"Hace unas semanas se produjo la filtración a los medios del borrador de la LEY PARA LA IGUALDAD REAL Y EFECTIVA DE LAS PERSONAS TRANS que el Ministerio de Igualdad está preparando. Desde entonces se ha desarrollado un gran debate social por su contenido. Desde el Observatorio de Bioética y Ciencia queremos contribuir a la deliberación prudente y serena sobre un tema de tanto calado ético y humano. Ofrecemos hoy la primera de nuestras contribuciones, a cargo de Segismundo Álvarez Royo-Vilanova, Doctor en Derecho, Notario de Madrid y Patrono de la Fundación Hay Derecho".
El artículo primero del borrador de Proyecto de Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans (en adelante Ley Trans o borrador) manifiesta que sus dos objetivos principales son la protección de las personas trans evitando la discriminación, y el reconocimiento del derecho a la identidad de género libremente manifestada. Ambos conectan con el art. 10 de la Constitución, pues la no discriminación (también reconocida en el art. 14) deriva de la igual dignidad de todas las personas, y el derecho a la identidad de género se reconoce por el legislador como exigencia del derecho al libre desarrollo de la personalidad.
El primer objetivo no plantea dudas. No solo es evidente la igual dignidad de las personas trans, sino que también parece clara la necesidad de protegerlas de la discriminación y la violencia, pues todos los estudios las señalan como grupo especialmente vulnerable.
Sin embargo, sí tiene interés hacer un examen crítico de la regulación del derecho a la autodeterminación de la identidad de género y en especial al tratamiento del consentimiento, que necesariamente es la base de esa determinación. No lo voy a hacer desde una óptica filosófica: aunque tiene indudable interés, no voy a tratar los conceptos de sexo y género y la posible influencia de la decisión individual sobre ellos, ni sobre la idea de asignación de sexo que el borrador acoge.
Pretendo tan solo examinar la Ley desde el punto de vista jurídico, con el objetivo de ver si protege adecuadamente los derechos de los que expresan ese consentimiento, en particular en los supuestos de mayor vulnerabilidad, como son los menores o las personas con discapacidad. No hay que olvidar que la regulación de la capacidad y las limitaciones a la misma no las establece la Ley como castigo a determinadas personas, sino justamente para protegerlos de terceros y de sí mismos. Incluso en relación con las personas con plena capacidad, la Ley se ocupa de poner límites o exigir garantías al consentimiento en su beneficio: desde los exámenes sobre perfil de riesgo en los Bancos hasta la necesidad de informarse sobre los tratamientos médicos y sus riesgos.
En este reciente artículo, Ignacio Gomá señalaba que una de las características de la época actual es la prevalencia del individuo sobre los relatos como la moral, la religión o una ideología, a través de los cuales se sometía a intereses superiores de la colectividad (familia, nación, etc.). Frente a estos se alza ahora como prioridad el pleno desarrollo de la personalidad, y solo al individuo corresponde elegir la forma de hacerlo, con el único límite de los derechos fundamentales de los otros (cuestión también afectada por esta Ley que requeriría otro estudio). Es por tanto la voluntad –no la moral ni la tradición- el único criterio para la actuación individual, y por eso el consentimiento adquiere un papel absolutamente esencial, como se ha visto en las discusiones sobre el consentimiento en materia sexual. Lo mismo sucede en el caso de la Ley que examino aquí: al convertirse el consentimiento en el elemento central para el ejercicio de unos nuevos derechos, es necesario examinar cómo garantiza la Ley la veracidad y autenticidad del mismo.
1. La identidad sexual basada solo en el consentimiento
La prevalencia del consentimiento sobre cualquier otra consideración se manifiesta de manera radical en el borrador de Ley Trans, que desvincula la elección por el interesado de cualquier diagnóstico médico o psicológico. En particular la independiza de la condición de la intersexualidad, es decir, de los casos en que un individuo tiene características sexuales de ambos sexos, en proporción variable. Esta condición -que afecta según los estudios más aceptados a 2 de cada 10.000 personas- no es tratada por la Ley, que no se ocupa tampoco de los problemas específicos de estas personas.
