William Baumol fue un profesor de Economía de la Universidad de Nueva York que publicó en el año 2012, “The Cost Disease: Why Computers Get Cheaper and Health Care Doesn’t”[1] (La enfermedad de los costes: Por qué los ordenadores son cada vez más baratos y la sanidad no). En el libro actualiza una tesis formulada en los años sesenta, y que se ha dado en llamar la Enfermedad de los Costes de Baumol o el Efecto Baumol (Baumol's cost disease o Baumol Effect).
En distintos sectores los avances tecnológicos hacen posible, por ejemplo, que construir un electrodoméstico cueste ahora muchas menos horas de trabajo que hace décadas. Por ello los empresarios tienen ganancias adicionales. Sin embargo, en otros sectores, la productividad no aumenta o aumenta poco. Baumol comenta que “una orquesta tocando una sinfonía emplea hoy en día la misma cantidad de tiempo que hace décadas”. En los oficios y profesiones donde el aparataje tecnológico ocupa menos lugar (sanidad, educación y otras) la productividad aumenta poco.
Dentro del ámbito sanitario las tecnologías aplicadas con dispositivos de última generación siempre son bien percibidas, se considera que los trasplantes y otras acciones que conllevan una gran carga de tecnología acaban siendo siempre productivas. Sin embargo, la Medicina clínica con escasa tecnología supone la base del buen uso de esta y fundamento de los cuidados y soporte avanzado.
La evidencia científica confirma que la aplicación óptima de estos cuidados avanzados y de soporte (cuidados de calidad) alivian la mayoría del dolor y sufrimiento en cualquier etapa de las enfermedades. Pero implican la participación de profesionales cualificados y vocacionados de la Medicina, la Enfermería, la Psicología, el Trabajo Social, etc. Muchos profesionales y poca tecnología encarecen el producto y, además, la falta de tecnología ensombrece este producto ante la sociedad, que se deslumbra por los avances tecnocientíficos (fotoeficiencia para los políticos y directivos) y considera imperceptibles o grises los cuidados óptimos (pasivos y pocos deslumbrantes; en la cultura clásica, hijos de un dios menor).
Ante el sufrimiento inaceptable al final de la vida, unos ciudadanos desean -en ejercicio de su autonomía y libertad- acabar rápidamente con la vida para terminar con el sufrimiento. Y otros desearían tener unos cuidados avanzados y de soporte óptimos, que acabaran con el sufrimiento sin acabar con la vida ni tampoco alargarla, y también lo desean en el ejercicio de la misma libertad y autonomía. Pronto los primeros dispondrán de una Ley de Eutanasia que regule esta acción. Sin embargo, los segundos no tendrán una Ley de Cuidados que garantice los cuidados avanzados y de soporte que requieren y que, por desgracia, cada vez son más escasos y de peor calidad (por lo que solo son accesibles a las clases pudientes): porque la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, del año 2006, así como las diversas leyes autonómicas sobre derechos y garantías de la dignidad de las personas enfermas terminales no funcionan en la práctica por falta de recursos, fundamentalmente.
La proposición de ley de regulación de la Eutanasia continúa con su tramitación parlamentaria con el estudio por parte de la ponencia y posteriormente en la Comisión de Justicia, donde se debatirán las enmiendas al articulado. Al tratarse de una ley orgánica el pleno del Congreso celebrará un nuevo debate seguido de una votación del conjunto de ley resultante. Aunque se requerirá de un apoyo por mayoría absoluta, todos somos conscientes de que esta Ley será aprobada.
El 6 de octubre del 2020 el Comité de Bioética de España afirmó que “existen sólidas razones para rechazar la transformación de la eutanasia y/o auxilio al suicidio en un derecho subjetivo y en una prestación pública. Y ello no solo por razones del contexto social y sanitario, sino, más allá, por razones de fundamentación ética de la vida, dignidad y autonomía”[2].
