Las apreciaciones bioéticas de Van Rensselaer Potter resultan, tal vez, más actuales que nunca. La pandemia de COVID-19 coloca al mundo, y por extensión a las personas que lo habitamos, en una difícil encrucijada. A través de los medios de masas se ha querido deslizar una enseñanza: la crisis sanitaria debería servir como revulsivo para cambiar aquello en nuestra sociedad que ha sido cuestionado por un minúsculo enemigo invisible.
Bioethics, Bridge to the Future es el título de la obra en la que Potter conjuga sus conocimientos de investigación molecular del cáncer -campo profesional al que se dedicó- con sus inquietudes por establecer una ciencia más humana. Rescatar esta obra cuando se cumplen 50 años de su publicación[1] y traerla al complejo presente y futuro inmediato que nos toca vivir quizá nos aporte claves para entrelazar un mundo que salga reforzado de la pandemia.
La idea principal que quiero rescatar tras leer esta obra es la de la creciente complejidad humana. Potter aborda esta cuestión al final del libro, en el último capítulo. Lejos de indicar que el autor le reste importancia a esto, se puede hacer la lectura inversa: para él la creciente especialización a la que el ser humano se ve forzado para satisfacer las necesidades de un mundo más complejo lo convierten en menos autónomo y, por tanto, más dependiente del sistema. Esta idea fuerza prefirió recapitularla a modo de consejo en el capítulo de cierre, cuyo título no puede ser más revelador: “Supervivencia como objetivo de sabiduría”.
Esa hiperespecialización es un concepto que otros pensadores y filósofos han tratado en un contexto de tecnificación que, lejos de tener un final, se explota hasta sus últimas consecuencias.
Para Potter, que habla desde el campo que más conocía, el de la ciencia, la complejidad a la que ésta se ha visto sometida anula al sujeto, cada vez más atado a la marcha general del sistema y menos competente; obcecado por cumplir la finalidad que se le ha encomendado -su campo de trabajo-, el individuo es cada vez más incompetente fuera de esas pequeñas fronteras donde se mueve como pez en el agua. Este investigador básico del cáncer lo llama “tendencia a incrementar la cantidad de ignorancia” (p. 188). La competencia resulta tan fuerte y evidente que sobrevivir se convierte en algo tremendamente importante.
¿Y por qué el autor repara tantas veces en la supervivencia a lo largo de la obra? Precisamente, ese entorno en el que las necesidades crecen exponencialmente lleva a las sociedades a un estado encarnizado de continua búsqueda del progreso. De esto interpreto que para Potter la clave está en cómo queremos alcanzar ese progreso. Un avance que perfila desde tres tipologías distintas: progreso religioso-espiritual, material y científico-filosófico. No es mi intención hacer un análisis pormenorizado de cada uno de ellos, puesto que la obra los desgrana con detalle e invito a que cada uno saque sus conclusiones de la lectura del libro.
Donde sí me quiero parar es en la reflexión que este científico hace al respecto de la ciencia: ¿puede ser la ciencia de ayuda, incluso decisiva en una especie de revolución ética comparable a la importancia de la revolución física? Según Potter, el campo científico puede operar este gran cambio, más humanizador, que necesita el mundo. Lo dice de la siguiente manera: “Ninguna persona se puede considerar a sí misma educada sin considerar el conocimiento de la evolución. La herencia mendeliana, las mutaciones y la respuesta química son tan importantes como cualquiera de las leyes de la física, los sonetos de Shakespeare o la historia del conflicto humano” (p. 51).
Sin embargo, desde mi punto de vista, un argumento del propio autor me lleva a pensar lo contrario y a antojar complicada la revolución bioética que anticipa. Los progresos en el conocimiento, ya sean de carácter científico o filosófico, se han acelerado con el transcurrir histórico. Así lo hace notar Potter cuando destaca en un momento dado que la aprehensión de esos cambios resultaba para Kant más evidente y abarcable que para un científico o un filósofo actual, en cuyo periplo vital sucede una cantidad ingente de avances.
Esto me lleva a plantearme hasta qué punto hemos perdido la noción de cómo se está produciendo el progreso (físico, material o del tipo que sea) ante la rapidez con la que ocurren los cambios. Más aún, temo que esa aceleración y mayor complejidad de la que nos hablaba hace ya 50 años Potter nos impidan saber qué es progreso y por ende qué consideramos una mejora para el ser humano y qué no lo es.
La pandemia nos sitúa ante una reflexión como esta. Mi formación periodística y sobre todo histórica me inclinan a pensar que el mantra del “saldremos mejores” y de las “lecciones aprendidas” de esta pandemia son sinónimos de esos puentes con el futuro desde la bioética que Potter perfila en su obra. Y añado, desde una mirada histórica, que las sociedades del pasado -sin los ingentes medios técnicos que nos ha brindado el perfeccionamiento de la técnica científica- hubiesen reaccionado más rápido ante una pandemia global como la que ha puesto en jaque nuestro modo de vida, el de la sociedad del presente, supuestamente la más formada y con mayores cotas de nivel de vida.
