Nota previa. Las reflexiones que siguen sólo se refieren a las situaciones especiales o de extrema gravedad, en las que el paciente ha de estar ingresado y sometido a cuidados especiales que requieren una atención permanente y, con frecuencia, de alta complejidad instrumental y profesional, como son las Unidades de Cuidados Intensivos.
En la actual situación epidémica española, debido al elevado número de personas contagiadas con Coronavirus CoVID-19, podría llegarse a una situación límite de recursos humanos y materiales; es decir, que la provisión de esos servicios a una persona podría llegar a suponer la falta de provisión a otras. Dicho duramente, el rescate de una persona podría implicar la muerte de otra.
Obviamente esto nos lleva a la evaluación ética de cada situación. No somos expertos en bioética y hay comités muy especializados en los hospitales que están analizando este tema con enorme dedicación y profesionalidad. Nos centramos ahora exclusivamente en el análisis de la persona con síndrome de Down en una posible situación de extrema gravedad o de necesidad de atención y vigilancia clínica intensivas.
Mencionar "síndrome de Down" en la actual sociedad despierta de inmediato una reacción hipersensibilizada. Tememos que cualquier actuación nuestra sea interpretada como discriminatoria y condenada socialmente en los medios de comunicación.
Ciertamente, el síndrome de Down como tal y globalmente considerado es una entidad de riesgo ante un proceso infeccioso debido a su propia trisomía que, como es bien sabido y documentado, resta capacidad de resistencia inmunitaria. A ello se añade la circunstancia de las comorbilidades, muy diferentes en localización e intensidad según cada individuo; algunas de ellas deben ser tenidas en cuenta en esta pandemia que conlleva una marcada afectación respiratoria.
Pero esto no es razón para que deba ser considerado como elemento discriminatorio; es decir, no debe llevar por sí mismo a tomar la decisión de negar un tratamiento. La toma de decisiones debe fundamentarse en razones clínicas y técnicas, como a cualquier otro paciente con discapacidad intelectual, teniendo en cuenta que en la discapacidad intelectual existen muy diversos niveles. En definitiva, desde un punto de vista ético y humano, no se debe considerar el síndrome de Down en sí mismo como motivo de discriminación a igualdad de situación clínica respecto otra persona que no tenga síndrome de Down. Pero al mismo tiempo, debemos evitar una discriminación positiva por el otro extremo, y no caer fácilmente en la consideración de que una persona con síndrome de Down debe tener preferencia por encima de otras personas en igualdad de condiciones clínicas en términos médicos.
A efectos de déficit intelectivo, es conveniente plantearnos que la respuesta de una persona con esta condición, con cierta probabilidad, no va a ser la misma que la de una persona sin discapacidad intelectual. Concretando en este sentido, su tolerancia a un ámbito de Unidad de Cuidados Intensivos, su capacidad de compresión de órdenes y adaptación a su situación clínica y de la necesidad de recibir un tratamiento específico “invasivo” (instrumental, monitorización, ventilación asistida, incluso posible necesidad de contención mecánica terapéutica…), su capacidad para expresar sus necesidades (dolor, malestar, etc.), pueden ser menores. Y todo lo anterior asociado a posibles reacciones emocionales y conductuales que pueden obligar a una atención mucho mayor que, quizá, no es posible exigir con el grado de demanda sanitaria actual en términos de recursos humanos y materiales.
Junto a ello, y ya en relación directa con el síndrome de Down, está la necesidad de que los profesionales conozcan la naturaleza anatómica de las vías respiratorias, la especial problemática de la columna cervical a la hora de forzar posturas del cuello, la hipotonía, la termorregulación, etc.
Todas estas cuestiones habrán de ser incorporadas en la evaluación ética necesaria para decidir el ingreso en la UCI de una persona concreta con síndrome de Down en las actuales circunstancias de la epidemia. No la simple etiqueta de síndrome de Down, sino la realidad de esa persona en su totalidad: condiciones físicas/médicas e intelectuales. Y cuando se habla de lo intelectual, no es para que rechacemos a una persona porque su capacidad cognitiva sea menor (eso sí sería discriminatorio), sino porque puede hacer especialmente difícil el atenderla en las actuales condiciones precarias, a costa de impedir la atención a otras personas igualmente necesitadas de servicios y con los mismos derechos a recibirlos.
Es conveniente, en la situación actual, tomar conciencia en términos de justicia distributiva de lo que se entiende por equidad eficiente: la conveniencia de administrar responsablemente en todo momento los recursos para el mayor bien del mayor número de personas y al uso responsable de los medios humanos y materiales disponibles y limitados.
Jesús Flórez
Catedrático de Farmacología
Fundación Iberoamericana Down21, Santander
Mª Carmen Ortega
Médico Especialista en Psiquiatría
Hospital 12 de Octubre, Madrid