Estamos hablando de dos modelos antropológicos y éticos ante una situación compartida por ambos modelos. La situación común es el sufrimiento inaceptable al final de la vida. Ambos paradigmas desean lo mismo: que la persona enferma no sufra, pero con dos métodos distintos y con consecuencias sociales bien diferentes.
Los defensores de la eutanasia basan su defensa en el derecho a la autonomía y libre elección del ciudadano; incluso con óptimos cuidados habrá ciudadanos que elegirán libremente la eutanasia, dicen. Puede ser cierto, sin duda. También se basan en estadísticas oficiales a nivel estatal de personas sanas que en el 84% de casos desean la regulación de la eutanasia. Deducimos que hay una minoría (16%) que desean el otro modelo de acabar con el sufrimiento: óptimos cuidados avanzados y de soporte. La pregunta es si de verdad son libres para elegir cuando no existe una ley estatal que garantice los cuidados óptimos y la Ley de la dependencia es gravemente deficiente. ¿Es libre para elegir el que no tiene la oportunidad de elegir?
Se habla de Ramón Sanpedro y otros casos mediáticos de eutanasia para lograr movilizar las emociones de la ciudadanía hacia la aceptación de la eutanasia. Pero no se habla para nada de los miles de enfermos que no desean la eutanasia sino los cuidados óptimos y las prestaciones que les reconoce la Ley de la Dependencia, a las que tienen derecho y no reciben, o que desean que sus familiares tengan descanso con un ingreso breve (el respiro del cuidador) y no se le otorga. Al final esos pacientes van a elegir como mal menor la eutanasia; una sub-eutanasia, sin libertad… las circunstancias los conducen a ello. ¿Es esto lo que queremos? ¿Esto es equidad y justicia social? ¿Esto es avance social, progreso democrático, conquista de derechos y libertades civiles? Tengo serias dudas al respecto.
La lucha por los derechos
La profesora Asunción Cambrón, Doctora en Filosofía, que ha sido durante muchos años Profesora Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad de A Coruña y que es la presidenta en Galicia de la Asociación Derecho a Morir Dignamente, en una reciente reunión afirmó: “No tenemos nada en contra de los cuidados y creemos que deben potenciarse”; a continuación, con sabiduría, afirmó que “los derechos no caen del cielo y hay que ganárselos a pulso en la tierra”.
Es evidente que los grupos defensores de la eutanasia saben ganarse su “derecho”. Deducimos que los minoritarios ciudadanos que no desean la eutanasia y tampoco tienen opción de recibir óptimos cuidados avanzados y de soporte no saben ganarse ese derecho… Deben de ser torpes o conformistas…
A este respecto, me parecen bien interesantes estas reflexiones de Antonio Muñoz Molina: “Desacreditada la intervención pública en la economía tanto como el estalinismo comunista, y sometidos a la irrelevancia de los movimientos sindicales, el único horizonte de justicia que parece legítimo es el de la igualdad de oportunidades: hay que despejar el terreno como en una competición deportiva para que todos los aspirantes se formen y se esfuercen con arreglo a sus mejores facultades, de modo que los que lleguen más alto obtengan su posición no en virtud de privilegios obsoletos, sino por su propio merito contrastado e indiscutible, que será confirmado a continuación por el éxito”[3].
Hijos de un dios menor
Porque, ¿tal vez la sociedad en su conjunto no deja espacio a los cuidados de calidad, pasivos, lentos, grises, hijos de un dios menor? Creo que así es. La mayoría de la sociedad no cree en los cuidados porque para cuidar bien hay que dejarse cuidar y para dejarse cuidar hay que ser humilde y reconocer que dependemos de otros y ser solidarios, y eso no es ser autónomo ni poderoso sino débil y dependiente.
Vuelvo a Antonio Muñoz Molina. En el mismo artículo que le sirve de comentario al ensayo de Cesar Rendueles, Contra la igualdad de oportunidades, Muñoz Molina afirma: “Pero también rebosa de informaciones sólidas acerca del escandaloso crecimiento de la desigualdad y la injusticia en los últimos decenios… lograr que un número máximo de personas puedan tener la vida buena iguales entre si no por decreto, sino por acuerdo y por interés común”.
