Los días 13 y 14 de mayo de 2002 se celebró en San Francisco el congreso que marcó el arranque de la Neuroética. El lema del congreso fue Neuroethics: Mapping the Field.
Allí se definió esta disciplina como “el estudio de las cuestiones éticas, legales y sociales que surgen cuando los hallazgos científicos sobre el cerebro son llevados a la práctica médica, a las interpretaciones legales y a las políticas sanitarias o sociales. Estos hallazgos están ocurriendo en campos que van desde la genética o la imagen cerebral hasta el diagnóstico y predicción de enfermedades. La Neuroética debería examinar cómo los médicos, jueces y abogados, ejecutivos de compañías aseguradoras y políticos, así como la sociedad en general, tratan con todos estos resultados”[1]. Y se subrayó con énfasis su diferencia con la Bioética.
Si bien cabe atribuir a Anneliese Alma Pontius[2] el mérito de haber utilizado por primera vez este término en un trabajo publicado el año 1973, en el que analiza los intentos que algunos investigadores estaban llevando a cabo de manera experimental para acelerar el desarrollo motor del recién nacido, “espoleados por muchos resultados alentadores de la estimulación temprana”. Volverá a utilizar el término 20 años más tarde en un artículo en el que reflexiona sobre el trastorno del desarrollo por déficit de atención[3]. Por su parte, el neurólogo norteamericano Ronald Eugene Cranford[4] utilizó el término “neuroético” al hablar del neurólogo como asesor ético y como miembro de los comités éticos institucionales en un artículo publicado en 1989. En el ámbito de las Humanidades será Patricia Churchland quien utilice por primera vez el término en 1991, en su trabajo “Our brains, ourselves: reflections on neuroethical questions”[5]. Hay que recordar que esta autora fue pionera, y marcó tendencia, en el campo de la Neurofilosofía con un libro publicado con este título cinco años antes, en 1986: Neurophilosophy: Toward a Unified Science of the Mind – Brain.
En el ámbito académico, un nombre es únicamente importante como marca en la medida en que sirve para cohesionar y presentación de quienes comparten un mismo ideario
Volvamos con el congreso de San Francisco, sin duda el pistoletazo de salida de la Neuroética. En él participaron más de 150 neurocientíficos, bioeticistas, psiquiatras, psicólogos, filósofos y profesores de Derecho y en Ciencias Políticas. Auspiciado por la Universidad de Stanford, la Universidad de California y la Dana Foundation, este evento tuvo un gran eco mediático (con una muy bien pensada campaña publicitaria) y provocó que esta disciplina, hasta entonces desconocida, dejase de concernir a un pequeño grupo de bioeticistas y filósofos norteamericanos para convertirse en una cuestión de primera magnitud para neurocientíficos, empresas y gobiernos.
Albert Jonsen[6], siguiendo con la metáfora del mapa, agrupó las cuestiones en torno a la Neuroética en tres niveles:
1) El nivel tectónico, en el que se plantean cuestiones como la del determinismo y el libre albedrío, o como el problema del reduccionismo, cuestiones todas ellas que surgen de forma recurrente en el ámbito filosófico, porque -afirma- son insolubles.
2) El nivel geográfico (las colinas, montañas, valles y ríos de nuestra región), donde se sitúan cuestiones en su mayor parte epistemológicas. “Cuando los filósofos hablan, ellos formulan asertos. Cuando los científicos hablan, ellos también formulan asertos. Pero sus respectivas afirmaciones proceden de fuentes epistemológicas significativamente diferentes, o maneras de pensar sobre lo que uno está haciendo. Nosotros necesitamos dedicar un gran esfuerzo a articularlos, a ponerlos en relación”.
3) El nivel local, o sea, las áreas edificadas y pobladas, cuyos mapas son de manzanas y calles. Es el nivel de los casos concretos, en el que surgen asuntos como la investigación con sujetos humanos, la responsabilidad en asuntos de justicia criminal, el tratamiento y la mejora del cerebro. “Estos elementos del mapa son probablemente los que avancen y se modifiquen más rápida y precipitadamente porque son las cosas que reclaman nuestro interés y preocupación más inmediatos. Aquí es donde probablemente deberíamos empezar a pensar en cuáles son las relaciones entre los diversos mapas. Esto es, cuando formulo preguntas en el nivel local o en el nivel geográfico, ¿también tengo que pensar en la perspectiva del nivel tectónico, de las cuestiones más profundas?”.
