Estos días, de manera espontánea, vinieron a mi memoria estas palabras de Juan Pablo II: “¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!” (Evangelium vitae, n. 5).
Países Bajos aprobó el 14 de abril la eutanasia para niños de menos de 12 años[1]. Esta práctica ya estaba en vigor desde hace tiempo para los niños de más de 12 años. Eso sí, resulta curioso que no quieren hablar de eutanasia y le han llamado “terminación activa de la vida”. Por esta razón su ministro de sanidad dice que esta decisión no supone una ampliación de la ley de eutanasia (en vigor allí desde 2002) y que, por consiguiente, no necesita aprobación parlamentaria. A bote pronto me surge una pregunta: ¿Para qué queremos el Parlamento, si con el Ejecutivo parece ser suficiente? Y a renglón seguido me pregunto también si esto es verdaderamente democrático.
Más allá de esa cuestión, no menor, por supuesto, me sorprende y me indigna por partes iguales la facilidad que tienen los políticos actuales para retorcer el lenguaje y tratar de hacernos comulgar con ruedas de molino a base de eufemismos, circunloquios, medias verdades e incluso mentiras obvias, algo que venimos observando también en nuestro país.
Digan lo que digan, estamos clarísimamente en una pendiente resbaladiza y vamos sin control: primero fue la eutanasia para enfermos terminales, luego para crónicos, un poco después se incluyeron los niños a partir de 12 años y los enfermos psiquiátricos, ahora los niños menores de 12 años y pronto llegará la eutanasia por cansancio vital para los ancianos sanos. Un dato significativo: el año pasado las eutanasias practicadas en Países Bajos aumentaron un 13,7% y suponen ya el 5,1% del total de muertes.
Si hace unos días me quejaba aquí mismo porque la Fundación BBVA le concedía un premio a Peter Singer, el filósofo que dice que matar a un recién nacido con discapacidad es éticamente correcto, ahora manifiesto mi horror porque es un Gobierno de un país avanzado y desarrollado en lo económico e intelectual quien lo dice. En definitiva, se vuelve a considerar que existen vidas indignas de ser vividas. Algo que ya se afirmó hace cien años y que desembocó en el nazismo.
Por desgracia, si ya resultaba certera en 1995 la afirmación de Juan Pablo II de que “este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando”, hoy en día resulta del todo evidente. Es, como señalaba el papa, “un síntoma preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral”. Todo el recorrido ético que habíamos realizado como Humanidad desde el final de la segunda guerra mundial está siendo impugnado, desmontado pieza a pieza. El silencio cómplice, la banalidad del mal como modo de existencia, alimenta la injusticia.
Es trágico que el pensamiento antropológico disyuntivo y reductor y el utilitarismo como paradigma ético omnipresente estén rigiendo la política de nuestros estados. ¿De qué recursos intelectuales, morales y políticos disponemos para redirigir nuestro propósito hacia una vida buena para todos? Una vida buena para todos. Este es el quid de la cuestión. Diseñar la Bioética desde la compasión es el verdadero camino, el único camino. Una compasión que pasa no por matar al que sufre, sino por acoger, cuidar y acompañar la fragilidad y la vulnerabilidad con profundo respeto y sentido verdadero de la dignidad humana.
José Ramón Amor Pan
Coordinador del Observatorio de Bioética y Ciencia
Fundación Pablo VI
[1] Países Bajos regula la terminación activa de la vida de los niños entre 1 y 12 años con enfermedades incurables, grandes sufrimientos y una muerte cercana