Son ya 29 años los que se lleva celebrando la Jornada Mundial del Enfermo que, como sabemos, tiene lugar cada 11 de febrero al ser éste el día de la Virgen de Lourdes.
En mi opinión, y por razones de todos conocidas, la Jornada de este año resulta más importante que nunca: la pandemia ha puesto nuestro mundo patas arriba; los profesionales sanitarios y sociosanitarios están súper agotados; los enfermos siguen muriendo a miles, en muchos países sin la atención médica debida, en todos los casos sin la compañía de los suyos a causa de las medidas de aislamiento; las vacunas, a pesar de todas las advertencias y los buenos deseos, se están distribuyendo con una lentitud exasperante y, además, no llegan a los pobres; España y Portugal no han dudado en seguir legislando a favor de la eutanasia… Y así todo.
Como escribí en mi libro Bioética en tiempos del COVID-19, esta historia de dolor no se sana fácilmente. La complejidad y envergadura del reto no es nunca una disculpa sino una exigencia ética de primer orden: toca redoblar esfuerzos y creatividad. El problema es que todos vamos como motos, por lo que -mucho me temo- nos falta el sosiego necesario para reflexionar y concitar las energías indispensables para pararnos a pensar (algo que, por desgracia, nos afecta incluso quienes nos dedicamos a la Pastoral de la Salud) y así tomar impulso.
Algunos están sorprendidos por que el Papa Francisco haya dedicado su mensaje para esta Jornada a reflexionar sobre la hipocresía… ¡Nada más atinado! La crítica contra quienes dicen, pero no hacen forma parte del núcleo del Evangelio y, también, de la mejor y más auténtica Ética.
De todas las afirmaciones que hace el Papa en estas cuatro páginas, me permito destacar estas: “Cuando la fe se limita a ejercicios verbales estériles, sin involucrarse en la historia y las necesidades del prójimo, la coherencia entre el credo profesado y la vida real se debilita (…) Ante la condición de necesidad de un hermano o una hermana, Jesús nos muestra un modelo de comportamiento totalmente opuesto a la hipocresía. Propone detenerse, escuchar, establecer una relación directa y personal con el otro, sentir empatía y conmoción por él o por ella, dejarse involucrar en su sufrimiento hasta llegar a hacerse cargo de él por medio del servicio”.
No se podía decir mejor. El hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y en los hechos más que en las teorías. El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión. “Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio”, escribió el mismo Francisco en Evangelii gaudium, su exhortación apostólica de inicio de pontificado.
¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!
¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
¡No nos dejemos robar la esperanza!
¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!
¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!
Salir de la propia comodidad y atreverse a poner en el centro de las políticas públicas y de los planes pastorales la adecuada atención a las personas enfermas. Y como recomendación práctica: recordarle a la gente que en cada hospital hay un Servicio de Atención Religiosa, con una capilla y unos capellanes (sacerdotes, religiosas y laicos) dispuestos a ofrecer consuelo, a practicar la escucha activa, a celebrar los misterios de la fe; en definitiva, dispuestos a acompañar en el siempre difícil trance de la enfermedad y más si ésta nos aproxima inexorablemente a la muerte en un breve lapso de tiempo.
Terminamos esta breve reflexión invitando a leer el mensaje escrito por el Papa Francisco, cuyo enlace compartimos, y uniéndonos a la plegaria que el Santo Padre compuso para la ocasión:
Oh, María,
Tú resplandeces siempre en nuestro camino como signo de salvación y esperanza.
Nosotros nos encomendamos a Ti, salud de los
enfermos, que ante la cruz fuiste asociada al
dolor de Jesús manteniendo firme tu fe.
Tú, Salvación de todos los pueblos, sabes lo que
necesitamos y estamos seguros de que proveerás para que, como en Caná de Galilea, pueda
regresar la alegría y la fiesta después de este
momento de prueba.
Ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre y a hacer lo que
nos dirá Jesús, que ha tomado sobre sí nuestros
sufrimientos. Y ha tomado sobre sí nuestros dolores para llevarnos, a través de la cruz, al gozo de la Resurrección.
Amén
José Ramón Amor Pan
Coordinador del Observatorio de Bioética y Ciencia
Fundación Pablo VI