El 1 de enero de 2007 entró en vigor en España la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, conocida popularmente como “Ley de la dependencia”.
Han pasado quince años desde esa fecha, tiempo más que suficiente para hacer balance de cómo se han ido desarrollando las cosas. Con ese texto los legisladores del momento pusieron negro sobre blanco su principal propósito: que la dependencia se constituyera como el cuarto pilar del Estado de Bienestar tras las pensiones, la educación y la sanidad. Con esa premisa el Gobierno presentó un Proyecto de Ley en el Congreso cuyo principal objetivo sería dar cobertura social a aquellas personas que lo necesiten a través de un sistema público de protección.
El texto había sido aprobado por el Consejo de Ministros en su reunión del 23 de diciembre de 2005, a instancias del Ministro de Trabajo y Asuntos Sociales. En la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros María Teresa Fernández de la Vega, Vicepresidenta Primera y Portavoz del Gobierno, afirmó lo siguiente: “Esta Ley de Autonomía Personal tendrá, por tanto, efectos inmediatos en tres compromisos fundamentales del Gobierno: las políticas sociales con mayores y discapacitados, las políticas de conciliación de la vida familiar y laboral, y las políticas de igualdad. En resumen, el Gobierno da un paso trascendental al afrontar este desafío mediante el desarrollo de un nuevo sistema de protección que nos iguala con los países más avanzados de mundo y que devolverá dignidad a casi medio millón de españoles, y tranquilidad a un millón y medio de familias. En pocas palabras, ningún mayor solo y ninguna persona con discapacidad sola. Queremos desterrar de nuestra sociedad las noticias de mayores que viven y mueren solos, y queremos que todas aquellas personas que ven mermadas sus posibilidades de realización personal y profesional por estar fundamentalmente dedicadas a estos familiares puedan, si así lo desean, hacer otras cosas (…) En fin, creo que la mejor felicitación navideña del Gobierno es adoptar una medida como ésta, que es de una trascendencia política y social de la mayor importancia”.
Resulta imprescindible no olvidar que el Congreso de los Diputados aprobó la Ley por 295 votos a favor de un total de 350 y que gran parte de los grupos parlamentarios que votaron en contra lo hicieron por cuestiones de conflictos competenciales entre las comunidades autónomas y el Estado, por lo que las intenciones por parte de la clase política eran compartidas por prácticamente todos.
En el presente artículo se pretende realizar un análisis preliminar acerca de la situación de la Ley de Dependencia, desde que la cuestión entró en la agenda pública pasando de ser una cuestión del ámbito privado (el cuidado de personas con discapacidad o dependientes) a un problema público: cómo se desarrolló la puesta en marcha del proyecto de ley, el modo en que se implementó y, por supuesto, una reflexión final acerca de la actual situación en el contexto postpandemia en el que nos encontramos a través del análisis de los desafíos o posibles reformas que el actual sistema requiera. Que la primera parte del título de la ley (Promoción de la Autonomía Personal) haya pasado a un segundo plano es ya muy significativo.
La ventana de oportunidad
Siguiendo las teorías de Kingdon (1984), en los años previos a la elaboración de esta ley se consolidaron una serie de características sociológicas que configuraron un problema público que, a su vez, construyeron una ventana de oportunidad con un problema bien identificado (la necesidad de incorporar una cobertura económica y de cuidados para las personas que lo soliciten), una serie de alternativas de política pública (a través de los diferentes mecanismos de protección social públicos o privados con los que cuentan las personas que requieren cuidados) y, finalmente, un proceso político de toma de decisiones (formado por los distintos enfoques para solucionar un problema reconocido por la mayoría de agentes políticos y sociales).
En este contexto, la atención a las personas en situación de dependencia pasó a constituir uno de los principales retos de la política social española. Diferentes cuestiones de índole médica, sociológica y demográfica así lo justificaban también: el envejecimiento de la población, una mayor tasa de supervivencia ante cualquier enfermedad o accidente sobrevenido, además de un cambio en los modelos de familia con la creciente incorporación de la mujer al mundo laboral.
Este proceso de envejecimiento incrementó notablemente las necesidades de cuidados y atención por parte de una franja de la ciudadanía cada vez más amplia en números y más compleja en necesidades. De hecho, en los informes que acompañaban al proyecto de ley de la Dependencia se habla como principal reto el “envejecimiento del envejecimiento”, también conocido como el resultado del aumento de población mayor de 80 años, una cifra disparada en comparación con el crecimiento de otras franjas de edad.