El sexo físico (también llamado gonadal) es para la Ley irrelevante, pues debe prevalecer en todo caso el sexo percibido, es decir, el determinado por el interesado. Rechaza que para esa elección sea necesario cualquier elemento físico anterior y también que se exija cualquier cambio físico (hormonas, operaciones) previo o posterior al cambio, denominado reasignación. Tampoco exige ninguna expresión concreta exterior del género, pues ni siquiera se impone el cambio de nombre propio. Se trata de una cuestión exclusiva de la voluntad.
El art. 3, que recoge los principios rectores de la Ley, incluye entre ellos el de la “autodefinición con respecto a su cuerpo, sexo, género, orientación sexual, identidad de género y expresiones de género” y reitera como principio distinto “la autodeterminación sobre el cuerpo, sin que la condición de persona trans pueda justificar injerencia externa alguna sobre el mismo”. Se vuelve a insistir en ello en el artículo dedicado a las definiciones, en el cual la identidad de género o sexual es “la vivencia interna e individual del género tal y como cada persona la siente y autodefine”.
2. Los requisitos del consentimiento.
La regla general (art. 9.1) es que puede solicitar el cambio registral de sexo cualquier mayor de dieciséis años “con capacidad suficiente”.
Habrá que concretar qué es para la Ley “capacidad suficiente” y quién la evalúa. La Ley, sin embargo, no exige ningún control de esa capacidad. Para el cambio de sexo solo es necesaria una solicitud al encargado del Registro Civil, sin ningún requisito formal ni exigencia de reiteración, en la que se manifieste el sexo elegido y, en su caso, el nombre que se quiere adoptar. El art. 12 prohíbe expresamente que se exija “informe médico o psicológico alguno”. En el art. 26, referido ya a los tratamientos médicos, se vuelve a insistir en la prohibición de cualquier examen psicológico.
El encargado del Registro Civil no puede, por tanto, exigir nada además de esa misma solicitud: no parece necesaria una comparecencia personal y desde luego se excluye un juicio de capacidad por parte del encargado. Después veremos que la Ley establece unos requisitos especiales para las personas menores de 16 años y con capacidad de obrar modificada, de lo que cabe deducir que en el resto de los casos no solo se presume la capacidad, sino que esta presunción no puede ser desvirtuada, pues se prohíbe que se pueda exigir nada más que la declaración. No se exige tampoco la realización de ninguna consulta previa, ni tampoco que se haya obtenido ninguna información antes de realizar la solicitud.
Esta falta de cualquier requisito de capacidad o información contrasta con la regulación que se ha establecido para el caso de un nuevo derecho, también reconocido recientemente: el llamado derecho a morir. En ese caso, el preámbulo exige que el consentimiento se “produzca con absoluta libertad, autonomía y conocimiento, protegida por tanto de presiones de toda índole que pudieran provenir de entornos sociales, económicos o familiares desfavorables, o incluso de decisiones apresuradas”. Y el art. 4 reitera ese principio y requiere que se den los medios para que la “decisión sea individual, madura y genuina, sin intromisiones, injerencias o influencias indebidas.” La Ley establece un procedimiento para que un médico pueda juzgar la capacidad a través de una entrevista personal, unos exigentes requisitos de información y la necesidad de la reiteración del consentimiento. Incluso con esos requisitos, el procedimiento establecido plantea problemas de protección del solicitante (ver aquí), pero al menos es clara la preocupación del legislador en esta materia.
En el caso del cambio de sexo se opta por no establecer ningún requisito de capacidad ni de información previa y prohibir expresamente el juicio de capacidad. Se podría pensar que la razón es el carácter irreversible –y fatal- de la eutanasia frente a las consecuencias menos graves del cambio de sexo. Sin embargo, si comparamos este procedimiento no ya con el de la solicitud de la muerte sino con la simple firma de un préstamo hipotecario o la inversión en un fondo, llama la atención que, en estos casos, de trascendencia evidentemente menor que el cambio de sexo, los requisitos de información y asesoramiento son muchísimo mayores.
La razón de esta ausencia de controles no es la falta de trascendencia del acto sino otros motivos que expresa el preámbulo: “las principales causas de la discriminación que sufren las personas trans, tiene su origen en la discordancia entre su sexo y nombre y los datos que figuran en su documentación oficial. De ahí la necesidad de establecer mecanismos ágiles para proceder al cambio de sexo y nombre registral, desde un enfoque despatologizador”. El objetivo de la supresión de requisitos e información es agilizar el trámite y no patologizar la disforia sexual, objetivos sin duda loables al estar dirigidos a reducir el sufrimiento del solicitante con disforia sexual (que no se siente identificado con su sexo físico).