¿Podremos lograr en nuestra sociedad una muerte buena, en paz, para las mayorías y minorías por acuerdo y por interés común?
No empecemos la casa por el tejado. Lo primero no es ni debe ser asegurar la eutanasia y el suicidio médicamente asistido (por cierto, con la sobrecarga asistencial estructural que padece desde hace tiempo nuestro sistema sanitario, incrementada hasta un grado insospechado por la pandemia del COVID-19, ¿de dónde van a salir los médicos que garantizarán, según el proyecto legislativo, la adecuada aplicación de la eutanasia?).
En mi opinión, una propuesta avanzada y progresista sería una Ley de Atención al Final de la Vida que aborde de modo adecuado y simultáneo las reivindicaciones de todos los ciudadanos y respete la autonomía y libertad de todos ellos, sean mayoría o minoría, en una cuestión tan delicada como el final de la vida. Sería una ley que aseguraría, con la financiación adecuada, un Plan Estatal de Cuidados de Calidad (algo parecido a la prestigiosa Organización Nacional de Trasplantes). Así se conseguiría ese “bien común” (no sufrir al final de la vida), cada uno con su modelo igual de respetable, libre y autónomo.
Pero como dijo la profesora Cambrón y me dijeron compañeros de Comisiones de Deontología, “eso es una utopía que no se va a conseguir; hay que ser realista”. Por eso cada uno defiende lo suyo. Me parece un planteamiento retrógrado y utilitarista que confirma el efecto Baumol.
El síndrome del “ceda el paso”
En los últimos 10 años, y como reflejo de una sociedad intensa y acelerada, he visto un cambio en la atención al final de la vida. Lo comprobé con el estudio de 1.001 pacientes fallecidos en un periodo de 4 años en la Unidad de Hospitalización del Servicio de Oncología del Hospital Universitario de Santiago[4], donde trabajé hasta el año 2017. Comprobé que en el 30% de ellos había al menos dos criterios de agresividad terapéutica, una etiqueta que usamos en Oncología para denominar la obstinación terapéutica.
La interpretación antropológica de este hecho es que la sociedad (pacientes, familiares y profesionales sanitarios) apuramos el acelerador del coche al ver el ceda el paso en la incorporación de la autopista y, si se nos echa encima el camión, frenamos abruptamente. Los cuidados de calidad exigen levantar el freno del acelerador e ir pisando con calma el pedal del freno. Y eso no está muy bien visto en nuestra sociedad.
Y este planteamiento lo veo también en la atención a los ancianos en la pandemia COVID-19. Titulares recientes, como “Suiza advierte que no ingresará a ancianos en las UCI si hay saturación por coronavirus”[5], pueden generar tormentas mediáticas si no reflexionamos bien. Y es que nos hemos preocupado de los ancianos en esta pandemia por aspectos mediáticos y periodísticos y no solo sanitarios y éticos.
Hasta el COVID-19, nuestra sociedad, en muchas ocasiones, incluía a los ancianos (y a otros ciudadanos de distintas edades) en el grupo de los “descartados”. Resulta que ahora nos preocupan los ancianos, antes “descartados”. Ahora nos alarma que se limite el esfuerzo terapéutico con ancianos (y otros colectivos de pacientes no ancianos).
En Bioética hablamos de R.E.T (Reorientación del Esfuerzo Terapéutico). Es decir, una reorientación prudente y adecuada. Un joven de 45 años con una neoplasia terminal, que es un paciente vulnerable y frágil, esté o no infectado por COVID, no debe ir a la UCI pues en ella será sometido a medidas invasivas que serán fútiles, no cambiarán la evolución de la neoplasia terminal y generarán obstinación terapéutica y más sufrimiento. Semejante planteamiento se debería tener con un paciente de 81 años en la misma situación clínica. Si ese paciente de 81 años es un paciente fit (activo, con buena reserva funcional) y se infecta por COVID, tendrá prioridad sobre el paciente de 45 años oncológico terminal. La sociedad no pisa el freno ante el ceda el paso ni siquiera con venerables ancianos. ¿Por qué? Creo que es debido a que la UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) ofrece intensidad y los Cuidados Avanzados y de Soporte no son intensivos, tienen poca tecnología.
