El 3 de diciembre ha sido proclamado por la ONU en 1992 como el Día Internacional de las Personas con Discapacidad.
A casi 30 años de aquel momento, muchos hubiésemos querido que ya no hiciera falta conmemorar “el día de…” sino que, por haberse superado las razones de aquella proclamación, el 3 de diciembre fuese “un día más” en el año.
Lamentablemente no fue ni es así…
Catorce años después de aquella designación, en 2006, las Naciones Unidas debieron sancionar la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad sin que en ella se “creara” ningún derecho “nuevo”, sino que se enfatizara la vigencia de todos aquellos que forman el entramado de los derechos humanos, desde el derecho a la vida a el derecho a la autodeterminación y la vida en la comunidad a través de las herramientas de la inclusión.
A quinces años de aprobada la Convención, vemos que el avance en el reconocimiento y vigencia de aquellos derechos que fueron “visibilizados” para el colectivo de las personas con discapacidad ha tenido y sigue teniendo progresos y retrocesos, luces y sombras, recortes y excesos, interpretaciones acomodaticias, oportunismo, declamaciones, interminables discusiones semánticas… y, en medio de todo ello, personas con discapacidad que siguen sin gozar de muchos de sus derechos que, junto con sus familias y sus organizaciones, nos piden que no se ponga más vino nuevo en odres viejos, sino que esos derechos se hagan realidad.
La pandemia nos atrapó en el período de mayor generación de riqueza, pero también con algunos de los mayores indicadores de desigualdad y de exclusión
Los ríos de tinta que vienen corriendo sobre si el “modelo” de la Convención es el social, el bio-psico-social o el universal, sobre si la educación inclusiva es la mejor herramienta para la inclusión de las personas con discapacidad o si estas se realizan más y mejor en el mercado laboral abierto o en los talleres segregados, parecen olvidar que estamos operando con todos esos conceptos en una realidad compleja, en una verdadera “arena” en la cual se cruzan los más variados intereses, con múltiples actores y diversidad de enfoques ideológicos, no sólo sobre esa realidad sino sobre la naturaleza misma de la persona con discapacidad.
Sin pretender reescribir La Hoguera de las Vanidades, sí creo que es necesario poner un toque de alarma sobre diversas cuestiones que, si son ignoradas y desatendidas, no sólo nos llevarán a quienes estamos comprometidos con la dignidad de las personas con discapacidad a seguras frustraciones sino –lo que es peor- a que se genere un grave retroceso a etapas que se pensaban superadas.
En primer lugar, quisiera señalar que cuando hablamos de “inclusión” estamos hablando de hacerlo a una sociedad que es la que es, la que tenemos, no una sociedad ideal. Y esto nos tiene que plantear la necesidad de analizar esa realidad social.
En los años 1930 y 1940, la esterilización forzada de las personas con discapacidad era una práctica médica derivada luego en política pública no sólo en la Alemania nazi sino también en los Estados Unidos de América. Y si bien está claro que esa concepción de lo que es y representa una persona con discapacidad no derivó en todos los países en la práctica de su exterminio como lo fue el programa T-4 del nazismo, lo cierto es que ha sido una concepción o ideología que con mayor o menor visibilidad aún yace anidada en el núcleo de muchos grupos sociales.
En aquella época se decía en un fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos que el costo de atender una persona con discapacidad o de reparar los daños que causaba por el solo hecho de existir, justificaba su esterilización para evitar que se reproduzca la discapacidad en la siguiente generación. En Alemania se advertía que atender una persona con discapacidad costaba más que atender a una familia nuclear (padre, madre y dos hijos) sana. Hoy se ven proclamas políticas que vuelven a comparar el costo de atender una pensionada o un menor inmigrante para justificar políticas discriminatorias.
Es decir, aquella forma de “razonar” los problemas públicos que derivaron en políticas que consideramos aberrantes, sigue muy presente bien avanzado el siglo XXI y a pesar de todos los tratados internacionales que aprobemos.
