La tentación más común en muchos medios, estos días, pasa por hacernos creer que un nuevo fantasma recorre el mundo: el coronavirus de Wuhan. En un mundo en que la difusión global del alarmismo ha conquistado la inmediatez, lo desconocido, lo externo y lo incierto pasan a primer plano sin muchos filtros. Se descartan, sin embargo, otras aptitudes más sensatas y más propias de las circunstancias, que deben gobernar y perfilar la respuesta oficial de las autoridades sanitarias y de los profesionales de la salud pública. Es en la tensión entre esas fuerzas donde posiblemente encontremos luz para tratar las cuestiones éticas que esta epidemia ha suscitado.
El pasado 31 de diciembre la Organización Mundial de la Salud (OMS) registraba una serie de casos de neumonía de causa desconocida detectada en la ciudad de Wuhan, provincia de Hubei, China. Un nuevo coronavirus, al que ahora se le conoce como SARS-CoV-2, se identificaba con ese brote epidémico, ya acuñado como COVID-19. Enero y febrero han sido, a nivel internacional, meses de intensa actividad en torno a este brote, que se cobra ya casi 3.000 fallecidos, principalmente en China, entre los más de 80.000 casos confirmados a 27 de febrero.
Aunque ya se tiene una imagen un poco más nítida de la evolución del brote, de los mecanismos de transmisión y hasta de su R0 (el número de reproducción, que describe la intensidad de una enfermedad infecciosa), aún son muchas las incógnitas sobre esta epidemia y muchas las cuestiones sobre las que trabajan no sólo las autoridades sanitarias, sino miles de profesionales de la salud en todos los centros de vigilancia epidemiológica del mundo.
Más allá de lo que se cuestiona aún desde el punto de vista científico o, si se quiere, desde la gestión clínica, también hay interrogantes éticos en torno a muchas de las circunstancias de las que estamos siendo testigos en los medios. ¿Es lícito, desde el punto de vista ético, acordonar una ciudad de once millones de habitantes? ¿En base a qué principios se declara en cuarentena el Diamond Princess atracado en Yokohama (Japón), con más de 4.000 personas a bordo – o acaso un hotel en Tenerife? ¿Cómo se explican el arresto –y la desaparición– de periodistas que han hecho eco de ciertas prácticas de contención al parecer gestionadas por el gobierno chino? ¿Podemos confiar en las cifras oficiales de incidencia de la enfermedad o las tasas de mortalidad que se han registrado en China, mientras contemplamos un cierre inmediato de fronteras? ¿Es en cualquier caso moralmente aceptable propagar el miedo a la población cuando se persigue la prevención y el control?
El brote sin precedentes, hace unos años, de la enfermedad por el virus del Ébola (EVD) en África occidental nos apuntaba, ya entonces, cómo las enfermedades transmisibles o infecto-contagiosas son una amenaza real que ponen al descubierto la vulnerabilidad global y la necesidad de una mejor coordinación y respuesta. Una comisión liderada entonces por la Academia Nacional de Medicina estadounidense concluía que no se tiene suficiente conciencia del riesgo que suponen las pandemias, posiblemente la parte más descuidada de la seguridad global, destacando cómo la seguridad global en salud constituye, sobre todo, un bien público de vital importancia.
Mayor transparencia en la gestión sanitaria
Para mejorar la preparación y la respuesta ante una pandemia es fundamental, en primer lugar, que la comunidad internacional preste atención a las "lecciones aprendidas" que se han ido registrando en la historia reciente: en la crisis del virus del Ébola; con el brote SARS (síndrome respiratoria agudo grave) de 2003; con el brote de MERS-CoV (síndrome respiratorio de Oriente Medio) de 2012 y hasta con la pandemia H1N1 de 2009.
De esas lecciones, cabe destacar lo importante que es comprometerse a mejorar los sistemas de salud en todo el mundo, mejorar la transparencia en la gestión de las autoridades sanitarias, abordar las deficiencias en los reglamentos sanitarios internacionales (RSI), continuar reduciendo las desigualdades sociales en la salud mundial y fortalecer los mecanismos de respuesta y control a un brote global o a una pandemia. En todas estas propuestas se adivinan compromisos internacionales con un enorme componente ético y una planificación cuidadosamente articulada para equilibrar los intereses individuales y comunitarios que potencialmente podrían verse en conflicto en situaciones de crisis.