Lo que sucede es que, si impedir totalmente el cambio de sexo o establecer unos procedimientos extraordinariamente largos puede perjudicar a la persona con disforia, la supresión de las garantías de su consentimiento puede causarlos también. El preámbulo de la Ley cita extensamente una sentencia del Tribunal Constitucional (TC) que interpretó que la Constitución exigía admitir el cambio de sexo de menores en determinadas circunstancias. Sin embargo, ignora totalmente otras partes de la sentencia, que recuerda que “los derechos puedan ser objeto de limitación en aras de procurar la protección de la misma persona que sufre la restricción”. Es evidente que una decisión de cambio de sexo tomada sin la necesaria capacidad, reflexión o información o por personas con afecciones psicológicas o psiquiátricas puede suponer gravísimos daños para ellas, como demuestra la experiencia reciente (véase el caso de Keira Bell en Reino Unido). La voluntad de la Ley de proteger a estas personas prohibiendo cualquier tipo de examen y agilizando al extremo el procedimiento de cambio de sexo puede claramente volverse en contra de los solicitantes, en particular de los más vulnerables.
Esta falta de control de capacidad y de consentimiento informado se aplica de forma absoluta a la solicitud de cambio de sexo y nombre registral. El régimen de los tratamientos físicos de cambio de sexo solo es ligeramente distinto. Estos tratamientos que ofrecerán los servicios públicos de salud a cualquier solicitante incluyen “el tratamiento hormonal, terapia de voz, cirugías genitales, mamoplastias, mastectomías y material protésico”, es decir, alteraciones fundamentales e irreversibles en el cuerpo de la persona con consecuencias durante toda la vida sobre su salud, lo que pone de relieve la importancia de dar la necesaria protección a las personas que solicitan esas modificaciones.
En este caso sí se prevé un procedimiento de información. La Ley se remite a las normas generales de consentimiento informado médico de la Ley 41/2002, pero se establecen normas especiales. Se exige que se inicie con “una exposición razonada de las opciones existentes, así como de sus riesgos y beneficios”. Sin embargo, la exposición de los riesgos parece que debe estar limitada, dado que se prohíbe que las informaciones supongan la “formación de criterios contrarios a los que salvaguardan la autonomía, la integridad física y la libre determinación de la identidad de género”. Dados los problemas médicos específicos de las personas trans (cuya importancia destacan las organizaciones de defensa de las mismas, por ejemplo aquí), el equilibrio entre la información de los riesgos y beneficios y la no influencia en el cambio de sexo parece difícil.
Lo que no cambia en relación con los procedimientos médicos respecto del cambio registral es la prohibición del examen de la capacidad del solicitante. Se prohíbe cualquier “procedimiento médico o examen psicológico que coarte su libertad de autodefinición”. Además, se precisa que “la existencia de un diagnóstico de enfermedades psiquiátricas previas no obsta a la validez del consentimiento expresado para la llevar a cabo el proceso de transición de género, si el mismo ha sido libremente formulado”. Esta última expresión “libremente formulado” resulta sorprendente, pues lo normal es referirse al consentimiento “formado” libremente.
La referencia a la formulación o expresión formal parece excluir cualquier posibilidad de examinar si existe algún tipo de influencia indebida en la formación del consentimiento. La opción radical por la prevalencia del consentimiento es contraria a la doctrina de las sentencias 99/2019, de 18 de julio de 2019 del Tribunal Constitucional y de la 685/2019 de 17/12/2019, pero sobre todo se opone al verdadero consentimiento, que solo es tal si es informado, serio y prestado por una persona en perfecto control de sus capacidades cognitivas y decisorias.
Aunque la intención sea buena, el efecto del borrador es dejar absolutamente desprotegidas a las personas con una falta de capacidad real por padecer de enfermedades psiquiátricas y que no hayan sido judicialmente incapacitadas. La Ley Trans dice que ha de evitarse patologizar la transexualidad, es decir, no considerar la disforia de sexo como una enfermedad. Pero parece no darse cuenta que, admitir que existen personas que tienen patologías psíquicas que les dificultan la formación de un verdadero consentimiento, no es patologizar la disforia.