Por su parte, William Mobley, del Departamento de Neurología de la Universidad de Stanford, en su contribución aseguró que para entender el cerebro necesitamos nuevos paradigmas y arrumbar los viejos, que el incremento de nuestro conocimiento creará libertad, y no la inhibirá, porque “menos mágico no significa menos interesante”[7].
Dos meses después del congreso de San Francisco, Adina Roskies, publicó un importante artículo en el que establecía dos partes dentro de la Neuroética, una distinción canónica desde entonces[8]: Ética de la Neurociencia y Neurociencia de la Ética.
En la primera hace, a su vez, dos subdivisiones: están los temas éticos relacionados con el diseño y la ejecución de los estudios neurocientíficos y, por otra parte, los asuntos que tienen que ver con la evaluación de las implicaciones éticas y el impacto social que los resultados de esos estudios pueden tener, o deberían tener, sobre las actuales estructuras sociales, éticas y legales. A la primera la denomina “ética de la práctica” y a la segunda, “implicaciones éticas de la Neurociencia”. La primera es un área más de la Bioética, con asuntos tales como el diseño óptimo de los ensayos clínicos, el derecho a la privacidad, el consentimiento informado en las enfermedades neurodegenerativas y en las enfermedades mentales y cómo definimos qué es lo mejor para estos pacientes. La segunda subdivisión, la que Roskies denomina en su artículo como “implicaciones éticas de la Neurociencia”, ya es más específica, según nuestra autora, al estudiar las implicaciones que en todos los órdenes va a tener nuestra mayor comprensión del funcionamiento del cerebro: ¿cómo afectará a la sociedad ese conocimiento? ¿Cómo la va a modelar? “Los avances en Neurociencia tienen el potencial de crear, y también de remediar, serias inequidades sociales”, nos dice.
Respecto a la Neurociencia de la Ética, Roskies afirma: “La teoría ética tradicional se ha centrado en nociones filosóficas como el libre albedrío, el autocontrol, la identidad personal y la intención. Estas nociones pueden investigarse desde la perspectiva del funcionamiento cerebral. Aunque la neurociencia de la ética en la actualidad aún está menos desarrollada que la ética de la neurociencia, y puede no progresar tan rápidamente como la primera, sin embargo, será el área con mayores y más profundas implicaciones para la ética, para el orden judicial, en este siglo XXI”. Están presentes en esta reflexión cuestiones como el neuroesencialismo y el determinismo, o la manera cómo tomamos una decisión o cómo creamos los valores.
Roskies lo tiene claro en relación a la denominación de la nueva disciplina: “Neuroética es un término bien elegido por varias razones. La primera, porque es conciso, fácil de recordar y evocativo. Segundo, es una lamentable equivocación de mucha gente considerar que la ética es simplemente un ejercicio académico de los filósofos. Más bien, nuestra capacidad para pensar y actuar éticamente es una de las características que definen al ser humano: es un término más inclusivo que exclusivo (…) La Neuroética tiene el potencial de ser un campo interdisciplinar con efectos de gran alcance (…) Es un imperativo moral que los neuroeticistas dialoguen con la opinión pública (…) Como dijo el director ejecutivo de la Fundación Dana en la clausura del congreso Neuroethics: Mapping the Field, tú puedes decir lo que quieras, pero el tren de la neuroética ha salido de la estación”[9].
¿Realmente hace falta al Neuroética?
Ya me posicioné sin medias tintas en mi libro Bioética y Neurociencias: no es necesaria[10]. Lo mismo que no hablamos de una Tánato–Ética, ni de una Gen–Ética, ni tan siquiera de una Eco–Ética (aunque intentos hubo al respecto), porque no hay razones que lo justifiquen, porque esos temas están bien incluidos en la Bioética, porque la subdivisión y la super-especialización no conducen a nada bueno, tampoco cabe hablar de una Neuro–Ética, por mucho que el término haya alcanzado una gran notoriedad.
Concuerdo con Luis Echarte, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra, cuando dice que “el indudable éxito inicial del término Neuroética se ha transformado en pocos años en motivo de agria polémica. En el ámbito académico, un nombre es únicamente importante como marca en la medida en que sirve, primero, para cohesionar y, luego, como tarjeta de presentación de quienes comparten un mismo ideario. Lamentablemente, hoy el campo de la Neuroética no cumple con ninguno de estos dos requisitos. Al contrario, son más numerosas las voces que cuestionan el uso de dicha noción y, lo que es más grave, la legitimidad de la Neuroética como área de conocimiento”[11].