Más allá de cuestiones convenientemente políticas, también había argumentos éticos para dar este importante paso en pro de la protección social: existe un mandato constitucional a los poderes públicos en materia de protección social, así como infinidad de recomendaciones por parte de organismos internacionales que van en la misma dirección.
Del entorno privado al ámbito público
A pesar de las diferentes iniciativas llevadas a cabo por distintas administraciones hasta aquel momento, la asistencia a personas se llevaba a cabo, fundamentalmente, en el ámbito privado. En este sentido, no se puede olvidar el papel de la familia como principal núcleo social de convivencia y pilar fundamental en la resolución de este tipo de situaciones. Más allá de ese ámbito privado existía lo que tradicionalmente se ha conocido como Beneficencia, a través de Casas creadas exprofeso para ayudar a aquellas personas que lo requerían. Normalmente las Casas de Beneficencia eran creadas por instituciones públicas o religiosas y asumían una parte importante de la asistencia que demandaban las personas necesitadas, pero con una absoluta precariedad de medios y muchísima discrecionalidad y voluntariedad.
Los problemas competenciales entre administraciones, así como los problemas de financiación, convertirían la dependencia en un ring perfecto para la batalla partidista, olvidando, en muchos casos, las necesidades reales de los ciudadanos
La inclusión en la agenda pública de las políticas de dependencia hizo que los problemas derivados de ella fueran percibidos como algo social y no un problema exclusivamente familiar o de beneficencia. Por ello, se asumió como necesario construir una red de asistencia pública con financiación y mecanismos de protección social que garantizaran los objetivos previstos en la propia legislación, que en definitiva serían la promoción de la autonomía personal, garantizar la atención a todas las personas con dependencia, facilitando unas condiciones materiales de calidad de vida y desarrollo personal, teniendo en cuenta, de forma especial, a los más necesitados.
En resumen, las principales herramientas del nuevo sistema de dependencia serían dos: los mismos derechos en todo el país y la configuración de prestaciones económicas que contribuyan a poder ejercer dichos derechos en las mismas condiciones para todos. Algo que, como se verá a continuación, sigue resultando muy complejo quince años después.
La elaboración e implementación de la ley
El Proyecto de Ley que llegó al Congreso era resultado de un proceso de negociación con agentes sociales, organizaciones representativas de la discapacidad, Federación Española de Municipios y Provincias, Comunidades Autónomas, además de ir acompañado de los informes legalmente requeridos como el del Consejo de Estado o el consejo Económico y Social, entre otros.
Hay que señalar, además, que la ley contenía un calendario para la implantación de las prestaciones que se iniciaba en 2007 para aquellas personas con mayor dependencia hasta llegar al 2015, año en el que se incorporarían las personas con una dependencia más leve. Un calendario, por cierto, que fue modificado con posterioridad debido a las complicaciones derivadas de la crisis económica de 2008.
Adicionalmente, se preveía una evaluación de los resultados de la ley a los cinco años de su entrada en vigor, con la finalidad de plantear cambios y mejoras en el sistema que redundaran en beneficio de los más necesitados.
En este contexto, aparentemente nada podía fallar. Sin embargo, los problemas competenciales entre administraciones, así como los problemas de financiación para pagar unas prestaciones en el contexto de una grave crisis económica, convertirían la dependencia en un ring perfecto para la batalla partidista, olvidando, en muchos casos, las necesidades reales de los ciudadanos, las promesas realizadas, las obligaciones que esta ley impone y los imperativos éticos. Se generó mucha frustración.
El sistema de dependencia: avances sociales y problemas de gestión
La implementación de un sistema de dependencia suponía uno de los mayores avances sociales de la década por lo que respecta a protección social y cuidado de las personas con necesidades de apoyo para las actividades de la vida diaria. Sin embargo, como en cualquier política pública, los problemas de gestión no tardaron en aparecer tras la cesión de esta política a las comunidades autónomas: disparidad en el trato; falta de financiación; confusión en la responsabilidad para abonar las prestaciones económicas; listas de espera interminables debido, principalmente, a la falta de personal; etc.
De hecho, uno de los principales problemas que aparecieron estuvo relacionado con la compleja negociación que se produjo para alcanzar acuerdos entre las distintas administraciones a la hora de aprobar el desarrollo normativo de la ley y, por tanto, determinar quién pagaba y qué se pagaba. A los problemas administrativos y competenciales se le añadieron algunos más: la crisis económica con la consiguiente minoración del gasto público y la salida de personas del sistema, lo que significaba que muchos beneficiarios potenciales fallecían sin poder tener acceso a los derechos previstos en el sistema. En este sentido, mientras el Libro Blanco de la Dependencia elaborado en 2004 preveía que en 2015 hubiera un total de 1,3 millones de personas beneficiarias, la realidad en ese mismo año se encontraba un 50% por debajo de las previsiones.
