Hace un par de meses la Congregación para la Educación Católica publicó una Instrucción que aborda la necesidad de una mayor conciencia y coherencia de la identidad de las instituciones educativas católicas. Hoy, que tanto se habla se la cultura del encuentro, de tender puentes y de buscar consensos, el documento nos recuerda que no podemos construir una auténtica cultura del diálogo si no tenemos identidad.
En nuestro caso se trata de la referencia a la concepción cristiana de la realidad. Una identidad que, como señala la Instrucción, debe ser mostrada y demostrada, es decir, debe hacerse visible, susceptible de ser encontrada, y debe ser actitud consciente. Forma parte de esta identidad el afirmar y proponer el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, la justicia en la distribución de recursos sanitarios, la no discriminación ni el descarte de quien está en una situación de mayor fragilidad y vulnerabilidad.
Este anuncio es particularmente urgente en el momento presente: opciones que antes eran rechazadas por un sentido moral compartido, llegan a ser no sólo socialmente respetables sino propuestas como lo que realmente debe ser (aborto, eutanasia, ideología de género). Súmese a esto una pluralidad de nuevos desarrollos científicos y tecnológicos (inteligencia artificial, edición genética, entre otros), la expansión de la ética utilitarista y de una visión transhumanista del ser humano para comprender que la situación es realmente dramática.
Las escuelas católicas han de contribuir de manera decidida a construir una cultura del cuidado
¿Tienen las comunidades eclesiales hoy en día una visión y dan un testimonio que esté a la altura de esta emergencia de la época presente?, se pregunta el Papa Francisco. Hace 27 años, Juan Pablo II, en una encíclica memorable nos recordaba que el Evangelio de la vida está en el centro mismo del mensaje de Jesús y nos lanzaba una “apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor”.
Ante esta “metamorfosis no sólo cultural sino también antropológica que genera nuevos lenguajes y descarta, sin discernimiento, los paradigmas que la historia nos ha dado”, en palabras del Papa Francisco, la Instrucción vaticana subraya que las escuelas católicas constituyen un aporte muy valioso a la evangelización de la cultura y que han de contribuir de manera decidida a construir una cultura del cuidado, mucho más necesaria que nunca tras lo vivido (y lo que estamos viviendo) con el COVID-19.
Se ha llegado a decir que esta es la hora de la Bioética, pensamiento que comparto plenamente. Esto exige de la escuela católica una apuesta decidida por la Bioética, que ha de formar parte de manera inexcusable de esa sólida formación permanente y continua que debe ofrecerse (y exigirse) al profesorado que trabaja en ella. Como también obliga a desarrollar acciones formativas hacia fuera del propio centro, buscando sinergias y complicidades con otras entidades, eclesiales y no eclesiales.
Como subraya la Instrucción, el proyecto educativo de la escuela católica exige educadores competentes, convencidos y coherentes. Esto implica centrarse en la renovación y la puesta al día de las metodologías y pedagogías, claro que sí, pero obliga también a avanzar con paso firme en la formación espiritual, religiosa y ética de quienes trabajan en la escuela católica. Esta es una gran responsabilidad que no podemos obviar en este momento de encrucijada histórica, de cambio de época.
José Ramón Amor Pan
Observatorio de Bioética y Ciencia
Fundación Pablo VI