En la Neuroética subyace algo más que una oportunidad científica, hay todo un ideario filosófico: el positivismo y un craso eliminativismo materialista
Los problemas éticos y filosóficos que suscitan las Neurociencias no son nuevos ni únicos. Tampoco requieren una aproximación metodológica novedosa, respecto a lo que la Bioética y la Filosofía de la Mente vienen haciendo en las últimas décadas. Vino viejo en odres nuevos, podríamos decir. Es más, como señalaron Wilfond y Ravitsky ya en 2005, “con esta exagerada demanda de excepcionalismo neuroético, los autores distraen la atención de las auténticas preocupaciones éticas y filosóficas al enfatizar una distinción innecesaria que complica el análisis”[12]. Un año antes Stephen J. Morse, de la Universidad de Pensilvania, consideró que “la nueva neurociencia plantea retos morales, políticos y legales familiares que pueden ser abordados usando herramientas conceptuales y teoréticas igualmente familiares”[13].
Empecinarse en subrayar la especificidad y la necesidad de la Neuroética como disciplina no sólo distrae, sino que, en mi opinión, oscurece y dificulta el adecuado tratamiento de estas cuestiones. Más aún, como indican Wilfond y Ravitsky, tratar esta área como nueva y excepcional puede dar la impresión de que el cerebro define la esencia de la vida y la identidad de la persona. Semejante neuroesencialismo puede alimentar una errónea perspectiva determinista y aumentar de manera exagerada la percepción pública de los potenciales peligros sociales de aplicar el nuevo conocimiento[14]. Aunque a lo mejor es eso mismo lo que se persigue al acuñar el nuevo término y darle entidad de disciplina a lo que no deja de ser una línea de investigación más dentro de la Bioética.
En todos los ámbitos de la vida el prefijo “neuro” sirve para fascinar, seducir, promover, vender, convencer… proporciona una apariencia de ciencia, de verdad objetiva, de autoridad, de progreso, de modernidad… y también debemos reconocer que hay mucho dinero por el medio… En definitiva, resulta evidente que hay mercado para lo “neuro” y así tenemos desde la neuroeconomía, la neurocomputación, el neuromarketing y la neuropolítica hasta una neurofilosofía, una neuroteología, una neurosociología, una neuropedagogía, una neuroantropología y un neuroderecho, pasando por disciplinas tan dispares como una neuroestética, una neuromúsica, una neuroliteratura, una neurocrítica, una neurogastronomía y una neuromagia,
Sigamos con la Neuroética. En ella subyace algo más que una oportunidad científica, hay todo un ideario filosófico: el positivismo (la ciencia como la única forma segura y cierta de conocimiento) y un craso eliminativismo materialista (el cerebro lo es todo). Hay también en el trasfondo una determinada visión ética: el imperio del pragmatismo y el utilitarismo. La influencia de todos estos planteamientos en el surgimiento de la Neuroética ha sido enorme, quizá decisiva. No estaría de más recordar que aprovechar el prestigio adquirido en el ámbito de la investigación científica para promover opiniones ideológicas personales es un claro abuso de autoridad.
Haciendo balance de estos 20 años, debemos reconocer que la pretensión de la Neuroética[15] de producir un giro radical en la Ética en ese triple sentido de entregar una visión científica de la génesis de la moralidad en el ser humano, de ofrecer las bases para elaborar una Ética universal común fundada en el cerebro y, a partir de hallazgos empíricos, de replantear cuestiones morales primordiales como el libre albedrío, el determinismo, la autonomía y la buena voluntad, no se ha producido: ni se va a producir por mucho entusiasmo que le pongan algunos al proyecto (un entusiasmo que comparten con los transhumanistas, pero esto sería tema para otro artículo).