En los años 2014 y 2015, en plena epidemia del virus del Ébola, no se disponía de ninguna vacuna aprobada, y el aislamiento y la cuarentena se usaron ampliamente para reducir la transmisión de EVD en África occidental. Un ejemplo es el caso de la aldea de Sella Kafta en Sierra Leona, donde toda la población (unos 1.000 habitantes) fue puesta en cuarentena durante 3 semanas tras el fallecimiento de una mujer infectada con el virus del Ébola. En esa ocasión, las medidas de cuarentena incluyeron un toque de queda – impuesto por la policía y los militares – en el que a las personas no se les permitía salir de casa.
La puesta en práctica de cordons sanitaire o cuarentenas y el uso de medidas restrictivas como cierres de fronteras, ha despertado ciertas cuestiones éticas. Ocurrió en Canadá hace unos años, con la epidemia de SARS, y está ocurriendo estos días con el brote de COVID-19. No cabe duda de que cada situación crítica trae características específicas, condicionadas no sólo por la identidad del germen patógeno responsable y la evolución del brote epidémico, sino también por las condiciones geográficas, políticas y socio-culturales donde el brote surge y se propaga.
Efectivamente, no es lo mismo un brote causado por un virus que se transmite de persona a persona a través de gotitas respiratorias y entre contactos cercanos (a menos de 1,8 metros) – como es el caso del coronavirus (SARS-CoV-2) o de la gripe –, que un brote cuya transmisión necesita acceso directo o intercambio de fluidos corporales – como el VIH o la hepatitis. Factores como la tasa de mortalidad o poblaciones de riesgo y grupos más vulnerables tienen también que conjugarse en la ecuación de toma de decisiones que estamos planteando. Cuando se trata de mirar a las medidas de prevención y control que pueden tomarse, tampoco se dan, lamentablemente, las mismas condiciones en un marco político democrático, donde potencialmente se protegen todos los derechos y libertades, que en otro escenario socio-político donde –por ejemplo, según la organización Human Rights Watch (HRW)– se está imponiendo un estado de vigilancia omnipresente que amenaza los derechos humanos y persigue lograr un control social absoluto.
Cuando la cuarentena vulnera los derechos y las libertades
En situaciones de crisis por una epidemia o una pandemia, efectivamente, las libertades civiles pueden verse comprometidas y pueden limitarse en beneficio de la protección de la salud pública –“salvar el mayor número de vidas”, por ejemplo–, aunque ciertas condiciones deben acotar estas restricciones. Los Derechos Humanos siguen siendo, en cualquier caso, el marco referencial para garantizar la aceptabilidad ética de las medidas de salud pública tomadas en estas situaciones.
Las medidas que limitan los derechos individuales y las libertades civiles –según establecen los principios de Siracusa– deben ser estrictamente necesarias, razonables, proporcionales, equitativas, no discriminatorias y estar en plena conformidad con las leyes nacionales e internacionales.
Estamos viendo estos días en los medios cómo la aplicación de estas medidas (en un crucero, en una ciudad o en un hotel) afronta diferentes retos y permite diferentes posibilidades, según el contexto político y el escenario social en el que se presentan. Los responsables de aplicar esas medidas interpretan los modos de diferente forma y de ahí surgen la falta de confianza en las autoridades y la sospecha.
Los principios de equidad, reciprocidad, utilidad/eficiencia, libertad y solidaridad siguen siendo las herramientas que deben jerarquizarse para formular las estrategias de prevención y control de crisis epidémicas como ésta y equilibrar el espectro de intereses y libertades que derivan de ellos.
