Parte este documento, publicado por la Conferencia Episcopal Española el pasado viernes 25 de marzo con ocasión de la Jornada por la Vida, de un hecho que a veces pasa inadvertido: “En el proceso que condujo a la formulación y a la proclamación de los derechos del hombre, estos se concebían como expresión de unos límites éticos que el Estado no puede traspasar en su relación con las personas. Eran una defensa frente a las tentaciones totalitarias y a la tendencia que los poderes públicos tienen a invadir la vida de las personas en todos los ámbitos, o de disponer de ella en función de sus propios intereses” (núm. 3).
Los derechos humanos, por consiguiente, se entendían como una realidad previa al Derecho, que éste debía proteger, como un hecho pre-político. En consecuencia, el ejercicio del poder político en sus tres vertientes (legislativo, ejecutivo y judicial) debía atenerse a esos derechos reconocidos como fundamentales. En las últimas décadas, sin embargo, se está imponiendo una nueva visión de los derechos humanos que contradice sustancialmente todo eso, como reconoce esta nota doctrinal: “Vivimos en un ambiente cultural caracterizado por un individualismo que no quiere aceptar ningún límite ético. Esto ha conducido a que se reconozcan por parte de los poderes públicos unos nuevos derechos que, en realidad, son la manifestación de deseos subjetivos. De este modo, estos deseos se convierten en fuente de derecho, aunque su realización implique la negación de auténticos derechos básicos de otros seres humanos (núm. 4). Frente a una naturaleza dada, una naturaleza totalmente fluida”
Sentadas esas premisas, que en mi opinión constituyen el meollo de la cuestión, el documento elaborado por la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española hace un apretado y certero resumen de lo que significa la libertad religiosa y de conciencia y cuál ha de ser el papel del Estado respecto a ella (números 8 a 22), para centrarse a continuación en lo que motiva este posicionamiento: la objeción de conciencia. La preocupación viene, como resulta obvio, por la ley de la eutanasia, por la prohibición de disentir públicamente frente a cuestiones como el aborto o la ideología de género y por otros diversos proyectos que puedan legitimar prácticas como la maternidad subrogada, el infanticidio o los bebés a la carta.
Pues bien, los obispos españoles recuerdan que “el ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio (…) Además de ser un deber moral, es también un derecho fundamental e inviolable de toda persona, esencial para el bien común de toda la sociedad, que el Estado tiene obligación de reconocer, respetar y valorar positivamente en la legislación” (núm. 23-24).
Respecto a la elaboración de un registro de objetores a determinados actos permitidos por la ley, la nota considera -con total acierto- que tal práctica “atenta contra el derecho de todo ciudadano a no ser obligado a declarar sobre sus propias convicciones religiosas o ideológicas”; aunque, con un sentido pragmático poco habitual en los textos eclesiales, recomiendan que “donde legalmente se exija este requisito los agentes sanitarios no deben vacilar en pedirla (la objeción de conciencia) como derecho propio y como contribución específica al bien común” (núm. 24).
Recuerdan a continuación los obispos españoles que “el cristiano no debe prestar la colaboración, ni siquiera formal, a aquellas prácticas que, aun siendo admitidas por la legislación civil, están en contraste con la ley de Dios” (núm. 25); que “los católicos estamos absolutamente obligados a objetar en aquellas acciones que, estando aprobadas por las leyes, tengan como consecuencia la eliminación de una vida humana en su comienzo o en su término” (núm. 26); y que los políticos “no pueden promover positivamente leyes que cuestionen el valor de la vida humana, ni apoyar con su voto propuestas que hayan sido presentadas por otros” (núm. 27).
El documento hace una mención particular a las instituciones sanitarias católicas en el núm. 29: “No se deben plegar a las fuertes presiones políticas y económicas que les inducen a aceptar la práctica del aborto o de la eutanasia. Tampoco es éticamente aceptable una colaboración institucional con otras estructuras hospitalarias hacia las que orientar y dirigir a las personas que piden la eutanasia. Semejantes elecciones no pueden ser moralmente admitidas ni apoyadas en su realización concreta, aunque sean legalmente posibles. Esto supondría una colaboración con el mal”.
Los párrafos finales de esta nota doctrinal (núm. 31-34) tienen un contenido netamente teológico. En ellos se nos recuerda, entre otras cosas, que “la libertad humana no es únicamente una libertad amenazada, sino que es también una libertad herida por el pecado”. Ante las dificultades que puedan surgir en la vida personal y profesional por querer mantenerse fieles a los valores esenciales de la moral y de la religión, nuestros obispos, echando mano de la Evangelium vitae de Juan Pablo II, nos recuerdan también que “es, precisamente, en la obediencia a Dios —a quien solo se debe aquel temor que es el reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres”.
Un documento oportuno, bien elaborado, con una extensión y un lenguaje que lo hacen amable para todos los públicos y que, en consecuencia, los diversos agentes de pastoral debieran conocer y difundir para la adecuada formación de todo el Pueblo de Dios.
José Ramón Amor Pan,
Coordinador del Observatorio de Bioética y Ciencia Fundación Pablo VI