Digo esto porque las sociedades pasadas vivían los virus y las epidemias como un hecho cotidiano, próximo a su vivencia, y esto a pesar de que su arco vital y de conocimientos fuese mucho más baja y la mortalidad difícil de abordar. La necesidad de ventilar espacios cerrados es una sabiduría que viene de antaño y, sin embargo, hemos necesitado meses para acometerlo como una de las medidas preventivas más potentes para extirpar el SARS-CoV-2.
Actualmente comprendemos -salvo contadas excepciones de negacionistas- que la ciencia nos ha aportado herramientas. Esto no es óbice para afirmar que el mundo ha cambiado en muchas ocasiones de espaldas a las dinámicas de la naturaleza y de la biología, aspecto este en el que Potter insiste y nos pide que no dejemos nunca de lado.
Valora el científico de origen holandés que las personas precisamos un sentido del orden para acometer nuestras vidas, y en esta tarea la ciencia es su mayor aliado. A lo largo de las páginas de este libro reflexiona sobre la tan asumida idea de que la disciplina científica mejora la condición humana gracias al incremento de la sofisticación con la que percibimos ese orden-desorden, como si asumiésemos que conocemos como nunca antes un sinnúmero de parcelas humanas que antes nos estaban vedadas y permanecían en la sombra.
Potter reflexiona sobre cómo la ciencia ha aportado a la sociedad grandes armas para su organización, pero, en contrapartida, si la interpretamos mal, haciendo un mal uso de ella, puede producir un “conocimiento peligroso” y contribuir al desorden, como de hecho ha ocurrido en el pasado. Es a partir de estas experiencias pasadas nocivas, en las que la interpretación que como humanos hemos hecho de la disciplina científica la que nos puede marcar el camino de trabajo en el futuro.
Nuestro autor aporta el ejemplo de la talidomina, con los efectos negativos que este medicamento produjo y el debate ético que abrió en canal las costumbres sociales inquebrantables que (casi) siempre acompañan a la ciencia, como si fuese un actor incorruptible que levita por encima del bien y del mal.
Las contribuciones para eliminar algunas causas frecuentes de muerte “no han tenido una proporcionalidad en la reducción de la tasa de natalidad”, afirma en la página 59. Esta última idea se refiere a la muy debatida cuestión del equilibrio demográfico, de muchísima actualidad en el momento de redactar este libro, un debate ciertamente extenso y que llega hasta nuestros días y en el que -por razones de espacio- no pretendo abundar.
Donde sí conviene pararse es en la expresión de Potter que antes enuncié: el “conocimiento peligroso”. Este está ligado, según el autor, con la amplitud de mira de las personas, que cada vez se ve más reducida por las demandas sociales tan evolucionadas y complejas -o involucionadas y simplistas, según se mire-. De esta forma, la investigación la llevan a cabo científicos con una “perspectiva de vocación permanente”. El autor lo ilustra a través de la mortalidad infantil y en cómo prevenirla fue en su momento un conocimiento peligroso “en ausencia de una forma de organizar y distribuir la producción económica que requiere el aumento de población” (p. 72). Es por ello que los especialistas deben demostrar un bagaje amplio, que supere su campo de especialización, para cerciorarse de que pueden entender todas las implicaciones que conlleva su trabajo, sugiere Potter.
La idea que formula el científico me parece una de las claves para configurar esa bioética con la que tender puentes con el futuro. Al hilo de esto, Potter plantea reflexiones que han rondado a la sociedad española, sin ir más lejos, los últimos meses: el cuidado de nuestros mayores, la moralidad implícita en prolongar (o no) la vida de quien sufre una enfermedad incurable o con pronóstico adverso. No entra a debate el fondo del hecho en sí mismo sino la identidad de los sujetos que, en su caso, deben tomar decisiones tan humanamente complejas: “Los medios para acabar con la vida de forma rápida y sin dolor son bien conocidos, pero ¿quién debe tomar la decisión?”, se pregunta en la página 73.
Decisiones complejas como las que se han vivido en el mundo que transita la pandemia con los materiales médicos, en muchas ocasiones escasos; muchas veces con la dolorosa decisión de a quién garantizar en un hospital un respirador planeando sobre la conciencia de un sinfín de sanitarios. Potter entiende, con bastante sentido común, que la mejora de la vida provendrá de una biología humanística interdisciplinar. Acto seguido, en este cierre a sus reflexiones, el autor aporta tal vez la mayor clave de todas: debemos mantener el idealismo para aspirar a nuevos progresos, pero siendo conscientes de la imperfección y el desorden que le son innatos a los mundos de la biología y de la física. Y en esa cosmovisión a la que aspiramos, la bioética tiene mucho que decirnos y enseñarnos.
Santiago Barón Adelantado
Graduado en Historia y Periodismo en la Universidad de Navarra,
Máster de la Escuela de Periodismo UAM-El País, 33ª promoción
[1] POTTER, V. R., Bioethics, Bridge to the Future. Prentice - Hall, Inc. Englewood Cliffs, New Jersey 1971. Por cierto, hay traducción al portugués y al italiano pero no al español, que nosotros sepamos.