Más de mil millones de personas en el mundo (alrededor del 15% de la población) tiene alguna forma de discapacidad. Aunque se ha avanzado mucho en su inclusión en la sociedad y en la igualdad de derechos y oportunidades, aún mucho queda mucho por recorrer para lograr una equidad plena en el acceso a la salud, la educación y el empleo. En este tiempo de covid-19, en el que se han tenido que tomar decisiones críticas, los comités de Bioética han llamado a poner especial atención a la forma en la que esta situación está afectando a las personas con condición de discapacidad intelectual: ¿están siendo discriminadas? ¿qué apoyos están recibiendo? ¿se está atendiendo a las necesidades específicas propias de su condición? ¿cómo está afectando a su salud mental? ¿con qué apoyos, herramientas y alternativas cuentan? En el día internacional de las personas con discapacidad intelectual recogemos esta reflexión de Jesús Flórez, catedrático de Farmacología y presidente de la Fundación Iberoamericana Down21 sobre Bioética, Discapacidad Intelectual y COVID-19.
Varios meses después del estallido de la pandemia COVID-19, provocada por el virus, seguimos asistiendo aturdidos a los avatares de su evolución en un debate múltiple y encarnizado.
Primero, entre el virus y la humanidad, literalmente a muerte. Y segundo, entre los seres humanos enzarzados entre sí por encontrar soluciones desde perspectivas y visiones múltiples ―filosóficas, éticas, políticas, sanitarias, económicas, personales o comunitarias― y frecuentemente contrapuestas. Las redes sociales estallan; los periódicos dedican la tercera parte de sus contenidos al mismo tema desde ángulos locales, nacionales e internacionales; las revistas especializadas dedican números enteros a informar prioritariamente sobre el virus y sus maldades. Faltaba la telecomunicación que ha hecho despertar a sus posibles clientes ―emisores y receptores― para inundar la nube de reuniones, conferencias, webinarios, congresos, cursos y clases online.
En medio de este mar agitado y proceloso, acierto a atisbar la imagen de un ser que simboliza la discapacidad intelectual. Amarrado fuertemente a algo que asegura su pervivencia y, con todo, zarandeado por olas y vientos. ¿Qué papel juega? ¿Qué puesto ocupa? ¿Qué función se le asigna? ¿Qué futuro se le concede?
La dignidad de la persona
La irrupción de la COVID-19 con toda su ensañada tragedia nos desenmascara y nos está obligando a tomar partido en un punto crítico: nuestro concepto de la dignidad del ser humano marcado en su propio ADN por su intrínseca fragilidad. Con toda seguridad, miles de comités de bioética en todo el mundo se están debatiendo alrededor de este concepto. En situaciones de tanta precariedad como las que hemos vivido y con las que aún hemos de convivir, ¿cuáles han de ser nuestras prioridades en circunstancias que nos obligan a elegir y, en consecuencia obligada, a descartar?
José Ramón Amor Pan, en su reciente libro Bioética en tiempos del COVID-19[1] titula su capítulo núm. 8 de manera inmisericorde: "El utilitarismo mata". Su autor se rebela: "No seamos ilusos, el utilitarismo está muy extendido y es vigoroso". Y señala: "El Comité de Bioética de España declaró que, si bien en un contexto de recursos escasos se puede justificar la adopción de un criterio de asignación basado en la recuperación del paciente, en todo caso se debe prevenir la extensión de una mentalidad utilitarista o, peor aún, de prejuicios contrarios hacia las personas mayores o con discapacidad". En palabras del mismo Comité: "La compensación interpersonal de las vidas humanas entre sí con el fin de maximizar unos presuntos beneficios colectivos es incompatible con la primacía de la dignidad humana.".... "En este sentido, resultaría radicalmente injusto que las personas cuya salud está más amenazada por un eventual contagio del coronavirus fueran, a su vez, las más perjudicadas por esta crisis".