Aunque la creación del sistema de dependencia suponía un auténtico avance en la construcción del Estado social recogido en nuestra Constitución, la problemática por la gestión y las restricciones presupuestarias iban limando el sistema hasta situarlo en posiciones poco favorables si las comparamos con los sistemas de otros países, especialmente Suiza, Noruega, Suecia o Alemania, cuyos beneficiarios porcentuales seguían duplicando a los de España en el año 2019.
La situación actual: muchas luces con alguna alargada sombra
Pasados ya quince años desde la promulgación y entrada en vigor de la ley de la dependencia, un análisis preliminar arroja muchas luces y alguna sombra, aunque alargada. Muchas luces, porque, efectivamente, se han reconocido los derechos de un gran número de personas: según los últimos datos disponibles correspondientes a diciembre de 2021, en España hay 1.415.578 personas incluidas en el sistema de dependencia, de las cuales 193.436 no reciben ningún tipo de ayuda o prestación a pesar de tener derecho a ella, ya que se encuentran en lista de espera. Sobre esta cuestión, se debe tener en cuenta que las personas en lista de espera se redujeron en un año en un 16,71% (diferencia entre 2020 y 2021). Y una alargada sombra como la que se encuentra al revisar el número de personas fallecidas mientras estaban a la espera de que la Administración les reconociera sus derechos.
¿Qué motivos llevan a que uno de los pilares básicos de nuestro Estado de Bienestar condene a sus usuarios a una lista de espera como esta? Hoy en día la mayoría de las estadísticas y datos de las administraciones públicas son accesibles. Por lo que respecta al tiempo medio para cobrar una prestación, se observa una gran disparidad entre comunidades autónomas a la hora de resolver los expedientes: mientras que en Canarias se tardan 785 días, en Ceuta y Melilla se tardan 120 días. Esta situación puede deberse, entre otros motivos, al limitado número de recursos con el que cuentan algunas administraciones que, junto a una compleja burocracia, hace de la tramitación de este derecho un tortuoso camino con final incierto.
Si se analiza el número de personas que cobran una prestación desde la implantación del sistema, se aprecia claramente una evolución más o menos lineal positiva, que, excepto en algunos años marcados por las restricciones presupuestarias, ha ido creciendo. De ahí que se hable de luces y sombras, ya que, aunque la evolución en la gestión del sistema de dependencia ha ido mejorando a lo largo de los años, hoy en día siguen existiendo numerosas lagunas en forma de listas de espera, de largos trámites, de falta de recursos materiales y humanos… que dejan un amplio margen para seguir mejorando.
El futuro del sistema de dependencia
Estamos ante una política pública que nadie cuestiona y que, efectivamente, se encuentra a la altura del blindaje político y de consenso que tienen otros pilares fundamentales de nuestra democracia como la educación, la sanidad o las pensiones. El avance en protección social de las personas en situación de dependencia es notorio y solo hay que ver las cifras para confirmarlo. Sin embargo, las desigualdades del sistema provocadas por inexplicables y dispares criterios han convertido a la dependencia en un sistema con varias velocidades y muchas carencias que hacen imprescindible tomar cartas en el asunto. Sigue generándose mucha frustración y situaciones realmente dramáticas y radicalmente injustas.
Desde la perspectiva de consenso con la que nació la ley en el año 2006, los representantes políticos deberían abrir un proceso de diálogo para actualizar y reformar el sistema con igual o superior grado de consenso. Después de 15 años, la estructura sociológica y las demandas de las personas que necesitan asistencia son distintas a las de entonces y dichos cambios han de ser reconocidos e incorporados.
En ese proceso de diálogo se deberían tener en cuenta varias cuestiones. En primer lugar, la necesidad de aumentar los recursos destinados a la dependencia y blindarlos como una inversión por parte de los poderes públicos, estudiando, si es necesario para ello, un nuevo mecanismo de financiación que garantice la viabilidad del sistema ya sea a través de una financiación pública o de la colaboración público-privada. Las políticas de dependencia no pueden depender de la voluntad política de los diferentes gobiernos de turno, ya que ello es precisamente una de las cuestiones que genera importantes disparidades entre territorios. Por tanto, el consenso político por una nueva financiación a través de un sistema viable sería un valor añadido para el futuro de la dependencia. El objetivo primordial es mejora el bienestar de las personas en situación de dependencia y de sus familias y, para ello, los recursos humanos y económicos son imprescindibles. Sin olvidarse, evidentemente, de la promoción de la autonomía personal: por ejemplo, ¿cuántos asistentes personales estamos financiando?
