecimientos vividos en estos últimos meses en los hospitales y en las residencias de ancianos, esta iniciativa legislativa siga su tramitación en el Parlamento español.
Además, admitir estas prácticas sería incoherente con afirmar que la prevención del suicidio debe ser una política prioritaria. Al menos, yo lo veo así, clarísimamente.
En definitiva, ¿la eutanasia y el suicidio médicamente asistido son el humanismo que todos necesitamos, el horizonte de sentido que debemos ofrecer a quien, ante todo y, sobre todo, precisa apoyo emocional, compañía y control adecuado de los síntomas? ¿De verdad pensamos que alimentar la presión social que nos lleva a avergonzarnos de nuestra vulnerabilidad y a considerarla una carga infligida de manera injusta a la comunidad es una contribución a la dignidad de las personas que sufren? ¿Es realmente la premisa de una sociedad más racional, más libre, más justa?
Ya hay expertos en Bioética que asocian el derecho de algunos a morir con la obligación de todos de terminar a tiempo con la propia vida a fin de dejar de ser un peso para la familia y para la sociedad. En esta pandemia se ha visto claramente esta tendencia.
Soñando caminos nuevos
Como afirma Inneraty, “que haya varias perspectivas sobre un mismo asunto no nos exime de la obligación de acertar con la que es más importante en cada caso; sirve para que caigamos en la cuenta del dramatismo de las decisiones en un entorno de complejidad, como lo es especialmente una crisis. La exigencia de responsabilidades ha de tener siempre en cuenta estas tensiones y quienes deciden han de mejorar los procedimientos de la decisión. La complejidad no es una disculpa sino una exigencia”[11].
Es importante no olvidarlo nunca. El del suicidio y su prevención es un asunto grave que merece mayor atención, sobre todo en las actuales circunstancias pues nos podemos ver más pronto que tarde abocados a un incremento del número de suicidios sin igual en la historia. Hace falta un grito profético y una ardua tarea en favor de las personas con problemas de salud mental, de eso no me cabe la menor duda. Hacen falta quien esté dispuesto a escuchar y acompañar a los que lo están pasando mal por las crisis social y económica asociadas a la crisis sanitaria. Pero el cambio exige algo más que palabras y sentimientos, exige compromiso y coherencia. Esta historia de dolor no se sana fácilmente.
Deseo finalizar mi exposición con unas palabras de alguien que intentó suicidarse y no lo consiguió: “El 6 de enero de 2006 estuve a punto de morir por una sobredosis de pastillas. No huía de la vida, sino del dolor. Celebro haber sobrevivido y me gustaría que mi experiencia ayudara a otros a no tomar ese camino. Viví muchos años sin esperanza, pero ahora estoy lleno de ilusiones”[12].
JOSE RAMON AMOR PAN
Coordinador del Observatorio de Bioética y Ciencia
Fundación Pablo VI
[1] Pliego publicado en Vida Nueva, núm. 2.412, el 14 de febrero de 2004.
[2] CAMUS, A., El mito de Sísifo (Alianza Editorial, Madrid 2002), p. 13.
[3] Ibid., pp. 13-14.
[4] Redacción Médica / Ver también: BALLUERKA LASA, N. y otros, Las consecuencias psicológicas de la COVID-19 y el confinamiento, Servicio de Publicaciones de la Universidad del País Vasco, Bilbao 2020; ROGERS, J.P. et al., “Psychiatric and neuropsychiatric presentations associated with severe coronavirus infections: a systematic review and meta-analysis with comparison to the COVID-19 pandemic”, Lancet Psychiatry 7 (2020) 611–627.
[5] Naciones Unidas / Organización Mundial de la Salud
[6] GOMÁ LANZÓN, J., Dignidad (Galaxia Gutenberg. Barcelona 2019), p. 17.
[7] PEREZ JIMENEZ, J.C., La Mirada del Suicida. El enigma y el estigma (Plaza y Valdés, Madrid 2013), p. 111.
[8] Los suicidios de menores de 25 años se han triplicado en los últimos 30 años. El suicidio está entre las primeras cinco causas de muerte para población adolescente a nivel mundial (OMS, 2014). En España, el suicidio es la segunda causa de muerte entre los adolescentes (INE, 2017).
[9] JONAS, H., El principio de responsabilidad (Herder. Barcelona 1995), p. 188.
[10] Sociedad Española de Cuidados Paliativos
[11] INNERATY, D., Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus (Galaxia Gutemberg. Barcelona 2020), p. 60.
[12] Rafael Narbona, tuit del 8 de septiembre de 2020. Es un escritor y crítico literario, que durante veinte años ejerció la docencia como profesor de filosofía.