Y, sin embargo, la Comisión Central de Deontología de la Organización Médica Colegial lo dice bien claro en un importante documento del 23 de marzo 2020 (primera oleada del COVID)[6]: “El caso con opciones de respuesta recibe los tratamientos y medidas que corresponde a esa expectativa y el paciente con menos opciones de respuesta y supervivencia también recibe la atención proporcionada a esa expectativa. No se abandona a ningún paciente y se garantice la atención y cuidado máximo posible”.
Ni siquiera cambiando el nombre de Cuidados Paliativos por Cuidados Avanzados y de Soporte (estrategia de marketing que he utilizado en este documento) los cuidados son valorados por nuestra sociedad, porque para una sociedad intensa, acelerada, seducida por lo tecnológico y profundamente deshumanizada, los cuidados -aunque sean de calidad- son hijos de un dios menor.
La mutación de la Bioética
Reflexionando desde la Bioética he descubierto claves interpretativas que me han hecho entender los cambios de la Medicina al inicio del nuevo milenio. Son cambios paralelos a los cambios sociales. Cuando jóvenes compañeros, excelentes y con gran formación técnica, creen que la iatrogenia (tercera causa de mortalidad en EE.UU.) es el precio del progreso (convicción compartida por la ciudadanía) es que la no maleficencia no existe y el síndrome del ceda el paso es real. Cuando lo bueno es lo que yo deseo y considero que es bueno libremente y nada más, es que la beneficencia no existe porque está absorbida por la autonomía. ¿Existe la justicia social, la solidaridad y el bien común?
Si los que saben obtener sus derechos, que no caen del cielo y hay que ganárselos a pulso en la tierra, no hacen el mismo esfuerzo para que las minorías (que no son tan minorías) tengan también su derecho (aunque ellas no sepan o no puedan ganárselos porque son los descartados de este mundo) es que tampoco hay justicia.
El historiador T. Snyder afirma: “La libertad nos afecta a cada uno de nosotros, pero ninguno de nosotros es libre sin ayuda. Los derechos individuales exigen un esfuerzo común”[7].
La luna como testigo
En la mítica canción de Bob Dylan “Pat Garret and Billy the Kid”, del álbum Pecos Blues, se puede escuchar la voz desgarrada de Dylan cantar: “Más allá del Pecos hombres armados siguiendo todas tus huellas buscan tu rastro… La luna como testigo de la justicia, cartas de póker en la mesa de la cantina, hay quien cuenta las horas de tu vida…”.
¿Seremos al menos solidarios y justos con nuestros vecinos y conciudadanos que desean morir de otra manera? Reflexionemos sobre la fragilidad, aceptemos la vulnerabilidad, cuidemos con todo el esmero posible de nuestros enfermos crónicos y terminales. La luna como testigo de la justicia…
Francisco Javier Barón Duarte
Doctor en Medicina y Máster en Bioética
Oncólogo clínico en el Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña
Vocal de la Comisión Central de Deontología del Consejo
General de Colegios Médicos de España
[1] W. J. Baumol. The Cost Disease: Why Computers Get Cheaper and Health Care Doesn't. Yale University Press, 2013.
[2] Informe del Comité de Bioética de España sobre el final de la vida y la atención en el proceso de morir, en el marco del debate sobre la regulación de la eutanasia: propuestas para la reflexión y la deliberación, Madrid 2020.
[3] Antonio Muñoz Molina, “Libres, iguales y fraternales”, Babelia, El País 24/10/2020.
[4] F. J. Barón Duarte, Marisol Rodríguez Calvo, J. R. Amor Pan, “La agresividad terapéutica y la oncología líquida”, Cuadernos de Bioética XXVIII 2017/1.
[6] Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Asturias
[7] Timothy Snyder, Nuestra enfermedad. Galaxia Gutenberg 2020.