Nunca mejor dicho porque este tema sigue teniendo radical actualidad. Ya no es la atención hospitalaria y la UCI: ahora es la vacunación. ¿Que prioridades? Ante la decisión del gobierno español de primar a la clase sanitaria seguida de las personas ancianas por su mayor peligro de gravedad, han surgido inmediatas reacciones en la prensa diaria en las que se declara que, tras la clase sanitaria, han de ir los jóvenes porque ejercen mayor socialización y capacidad de transmisión. A pesar de que la mortalidad en los ancianos es mucho mayor. Ni una palabra sobre la persona con discapacidad intelectual; la capacidad de socialización se convierte en el criterio supremo[2].
El ejemplo del síndrome de Down
Es evidente que el síndrome de Down es una situación marcada por la discapacidad intelectual, pero es una más entre otras muchas. Y, sin embargo, su imagen sigue figurando en el imaginario colectivo como icono característico. Por eso vale la pena que nos fijemos en él a la hora de analizar sus circunstancias en el marco de la COVID-19.
Ya el 26 de marzo escribíamos[3]: "El síndrome de Down no debe llevar por sí mismo a tomar la decisión de negar un tratamiento. La toma de decisiones debe fundamentarse en razones clínicas y técnicas, como a cualquier otro paciente con discapacidad intelectual, teniendo en cuenta que en la discapacidad intelectual existen muy diversos niveles. En definitiva, desde un punto de vista ético y humano, no se debe considerar el síndrome de Down en sí mismo como motivo de discriminación a igualdad de situación clínica respecto otra persona que no tenga síndrome de Down. Pero al mismo tiempo, debemos evitar una discriminación positiva por el otro extremo, y no caer fácilmente en la consideración de que una persona con síndrome de Down debe tener preferencia por encima de otras personas en igualdad de condiciones clínicas en términos médicos".
Trisomy 21 Research Society (T21RS) es una organización internacional que engloba a los investigadores que trabajan sobre el síndrome de Down en todo el mundo. Poquito a poco se va consiguiendo que la mirada de los investigadores trascienda su particular interés y contemple también los problemas humanos del mundo del síndrome de Down. A tal efecto, T21RS lanzó a finales de marzo la iniciativa para estudiar, a escala mundial y mediante encuestas a familiares y médicos, en qué grado la pandemia estaba afectando a las personas con este síndrome. Los resultados, recogidos entre abril y octubre, indican entre otros aspectos interesantes que los individuos con síndrome de Down infectados presentan unas tasas de mortalidad superiores a las del resto de la población, especialmente a partir de los 40 años; es decir, 20 a 25 años antes que en la población ordinaria[4].
En consecuencia, y en relación con la vacunación, el 23 de noviembre T21RS declara en nota oficial a todos sus afiliados: "Recomendamos fervientemente que las personas con síndrome de Down (en especial las de más de 40 años y más jóvenes si presentan comorbilidades importantes) tengan prioridad en los programas de vacunación COVID-19, con el fin de limitar las infecciones por SARS-Cov-2". ... "Recomendamos también que al mismo tiempo se investigue si las respuestas de anticuerpos son suficientes con los actuales protocolos, teniendo en cuenta las menores respuestas que se observaron en otros tipos de vacunación".
La iniciativa y respuesta dadas por esta sociedad científica marcan claramente el camino que debe seguir nuestra sociedad si queremos asegurar su realidad intrínsecamente humana.
Desde otras perspectivas
La crueldad de esta pandemia no termina en la salud física y la capacidad de supervivencia. El revolcón económico, el destrozo laboral, el quebranto de las relaciones interpersonales en momentos especialmente críticos, sacuden cualquier visión ―dulcificada o soberbia, por autosuficiente― que pudiéramos haber adquirido sobre nuestra condición humana, intrínsecamente frágil.