Neurociencia e industria militar
Cuando estaba en el proceso de elaboración del libro Bioética y Neurociencias descubrí que una de las mayores fuentes de financiación de la investigación en el ámbito de las Neurociencias era DARPA, que es el acrónimo de Defense Advanced Research Projects Agency, es decir, la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa, un organismo del Departamento de Defensa de Estados Unidos que tiene por finalidad el desarrollo de nuevas tecnologías para uso militar. Esta agencia fue creada en 1958 en el contexto de la Guerra Fría. Lo que se pretendía -y pretende- es tanto evitar la sorpresa estratégica negativa en la seguridad nacional de Estados Unidos como crear sorpresa estratégica en los adversarios de Estados Unidos, o sea, mantener la superioridad tecnológica del ejército norteamericano.
Este descubrimiento me llevó a preguntarme por qué los temas sobre Ética médica militar están ausentes de manera tan notable en los foros y en las publicaciones de Bioética. Con un cierto alivio constaté que no era el único con esta preocupación y así me topé con la figura de Jonathan D. Moreno, doctor en Filosofía, actualmente profesor de ética en la Facultad de Medicina de la Universidad de Pennsylvania es sin duda uno de los autores más destacados en el tratamiento ético de los asuntos de seguridad nacional[16]. Su libro Mind Wars: Brain Science and the Military in the 21st Century es una referencia obligada en la materia[17].
Poco a poco han ido apareciendo algunos trabajos sobre esta materia[18]. No obstante, sigo pensando que el tema merece un mayor desarrollo, de manera particular todo lo que tiene que ver con la relación entre las Neurociencias y la guerra, puesto que “el serio debate ético contemporáneo sobre la neurociencia y las políticas de seguridad nacional lleva sobre sí una carga histórica inusual. Las cuestiones subyacentes a esta ciencia y esta tecnología son mucho más sofisticadas y, para muchos, una amenaza a la autonomía personal y la dignidad humana. Los defensores de la ciencia pueden argumentar que la neurociencia promete mejorar en lugar de socavar la dignidad y la elección autónoma, pero ese punto de vista no es siempre el que prevalece, especialmente cuando los objetivos de seguridad nacional son vistos con sospecha. Ejemplos de experimentos neurocientíficos que pueden tener implicaciones para la seguridad nacional son numerosos. Prácticamente todo implicará lo que se ha llamado doble uso, es decir, investigación aplicable a fines militares, de inteligencia, de policía, así como de atención médica”[19].
El serio debate ético contemporáneo sobre la neurociencia y las políticas de seguridad nacional lleva sobre sí una carga histórica inusual
Pienso que, como dicen Tennison y Moreno, “son los propios científicos quienes podrían tomar mayor conciencia del uso doble, tanto si su trabajo está financiado específicamente por organismos de seguridad nacional como si no, para crear una iniciativa científica más consciente de sí misma. También podría implicarse en la creación de parámetros que sirvan de guía y regulación para su relación con las agencias de seguridad nacional”[20]. El tema de la integridad ética de los científicos es uno de los más importantes. Y esto no se soluciona con códigos, guías y protocolos éticos, necesarios, sí, pero radicalmente insuficientes sin un compromiso personal con los valores y principios en los que se fundamentan; en definitiva, sin una Ética de las virtudes fuerte y operativa que implica, también, un sentido comunitario de la vida humana.
Bioética global
Mi postura está clara: lo que necesitamos -y con urgencia- es fortalecer el desarrollo y la implantación de la Bioética. Nuestra disciplina tiene ya una trayectoria amplia[21], suficientemente acrisolada y más que fecunda; supone, por consiguiente, una contribución poderosa en la línea de evitar cualquier clase de reduccionismo antropológico y fomenta la indispensable integridad moral de científicos y tecnólogos. Inspira, además, políticas públicas acordes con la dignidad de todos y cada uno de los seres humanos: siempre que los políticos no la devalúen convirtiéndola en moralina o en simple cosmética. Y es útil para suscitar y alimentar una ciudadanía activa, que intervenga con responsabilidad en el devenir de sus sociedades.
Michele Wucker considera que, al igual que existen cisnes negros[22], eventos enormemente disruptivos y prácticamente imposibles de predecir, también hay rinocerontes grises que son amenazas perfectamente identificables y que vienen en nuestra dirección precedidas de avisos pero que, a causa sobre todo de la inercia y la conveniencia, preferimos no ver[23]. Y a esto podemos añadir que se permite que nos sorprendan debido a la carencia de una visión histórica que entienda los cambios que se avecinan y los aproveche. Por esa razón el principio de precaución es mucho más saludable que el imperativo proactivo.