Hacer realidad los derechos de las personas con discapacidad es un problema complejo. La persistencia de la discriminación, las idas y vueltas con las políticas educativas, de empleo o de autonomía son ejemplo de ello
La pandemia mundial del Covid-19 nos atrapó en el período de mayor generación de riqueza, pero también con la mayor concentración de la misma y algunos de los mayores indicadores de desigualdad y de exclusión. Una realidad ante la cual se ha visto, por ejemplo, la crudeza del fracaso del modelo educativo actual para enseñar los saberes necesarios para salir adelante en una sociedad cada vez más competitiva, o la de un mercado laboral formal que no sólo está dejando fuera a los jóvenes, a los adultos, a las personas con discapacidad, a las mujeres, a los migrantes, sino que se viste de eufemismos como los de llamar “emprendedores” o de promover la “libertad” de quienes deben pedalear una bicicleta por más de 12 horas para llevar el sustento a su hogar.
En este contexto, en el que cada vez hay más excluidos que se manifiestan a veces violentamente y ya no en los países de la “periferia” del mundo, es en el que debemos encarar la tarea de rescatar la vigencia de los Derechos Humanos. Para todos, y en ese todos, para las personas con discapacidad.
No digamos entonces que la educación inclusiva está fracasando, cuando la que lo está haciendo es la educación en su conjunto, que sigue hasta con un diseño físico del aula (al frente el profesor que “sabe” y “transmite” el conocimiento) propia del siglo XVIII. No digamos tampoco que la mejor alternativa laboral para la persona con discapacidad es la segregada porque no puede adaptarse al trabajo ordinario, cuando es ese mercado de trabajo el que excluye (total o parcialmente) a inmensas mayorías. Y no hablemos por un lado de derechos, cuando ni siquiera se respeta el derecho a la vida misma de las personas con discapacidad antes de nacer, por el solo hecho de tener una discapacidad.
Esta dura realidad no debe, sin embargo, ni desanimarnos ni llevarnos a bajar los brazos y muchos menos a rendirnos en la tarea cotidiana de hacer lo ordinario de manera extraordinaria para tratar de modificar la realidad y, con ello, generar el mejor ámbito para que las personas con discapacidad desarrollen toda su potencialidad, que la tienen y mucha.
Pero esa realidad sí debe servirnos de guía acerca del cómo encarar esa tarea transformadora. Como muy bien dice siempre mi hijo y maestro Francisco (con discapacidad intelectual y activista), cada derecho que se ejerce o reclama tiene a su lado una obligación que atender y cumplir.
La heterogeneidad del colectivo de personas con discapacidad lleva a que el goce de los derechos enunciados en los tratados se implemente o deba implementarse de muy diversas formas y a través de diversos instrumentos, sin que a veces sea simple construir esas herramientas concretas ya que lo que en algunos casos es un apoyo o ajuste imprescindible para un determinado grupo, puede ser visto como un exceso o privilegio innecesario para otros o en otras circunstancias.
Realismo y responsabilidad
Simplificar un problema complejo es una tentación a la que todos estamos expuestos. Y hacer realidad los derechos de las personas con discapacidad, en el contexto actual, es por cierto un problema complejo. La persistencia de la discriminación aún solapada, las idas y vueltas con las políticas educativas, de empleo, de autonomía de la voluntad son un claro ejemplo de ello.
En todos los niveles vinculados a la discapacidad, el individual, el familiar, el institucional, el social y el político, es necesario asumir de frente esa complejidad a la que claramente hay que conocer más y mejor para poder servir más y mejor a la causa de solución de los problemas y conflictos.
Será pues necesario, a mi modesto entender, que todos quienes nos sentimos involucrados en la temática de la discapacidad, enfrentemos el desafío de esta hora con un alto grado de realismo y de responsabilidad, poniendo nuestra visión y nuestros intereses en una gran mesa de discusión a la que deben estar invitados todos no sólo los interesados, sino también los responsables de que aquellos derechos que se inscriben en los tratados y se declaman en las tribunas y los foros de opinión, sean una realidad ordinaria.
Mejorar la calidad de las políticas pone en tensión a esas visiones e intereses ya que no hay un óptimo en el que todos ganen y nadie pierda… desde siempre hay quienes se benefician con el statu quo.
El reto no es menor, y la transversalidad intrínseca de esta problemática lleva a que nadie se pueda sentir liberado de la obligación de participar en este camino de superación al que el Día Internacional de las Personas con Discapacidad aún nos convoca para que, en algún momento, el 3 de diciembre sea sólo eso, un día más…
Luis G. BULIT GOÑI
Fundador y primer presidente de ASDRA (1988-2007)
Vocal y vicepresidente de FIADOWN (2007-2019)