Abordar las preocupaciones de la población por las políticas de cuarentena obligatoria sigue siendo, en cualquier caso, una exigencia que se debe plantear a las autoridades: sobre todo porque una cuarentena aplicada en el siglo XXI difiere –y mucho– de los primeros “quaranta giorni” de la historia, en la peste bubónica veneciana de 1370. Aunque una cuarentena persigue parar la cadena de transmisión, por pura lógica, reduciendo la circulación de personas potencialmente infectadas (o infecciosas) y permitiendo un mejor cuidado de esas personas si ocurre que presentan síntomas, hay aún algunas incógnitas en cuanto a la eficacia de restricciones a gran escala, sobre todo si es una medida puesta en marcha más allá de la fase de contención – esto es, del momento en que el virus ya se supone en circulación.
Posiblemente China adoptó en enero las medidas de restricción de mayor escala de la historia. Las críticas que sufrió el gobierno chino en el 2003 por sus intentos de esconder o minimizar la magnitud de la epidemia de SARS, quizá justifique su decidida estrategia de contención a primeros de año y su aparente transparencia. Pero no las formas, en cualquier caso, sobre todo si es cierto lo que nos llega por otros medios en cuanto a la injustificable carga a la que se ha sometido a la población durante semanas.
Las cuestiones éticas que plantea una epidemia –aún está por ver si la Organización Mundial de la Salud (OMS) declara que COVID-19 puede considerarse una pandemia– se expanden en cuanto nos planteamos cómo realizar investigaciones, especialmente en países en vías de desarrollo, aplicando sobre todo algunos de los principios éticos –si no todos– sugeridos antes y asegurando los garantes para que se respeten.
Un paso más allá de la investigación requiere establecer también mecanismos para compartir el conocimiento, tanto a nivel local como a nivel internacional, durante los brotes y las crisis de salud pública. Este parece, de momento y durante el brote actual de COVID-19, un éxito conseguido en toda la comunidad internacional, que ya comparte activamente un fórum de conocimiento sin precedentes en la historia. Nos queda, sin embargo, prepararnos para abordar la aplicación de “ensayos clínicos aleatorios adaptables”, en caso de que en algún momento se disponga de un tratamiento “provisional”, y que de algún modo “exija” su utilización, dada la emergencia sanitaria global. Aquí tendremos otro reto: el diseño y la aplicación de estos modelos de ensayos también exigirán un serio escrutinio, sobre todo teniendo en cuenta la presión que existirá sobre ellos para obtener resultados.
Redes sociales y propagación del miedo
Difícilmente podríamos ignorar el contexto digital, propiciado por las nuevas tecnologías, en el transcurso de esta epidemia. También en este escenario vemos responsabilidades gubernamentales y civiles, muy próximas a lo que podríamos etiquetar como fundamentos éticos de conducta. Los medios digitales y, sobre todo, las redes sociales han dado a los usuarios no sólo la capacidad de obtener información casi al instante, sino el poder de comentarla y de generar corrientes de opinión. No cabe duda que esto puede ser beneficioso, en cuanto que permite cuestionar ciertas actitudes de autoridad que deberían ser cuestionables. Difundir información errónea, catapultar el miedo o la desconfianza injustificadamente, por otra parte, puede causar un enorme daño, sobre todo en temas de salud pública. Las epidemias del siglo XXI, desde el punto de vista de la comunicación, son –no cabe duda– un reto, pero también pueden ofrecerse como una gran oportunidad para las autoridades sanitarias. Para ello, deberán gestionar eficazmente su estrategia de comunicación y ayudar a la población a tomar decisiones informadas, reducir la ansiedad, la indiferencia, la desconfianza o el rechazo, así como promover pautas de comportamiento a favor de la salud y del bien común.
Dado el potencial de riesgo masivo y la incertidumbre que generan –sobre todo en el caso de enfermedades transmisibles por virus emergentes–, las epidemias son crisis que ponen a prueba la capacidad de respuesta de la Salud Pública y los sistemas sanitarios de un país. En la tarea de proteger la seguridad global en salud, la coordinación y la cooperación internacional no deberían nunca olvidar que prepararse para afrontar una epidemia y mitigar su impacto pasa, también, por el respeto a la persona en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral.
Alejo Sánchez-Vivar
Máster en Medicina Legal y Ética, Epidemiólogo
Responsable de la Unidad de Producción de Guías
en Health Protection Scotland
Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias, Glasgow (Escocia)