Llevamos dos años largos de pandemia: ¿qué hemos aprendido? Una crisis es un laboratorio de pensamiento: nos muestra quiénes somos realmente y quiénes deberíamos ser, como individuos y como sociedades. Y lo que se nos ha mostrado con toda crudeza es que somos seres frágiles e interdependientes. La situación actual requiere una transformación espiritual del ser humano, ensanchar el alma y atender más a la fuerza de lo sublime que a los requerimientos oportunistas[24]. Markus Gabriel, el filósofo alemán de moda, lo dice bien claro: “Si no logramos hacer realidad un progreso moral que implique valores universales para el siglo XXI -y, por lo tanto, para todos los seres humanos-, caeremos en un abismo de una profundidad inimaginable”. En otro momento escribe: “La gran tarea de las sociedades poscoronavirus consiste en superar la contradicción del entrelazamiento global de la humanidad y la organización en Estados nacionales, para que seamos capaces de elaborar en común los valores universales para el siglo XXI y hacer realidad nuevas formas de cooperación que no se rijan por las lógicas del mercado ni menos aún de la guerra”[25]. En esta misma dirección me manifesté ya en 2005 en mi libro Introducción a la Bioética.
Termino con unas palabras de Adela Cortina en su último libro, Ética cosmopolita: “Sin embargo, aunque los retos son globales -y no sólo el cambio climático o las pandemias, sino también el gobierno de la inteligencia artificial, el control de las plataformas, la explotación de los bienes comunes y tantos otros problemas-, desde el punto de vista político, no existe un gobierno mundial capaz de controlar los movimientos económicos y sociales, no se ha construido aquel Estado mundial del que hablaba Kant, o aquella confederación de Estados, capaz de garantizar el nacimiento y la supervivencia de una sociedad cosmopolita, tampoco una auténtica gobernanza global (…) es ineludible potenciar o bien una gobernanza global, o bien una sociedad cosmopolita, o una articulación de ambas, que es -a mi juicio- el camino adecuado”[26].
Y esto, queridos lectores, parafraseando a la filósofa valenciana, no es una utopía, sino una idea regulativa. Es decir, una orientación para la acción y un criterio para la crítica de la situación actual: un marco que permite articular distintos proyectos. Y para tan noble tarea lo que precisamos es una Bioética global, afectiva y efectiva, nada de sucedáneos o tergiversaciones interesadas.
José Ramón Amor Pan
Coordinador del Observatorio de Bioética y Ciencia
FUNDACION PABLO VI
[1] MARCUS, S.J. (ed.), Neuroethics. Mapping the Field (The Dana Foundation. New York 2002), p. III.
[2] PONTIUS, A. A., “Neuro-ethics of walking in the newborn”, Perceptual and Motor Skills 37 (1973) 235 – 245.
[3] PONTIUS, A. A., “Neuroethics vs neurophysiologically and neuropsychologically uninformed influences in child-rearing, education, emerging hunter-gatherers, and artificial intelligence models of the brain”, Psychological Reports 72 (1993) 451 – 458.
[4] CRANFORD, R.E., “The neurologist as ethics consultant and as a member of the institutional ethics committee. The neuroethicist”, Neurologic Clinics 7 (1989) 697 – 713.
[5] Publicado en el libro: ROY, D.J. – WYNNE, B.E. – OLD, R.W. (eds.), Bioscience and Society (Wiley & Sons, New York 1991), pp. 77 – 96.
[6] MARCUS, S.J. (ed.), Neuroethics. Mapping the Field, pp. 273 – 277.
[7] MARCUS, S.J. (ed.), Neuroethics. Mapping the Field, pp. 278 – 288.
[8] ROSKIES, A., “Neuroethics for the New Millenium”, Neuron 35 (2002) 21 – 23.
[9] ROSKIES, A., “Neuroethics for the New Millenium”, Neuron 35 (2002) 23.
[10] AMOR PAN, J.R., Bioética y Neurociencias. Instituto Borja de Bioética. Barcelona 2015. El libro lleva un subtítulo que me parece muy ilustrativo: vino viejo en odres nuevos.
[11] ECHARTE, L. E., “Neuroética. hacia una nueva Filosofía de la Neurociencia”, en GARCÍA, J. J. (dir.), Enciclopedia de Bioética, accesible en la Enciclopedía de Bioética
[12] WILFOND, B.S. – RAVITSKY, V., “On the Proliferation of Bioethics Su-Disciplines: Do We Really Need Genethics and Neuroethics?”, American Journal of Bioethics 5 (2005) 20.