Desde una perspectiva ética centrada en la discapacidad intelectual, ¿qué nos podemos interpelar? La experiencia vivida debe constituir el fundamento pedagógico que nos enseñe a contemplar las necesidades del mundo de la discapacidad intelectual con una nueva mirada que abarque nuevas formas y contenidos. Pero, antes de nada, hemos de hacer una declaración previa: tenemos una tendencia innata a incluir a estas personas en un mismo saco. Y no es así. Son muchas y diferentes las causas de esa discapacidad, cada una con sus características biológicas propias y especiales que van a influir sobre su modo de actuar y de reaccionar ante un evento determinado. Pero incluso dentro de una misma causa, un mismo síndrome, cada persona posee su propia individualidad, su propia historia, su propio entorno familiar y social, su propia experiencia, que le hacen reaccionar de una determinada manera, diferente de la de otra persona con la misma alteración biológica. Por tanto, debemos ser muy prudentes y evitar generalizaciones a las que somos todos muy propensos.
Partimos de un principio clave: la discapacidad intelectual queda definida, entre otras variables, por una capacidad adaptativa inferior a la que consideramos "normal". En consecuencia, cabe deducir que ante situaciones extremas como son el confinamiento y la no asistencia a espacios y tareas previsibles y deseadas, ricas por su propia esencia y rutina que tanto les benefician, han de golpear de forma particular a las personas con discapacidad. ¿En qué grado? Ahí comienzan las diferencias individuales: ¿cuánta es la capacidad adaptativa de que dispone?, ¿qué grado de comprensión de la situación alcanza?, ¿qué resistencia tiene ante una situación claramente estresante?, ¿con qué apoyos, herramientas y alternativas cuenta y tiene a su alcance?
¿Puede estar afectando a su salud mental esta situación de manera más dramática que al resto de la población? Decididamente, sí: "puede". Lo cual evita una indeseable generalización. Por definición, estas personas disponen de un ensamblaje de circuitos neuronales que está alterado en determinados centros y áreas cerebrales que son diferentes según sea el origen de su discapacidad. Eso las hace más vulnerables ante circunstancias que exigen cambios inmediatos y rápidos en su emocionabilidad y en sus maneras habituales de comportarse. Hay síndromes que toleran muy mal el estrés y responden con reacciones neuroinflamatorias que perturban aún más el correcto funcionamiento de los circuitos cerebrales, promoviendo la aparición de cuadros mentales indeseables.
Si las personas no comprenden cabalmente lo que pasa; si, además, quizá no son capaces de expresar sus sentimientos, es fácil que reaccionen con angustia, con ansiedad exagerada, con modificaciones en su conducta ―que pueden alcanzar la violencia dependiendo de su grado de autocontrol―, y con depresión. La ruptura de sus hábitos y horarios, el distanciamiento social y ocupacional habitual, la pérdida de sus referentes tan esenciales en su vida como son los amigos, les "puede" llevar a una ausencia de motivación, sensación de inutilidad, vacío y falta de sentido vital.
Los psiquiatras que están atendiendo a personas con discapacidad intelectual en las actuales circunstancias nos informan que están observando un incremento en la aparición de diversos cuadros clínicos mentales como son la depresión, la ansiedad, las alteraciones del sueño, las alteraciones del comportamiento ―entre el retraimiento y la agresión como conductas extremas contrapuestas―, trastornos propios del estrés postraumático, desarrollo de cuadros regresivos en personas que habían conseguido un nivel alto en su funcionamiento, haciéndose impropiamente dependientes.
Es una apreciación global, que puede, o no, individualizarse en una persona y situación concreta. Si a la carencia de motivaciones vitales se añade la presencia en su entorno de situaciones extremas ―pérdida temporal o definitiva de personas queridas y próximas, falta de recursos, ambiente familiar asfixiante y un largo etcétera― la probabilidad de que aparezcan cuadros clínicos mentales aumentará considerablemente. ¿Y cuánto durarán? ¿Se mantendrán o desaparecerán cuando las condiciones mejoren?
Soluciones desde las autoridades políticas y sanitarias. El papel de la familia
Es muy fácil mencionarlas, pero muy difícil implementarlas cuando acciones mucho más elementales en la población ordinaria, están siendo tan difícil de aplicar.