La normativa propuesta convierte el consentimiento en el único criterio, pero no garantiza que se “produzca con absoluta libertad, autonomía y conocimiento, protegida … de decisiones apresuradas”, ni que la “decisión sea individual, madura y genuina”, por utilizar las palabras de la Ley de Eutanasia.
3. La equiparación de los mayores de 16 años a los mayores de edad
Los problemas señalados tienen una especial importancia para las personas con problemas psíquicos, pero también para las que tienen entre 16 y 18 años, a los que la Ley equipara a los mayores de edad a todos los efectos. Esta equiparación es una excepción a la regla de que la plena capacidad se alcanza con los 18 años. Los mayores de 16 tienen determinadas posibilidades como la de trabajar y pueden ser emancipados, pero para cuestiones en principio mucho menos trascendentes -como la administración y disposición de sus bienes- han de ser representados por sus padres, e incluso los emancipados necesitan del consentimiento de sus padres para los actos patrimoniales más importantes.
En la sentencia que cita el borrador el TC consideró que no cabía negar el cambio registral del sexo de un menor de manera absoluta. Pero advirtió que la limitación de edad tiene la finalidad de proteger al menor “en particular en todos aquellos supuestos en los que las manifestaciones que acreditan la transexualidad no estén consolidadas. Cuando se dan estas concretas circunstancias, excluir al menor de edad de esa opción si bien supone para él una restricción en los derechos y principios constitucionales antes indicados, se justifica en la mejor salvaguarda de su interés, pues se le evitan las serias consecuencias negativas que podrían seguirse de una decisión precipitada”. Por ello, solo exige que se permita al menor el cambio registral de sexo cuando “se trata de un menor con suficiente madurez, que realiza una petición seria por encontrarse en una situación estable de transexualidad”.
Una de las razones para permitir el cambio de sexo registral era que la Ley que lo regula no preveía excepción alguna ni cabía régimen intermedio alguno como el cambio de nombre, pero no de sexo. La Ley Trans, por el contrario, no solo no exige una situación estable de transexualidad para estos menores, sino que prohíbe cualquier evaluación psicológica y, por tanto, de esa madurez que el TC exigía.
La experiencia en otros países de nuestro entorno demuestra que la preocupación del TC responde a riesgos reales. En la reciente decisión judicial de la High Court de Londres (caso Keira Bell), el tribunal británico condenó al servicio de salud inglés por no haber advertido adecuadamente a la menor de las consecuencias del cambio y por considerar que no tenía suficiente madurez. En concreto señalan que incluso los médicos que tratan a personas de 16 o 17 años deberían solicitar la aprobación judicial antes de aprobar el cambio. No se trata además de un caso aislado. En varios países occidentales se ha producido en los últimos años un enorme crecimiento de adolescentes (sobre todo mujeres, como se ve en el gráfico) que declaran tener disforia de género. Esto ha hecho que los médicos y psicólogos se planteen dudas sobre la influencia del entorno y sobre si estas solicitudes no deriven tanto de una verdadera y estable identificación con el otro sexo sino que estén relacionadas con dificultades de encaje social típicas de la adolescencia.
La combinación de este fenómeno psicológico con la aplicación casi automática por los servicios de salud de medicación con efectos no reversibles ha dado lugar al nacimiento de asociaciones de afectados y movimientos contrarios a las teorías que asume la Ley Trans (como CAWSBAR) y está causando un replanteamiento de la cuestión, como veremos en el punto siguiente. Por ello habría que replantearse la total equiparación de los mayores de 16 a los adultos, y ofrecerles una mayor protección junto a los demás menores.
4. El consentimiento de los menores y personas con capacidad modificada
La cuestión del consentimiento tiene una especial importancia en el caso de las personas más vulnerables, como son los menores de 16 años y las personas con discapacidad.
El borrador aborda este problema partiendo del principio general del absoluto respeto al libre desarrollo de su personalidad y por tanto su elección de género. Establece una norma especial para los menores: “las personas trans menores sean tratadas en todos los ámbitos de acuerdo con su identidad de género, aun cuando no hayan realizado la rectificación registral de la mención relativa al sexo”. Parece que la intención de esta regla es permitir ese libre desarrollo sin necesidad de modificar registralmente su sexo ni someterse a tratamiento alguno. Esta norma sin duda planteará problemas prácticos, pues no queda claro cómo ni quién hará esa declaración de identidad sexual en los ámbitos en los que actúa el menor, pero tiene sentido si pretende proteger al menor con disforia de la discriminación, pero también de decisiones precipitadas que son difícilmente reversibles.