En segundo lugar, debemos incorporar variables éticas al sistema. Ningún país con un catálogo de derechos como España puede permitirse que miles de personas mueran mientras se encuentran en una lista de espera para acceder a los derechos que le garanticen una vida con la mayor dignidad posible. No se trata de variables numéricas, sino de vidas humanas cuyo bienestar depende, en gran parte, de las soluciones que el sistema les ofrezca. Asimismo, no se puede olvidar la incoherencia moral que representa garantizar un sistema de dependencia amplio enfocado a la protección de las personas con políticas favorables a arrebatar derechos tan irrenunciables como el de la vida, a través de legislación que facilita el fin de la misma y no garantizando unos cuidados paliativos en consonancia con nuestros derechos fundamentales que el sistema de dependencia ayudaría a ejercer.
Los estudios demográficos indican que los españoles necesitaremos en un futuro no muy lejano un sistema de dependencia mucho más sólido y viable que el actual
Del mismo modo, también se percibe un conflicto ético importante por lo que respecta a un problema detectado en algunas comunidades autónomas que priorizan el pago de una prestación económica para cuidados en el entorno familiar al ofrecimiento de una plaza en una residencia o centro especializado. Ello es de especial interés cuando se analizan los números y se comprueba que es más viable económicamente para la Administración realizar un pago de 500 euros mensuales teóricamente destinados a los cuidados que mantener una plaza de una residencia por 2.500 euros al mes. Esta cuestión requeriría de un profundo análisis, pero no debe ser menospreciada.
En tercer lugar, hay que clarificar la cuestión normativa. Resulta necesario unificar normas y hacerlas más claras y transparentes con la finalidad de generar un escenario de certidumbre y de previsibilidad lo suficientemente amplio como para garantizar la equidad entre las personas en situación de dependencia, así como asegurar que todos tienen los mismos derechos en circunstancias similares de necesidad.
Finalmente, y como recomendación general, no se puede obviar la necesidad de una voluntad política o, mejor dicho, de un sentido de Estado, para, independientemente de polémicas, restricciones presupuestarias, mala gestión, conflictos competenciales o simplemente diferencias ideológicas, evitar que las personas que necesitan de un sistema de protección social como es el de la dependencia puedan ejercer sus derechos en lugar de sentirlos vulnerados por la misma Administración que se pretendió garantizarlos.
Pasados ya quince años y estando en este contexto postpandemia, tal vez sea ahora el momento más adecuado y pertinente para que se actualicen aquellos deseos de bienestar social plasmados en una ley que necesita de valentía política y de convicciones morales claras para garantizar un cuidado digno de las personas más frágiles y vulnerables de nuestra sociedad.
Los estudios demográficos indican que los españoles necesitaremos en un futuro no muy lejano un sistema de dependencia mucho más sólido y viable que el actual, teniendo en cuenta además que, con la consolidación de la esperanza de vida, el número de personas mayores de 65 años (que son la mayoría de quienes forman parte del sistema de dependencia) irá creciendo de forma progresiva. De hecho, el Defensor del Pueblo indicaba en su informe La situación demográfica en España: efectos y consecuencias (2019) que en 2030 prácticamente un 24 por ciento de la población española tendrá más de 65 años.
La pandemia ha dejado entrever con total transparencia las carencias y necesidades de nuestro sistema sanitario y de nuestro sistema de atención a las personas en situación de dependencia. Según el Observatorio Estatal para la Dependencia, en 2020 murieron 55.000 personas mientras se encontraban en las listas de espera. Lo ocurrido en las residencias de ancianos ha sido terrible. ¿Qué medidas deben tomarse para que una situación como ésta no vuelva a ocurrir?
Como dice Victoria Camps, “la conciencia de fragilidad y vulnerabilidad del ser humano ha sido uno de los rasgos más comentados, debatidos e interiorizados por todos en este tiempo catastrófico que nos ha tocado vivir”. Y añade: “Hacer del cuidado un objetivo político significa atacar los vicios que lastran el servicio público y que hacen de las administraciones organismos poco aptos para cumplir su misión más propia, la de atender y auxiliar a la ciudadanía más necesitada. Significa diseñar estructuras que propicien la redistribución de las obligaciones de cuidarnos mutuamente.” Esa es, precisamente, la dirección hacia la que todos nos debemos dirigir.
Vicente Pastor
Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración
Máster en Democracia y Gobierno