Es la sociedad entera ―impregnada de sus mejores valores―
la que ha de mantenerse abierta y despierta para utilizar
viejos y nuevos recursos en apoyo de quienes más los requieren
A veces me pregunto, y pongo en duda, sobre el valor real de tanto “Día Internacional de…”. Cuando hablo del valor real, me refiero a la capacidad que tales celebraciones puedan tener para mejorar la visión de la sociedad sobre el tema en cuestión, y para influir en profundidad sobre las consecuencias y normas que la sociedad ponga en acción para dar respuesta convincente a cada problema. Pienso a veces que son flores de un día, y que pasado el día se evaporó el contenido y su significado, salvo para aquellos que se sientan realmente concernidos por el tema que directamente les atañe.
¿Qué decir, pues, del Día Internacional de la Discapacidad? ¿Entendemos realmente lo que esa palabra significa?
Se está identificando y confundiendo en nuestro medio la discapacidad con la diversidad, lo cual atenta contra la esencia de la naturaleza humana. La discapacidad forma parte intrínseca de la diversidad humana que nos califica a todos los humanos, pero sólo es una forma más. Es una consecuencia de nuestra esencial diversidad. No se puede confundir la parte con el todo porque entonces lo único que se consigue es enturbiar los conceptos. La diversidad es un atributo consustancial con la naturaleza humana como tal. Por eso, cuanto se derive de esa diversidad, en este caso la discapacidad, forma parte intrínseca de la dignidad que adorna y ennoblece al ser humano por encima de cualquier otro viviente. No hay humanidad sin diversidad: no por una generosa concesión sino por su propia naturaleza biológica.
Si estos conceptos no quedan meridianamente claros y expuestos a nuestros niños y jóvenes, la persona con discapacidad siempre será considerada como algo diferente, al que tenemos la deferencia de engarzarla en nuestra comunidad humana. No es así, es parte constitutiva por esencia, desde el mismo momento de su concepción. Cuando los Estados y sus regulaciones, y la sociedad en general, discriminan sus posibilidades de nacimiento, por ejemplo, están conculcando lo más profundo de nuestra esencia en aras de intereses puramente mercantiles o de conveniencia. “Es la ruina ―en palabras de George Steiner― de los valores humanos a causa de la bestialidad política de nuestra época”.
Al margen de toda contemplación genuinamente filosófica, opto por elevar el punto de mira y considerar lo que la presencia de la discapacidad, o mejor, de las personas con discapacidad aportan a nuestro mundo. No pretendo poetizar sino transmitir la experiencia personal de quien convive desde hace casi sesenta años con personas con discapacidad y tiene la oportunidad de estar en contacto con otras miles de todas las partes del mundo. A poco que reflexionemos, la presencia de la discapacidad en nuestra pequeña Tierra, perdida aparentemente en nuestro Universo, nos facilita comprender mejor y disfrutar las bellezas contenidas en la intrínseca variedad de la naturaleza humana. Nos permite encontrar con mayor hondura la verdad, la bondad y la belleza que anidan en los seres aparentemente más frágiles.
No voy a negar que hay momentos difíciles y retos de extraordinaria magnitud para atender los derechos y necesidades de las personas con discapacidad. Es la sociedad entera ―impregnada de sus mejores valores― la que ha de mantenerse abierta y despierta para utilizar viejos y nuevos recursos en apoyo de quienes más los requieren. Pero hay un recurso de utilización exclusivamente personal e individual que resume cuanto podamos imaginar: “Ponte en su lugar”.
Hubo una ocasión en que una joven con síndrome de Down suspiró: “Cómo me gustaría no tener en algún momento síndrome de Down para experimentar cómo se siente”. Y su madre le contestó: “Y cómo me gustaría, hija mía, tener en algún momento síndrome de Down para saber cómo te sientes tú y poder comprenderte y ayudarte mejor”.
Ponernos en el lugar del otro es la máxima expresión de la relación y la convivencia humanas en cualquier circunstancia. Pero cobra su mayor plenitud cuando nos vemos ante una persona cuya fragilidad se encuentra en sus capacidades para seguir el ritmo desenfrenado de nuestro entorno. Bueno será que reposadamente repasemos esas situaciones en la que se nos escapa el desprecio, el enfado, el grito, la urgencia, la marginación, la poco ponderada exigencia ante una deficiencia que nos molesta o una conducta que consideramos inapropiada.
Ponernos en el lugar del otro significa también saber valorar su esfuerzo, saber felicitar los pequeños detalles, saber mantener nuestra sonrisa en situaciones molestas. Y eso no contradice la necesidad de que también sepamos exigir para avanzar, con paciencia activa, con la debida proporción en función de la necesidad y las posibilidades reales del individuo.
Jesús Flórez Beledo
Catedrático emérito de Farmacología Fundación Iberoamericana Down21
Santander, España