[13] MORSE, S. J., “Nueva Neurociencia, viejos problemas”, en CORTINA, A. (ed.), Neurofilosofía Práctica (Comares. Granada 2012), p. 277. La referencia del trabajo original en inglés es la siguiente: “New Neuroscience, Old Problems”, en GARLAND, B. (ed.), Neuroscience and the Law. Brain, Mind, and the Scales of Justice (Dana Press, New York 2004), pp. 157 – 198.
[14] Cf. WILFOND, B.S. – RAVITSKY, V., “On the Proliferation of Bioethics Su-Disciplines: Do We Really Need Genethics and Neuroethics?”, American Journal of Bioethics 5 (2005) 21.
[15] Cf. FIGUEROA, G., “Las ambiciones de la Neuroética: fundar científicamente la Moral”, Acta Bioethica 19 (2013) 259-268.
[16] MORENO, J. D., “Embracing Military Medical Ethics”, The American Journal of Bioethics 2 (2008) 1-2.
[17] Publicado en 2006 por la DANA Foundation, existe una nueva edición del año 2012 en Bellevue Literary Press.
[18] AA.VV., Neuroscience, conflict and security. The Royal Society. Londres 2012; FRENCH, S.E. and SANDSTROM, J.A., “Military Neuro-Interventions: Solving the Right Problems for Ethical Outcomes”, InterAgency Journal Vol. 10, No. 3, 2019, 7-19; GROSS, M.L., Military Medical Ethics in Contemporary Armed Conflict. Oxford University Press. Oxford 2021; EVANS, N.G., MORENO, J.D. “Neuroethics and Policy at the National Security Interface: A Test Case for Neuroethics Theory and Methodology”, en RACINE, E., ASPLER, J. (eds.) Debates About Neuroethics. Springer 2017; MUNYON, C.N., “Neuroethics of Non-primary Brain Computer Interface: Focus on Potential Military Applications”, Front. Neurosci., 23 October 2018, https://doi.org/10.3389/fnins.2018.00696; Richard Thomas, MG, USA (Ret.), MD, DDS, MSS, FACS, Frederick Lough, MC, USA, MD, FACS, Joshua Girton, JD, LLM, MBA, John A Casciotti, JD, “A Code of Ethics for Military Medicine”, Military Medicine, Volume 185, Issue 5-6, May-June 2020, Pages e527–e531, https://doi.org/10.1093/milmed/usaa007; Sattler, S., Jacobs, E., Singh, I. et al. Neuroenhancements in the Military: A Mixed-Method Pilot Study on Attitudes of Staff Officers to Ethics and Rules. Neuroethics 15, 11 (2022). https://doi.org/10.1007/s12152-022-09490-2
[19] COMMITTEE ON MILITARY AND INTELLIGENCE METHODOLOGY FOR EMERGENT NEUROPHYSIOLOGICAL AND COGNITIVE/NEURAL RESEARCH IN THE NEXT TWO DECADES, Emerging Cognitive Neuroscience and Related Technologies, National Research Council of the National Academies. Washington 2008, p. 120.
[20] TENNISON, M. N. – MORENO, J. D., “Lo último en neurociencia, ética y seguridad nacional”, en GARCÍA MARZÁ, D. – FEENSTRA, R. A. (eds.), Ética y neurociencias. La aportación a la política, la economía y la educación, p. 88.
[21] Bioética: un puente hacia el futuro
[22] La teoría del cisne negro fue desarrollada por el profesor, escritor y exoperador de bolsa libanés-estadounidense Nassim Taleb en 2007 (TALEB, N., El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable. Planeta. Barcelona 2012).
[23] WUCKER, M., The Gray Rhino. How to Recognize and Act on the Obvious Dangers We Ignore. MacMillan. New York 2016. Acaba de aparecer la versión portuguesa, carecemos a día de hoy de traducción al español.
[24] Cf. AMOR PAN, J.R., Bioética en tiempos del COVID-19. Vozesnavoz, Lugo 2022, segunda edición ampliada.
[25] GABRIEL, M., Ética para tiempos oscuros, pp. 17 y 324.
[26] CORTINA, A., Ética cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia. Paidós. Barcelona 2021, P. 160.