La enfermedad y la discapacidad no son precisamente un misterio sino una revelación, puesto que ponen de manifiesto lo más esencial del ser humano. No solemos preguntarnos por nuestro modelo antropológico, pero haríamos bien en preguntarnos qué idea de ser humano sostiene nuestras decisiones y las de nuestros conciudadanos.
Tampoco nos preguntamos habitualmente por nuestro paradigma ético… pero haríamos bien en tomar conciencia de que no todas las formas de Ética son dignas de este nombre porque dejan fuera de juego a no pocos seres humanos y son incompatibles con la sostenibilidad. La maldición del cortoplacismo nos puede meter en no pocos líos, como estamos viendo un día sí y otro también.
Estamos ante el núcleo mismo de la Ética. Reflexionar acerca de los fines y de los medios que contribuyen a humanizar al hombre en su vertiente individual y comunitaria y, por consiguiente, responsabilizarnos de las consecuencias de nuestras acciones y dirigir razonablemente las mismas.
La fragilidad de las conquistas éticas debería ayudarnos a ser más humildes y comprometidos. Que si la deshumanización, los mediocres y los miserables prosperan en el mundo es porque hay demasiados vagos de conciencia cerrando los ojos y muy poca implicación para ir cambiando poco a poco las cosas.
El año 1992, al término del denominado Decenio de las Naciones Unidas para los Impedidos (1983-1992), la Asamblea General de la ONU proclamó el día 3 de diciembre como Día Internacional de las Personas con Discapacidad. El decenio había sido un período fuerte de toma de conciencia y de generación de medidas orientadas hacia la acción en orden a mejorar la situación de las personas con discapacidad.
No podía perderse ese impulso. Y no puede perderse. Porque aunque se ha avanzado muchísimo en todos estos años, gracias sobre todo a la acción reivindicatoria de los propios afectados y de sus familias, de los 7.300 millones de personas que habitan en la Tierra, más de mil millones sufren algún tipo de discapacidad (cien millones son niños) y, por esa sola circunstancia no tienen garantizados sus derechos básicos y tienen cuatro veces más posibilidades de ser víctimas de algún tipo de violencia.
Las personas con discapacidad, la "minoría más amplia del mundo", como nos recuerda la web de Naciones Unidas dedicada a este asunto, suelen tener menos oportunidades económicas, peor acceso a la educación y tasas de pobreza más altas. Eso se debe principalmente a la falta de servicios que les puedan facilitar la vida (como acceso a la información o al transporte) y porque tienen menos recursos para defender sus derechos. A estos obstáculos cotidianos se suman la discriminación social y la falta de legislación adecuada para protegerlas.
Y todo ello a pesar de que el derecho a la vida, la accesibilidad y la inclusión son derechos fundamentales reconocidos por la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006). A las autoridades españolas, por ejemplo, se les llena la boca hablando de inclusión y de diversidad funcional (un concepto que no aporta nada al debate), pero mantiene operativo el aborto eugenésico.
La celebración de este Día Internacional de las Personas con Discapacidad debería servir para reafirmar nuestro compromiso de trabajar juntos por un mundo que en verdad sea inclusivo, equitativo y sostenible para todos, en el que los derechos de las personas con discapacidad se hagan plenamente efectivos, sin retóricas ni demagogias de ninguna clase.
Recordemos, para quien no está acostumbrado a este ámbito, que el término discapacidad se usa para definir una deficiencia física o mental, como la discapacidad sensorial, cognitiva o intelectual, la enfermedad mental o varios tipos de enfermedades crónicas.