¿Qué podemos decir ante la increíble y, a veces, dolosa imprevisión e improvisación que hemos experimentado en las diferentes áreas ―sanidad, educación, mundo laboral― tanto en la primera ola de la pandemia como en la segunda que estamos viviendo? El segmento de las personas con discapacidad intelectual exige una adaptación de las medidas generales que atienda de manera muy particularizada a las mil y una situaciones que se dan. Tenemos que reconocer que lo teníamos muy difícil y se ha visto en la organización de soluciones sanitarias de las que carecíamos y en el modo de atender adecuadamente a las comorbilidades tan frecuentes en los diversos cuadros de discapacidad; en la carencia de respuestas educativo-pedagógicas que asumieran las nuevas tecnologías.
Ahí se ha comprobado qué estamentos educativos se encontraban ya preparados para responder adecuadamente con esas tecnologías a las necesidades de cada alumno con discapacidad, y cuáles no porque en su funcionamiento diario antes de la pandemia se limitaban a seguir lo trillado.
Son imprescindibles las medidas de coordinación expresamente dirigidas a este segmento poblacional en su diversas competencias: salud, educación, vida laboral, ocio. Se necesita un interés específico y concreto por utilizar la coordinación indispensable con las organizaciones competentes en el mundo de la discapacidad, públicas y privadas, que son las que mejor conocen la problemática y poseen conocimientos, pero a las que les faltan recursos.
He echado en falta declaraciones sobre objetivos y medidas que dijeran claramente: "Para el mundo de la discapacidad intelectual hemos propuesto-programado-diseñado...". ¡Saber que las altas esferas también tienen en cuenta a este mundo!
Es ya lugar común que hemos de organizar con detalle el programa diario, bien claro y compartido, aprovechando las circunstancias para enseñar nuevas tareas que mantengan ocupadas a las personas, alternando tarea y descanso, compartiendo tiempos y espacios. Hemos de esforzarnos en mantener un ambiente alegre y positivo. Facilitar las relaciones en la medida de lo posible con amigos y otros familiares no presentes. Cada unidad familiar es distinta. Cuando los tiempos eran cómodos, ¿hemos fomentado en ellas el interés por actividades como la lectura, o la música u otras artes, ejercicios deportivos, en lugar de dejarles que se pasen el día viendo la televisión?
Por otra parte, ¿cómo no tener en cuenta las circunstancias de cada familia? ¿La imposibilidad de atender el día entero a su hijo con discapacidad, que no puede ir a la escuela o al trabajo, si los padres han de ir a trabajar por necesidad imperiosa? ¿Y cómo suplir y dar formación si quizá no saben cómo hacerlo porque nadie les ha enseñado? Es muy fácil sermonear principios e ideales sobre cómo superar el confinamiento y su durísima problemática: lo difícil es decir cómo aplicarlos cuando las circunstancias son particularmente adversas.
Las familias necesitan desarrollar altos grados de resiliencia, es cierto. Y la deben ejercitar en todo momento, preparándose para situaciones difíciles. El amor puede mucho. Pero necesitan apoyos específicos y concretos. Saber que quienes tienen el poder las tienen en consideración y se acuerdan de ellas como grupo que ha de atender a necesidades muy especiales, en circunstancias a veces muy difíciles.
Jesús Flórez
Catedrático de Farmacología
Presidente de la Fundación Iberoamericana Down21
[1] Amor Pan, J.R. Bioética en tiempos del COVID-19. Voznavoz Ediciones. Lugo 2020.
[2] Mediavilla, A. ¿Por qué los jóvenes deberían ser los primeros en recibir la vacuna contra el Covid-19? El Mundo, Salud. CABEF52E-7B01-44ED-AAF6-DC1D8CE58602.pdf
[3] Flórez, J, Ortega, M.C. Unas reflexiones ―parciales― sobre el síndrome de Down en la epidemia de Coronavirus. Observatorio de Bioética y Ciencia de la Fundación Pablo VI.
[4] Hüls, A. et al. An international survey on the impact of COVID-19 in individuals with Down syndrome.