Sin embargo, no parece ser esta la orientación de la Ley Trans, pues al mismo tiempo permite con carácter general el cambio de sexo de los menores con enrome amplitud. Los que tengan entre 12 y 16 años podrán efectuar la solicitud a través de sus representantes legales o por sí mismas con su consentimiento; y en el caso de menores de 12 años o de mayores con capacidad de obrar modificada judicialmente, lo harán sus representantes “con la conformidad expresa de las mismas y en beneficio de aquellas”.
La actuación de los representantes legales plantea especiales problemas. Es cierto que la regla general para la actuación jurídica de los menores o incapaces es la representación, de acuerdo con la idea de que estos (sus padres o tutores) son los que tomarán las mejores decisiones para ellos, sin perjuicio de la necesidad de ser consultados y de la protección que les dispensan los poderes públicos cuando es necesario, en particular a través del Ministerio Fiscal. Lo que sucede es que la determinación del sexo y su alteración es una decisión muy particular, no solo por su trascendencia sino porque se trata de una autodefinición de su persona, en la que por naturaleza la única voluntad que puede contar es la del menor. Por ello no parece posible filosóficamente que se tome por otras personas, porque no se trata de decidir lo mejor para él, sino de determinar su identidad.
Tampoco parece que este problema se resuelva completamente porque deba consentir el menor, porque una decisión de un menor de 12 años o de un discapacitado está normalmente influenciada de una forma fundamental por los padres, y por tanto resulta difícil garantizar una voluntad auténtica. Resulta incoherente que la Ley considere la oposición de los padres al cambio de sexo como un factor de riesgo para el menor, pero que no contemple -ni se controle por el Ministerio Fiscal- la influencia indebida en sentido contrario, es decir en la del cambio de sexo.
Tampoco parece coherente la solución en caso de desacuerdo “entre progenitores o tutores, entre sí o con la persona menor de edad o incapacitada” (sic). Se deduce que el supuesto se dará solo cuando se oponga al cambio un progenitor o tutor, pues si el menor no quiere no se debe poder solicitar. En ese supuesto “la persona menor de edad o incapacitada podrá efectuar la solicitud a través de cualquiera de sus representantes legales, o bien se procederá al nombramiento de un defensor judicial”. Parece que la última alternativa solo será posible en el caso de que ninguno de los progenitores lo quieran. El que la Ley Trans permita el cambio de sexo cuando hay desacuerdo entre los representantes y no se exija la intervención del Ministerio Fiscal resulta claramente contrario a los principios de protección de menores y personas con discapacidad.
Una orientación que crearía menos riesgos sería la que plantea la Ley al principio, es decir, tratar de garantizar el respeto a los niños que se manifiestan con un género distinto al físico, pero sin necesidad de admitir el cambio de sexo ni permitir tratamientos médicos irreversibles, con la excepción quizás de las personas intersexuales y aún en ese caso con un control médico cuidadoso. Como ya avanzó el TC, en estos casos una medida intermedia sería admitir el cambio de nombre sin necesidad de modificar el sexo en el registro. Esta es una posibilidad que admite el artículo 17 de la Ley Trans para los menores, pero quizás debería ser el único cambio solicitado por los representantes hasta que el menor alcanza la madurez suficiente, y en todo caso por debajo de los 12 años.
El segundo problema es el de la madurez de los menores y la seriedad de su decisión en la época de la adolescencia, es decir, de los menores mayores de 12 años.
La importancia de la calidad de ese consentimiento es fundamental para proteger a esos menores. Dado que en el momento actual no se requiere ningún tratamiento hormonal o quirúrgico para solicitar el cambio de sexo, en principio su opción sería reversible. Pero en realidad eso no disminuye la importancia de la decisión. En primer lugar, porque es evidente que, si la decisión de cambio de sexo es difícil, el camino de vuelta será aún más traumático, como se ha demostrado en los casos que se han producido recientemente. En segundo lugar, porque en la práctica la opción por un cambio de sexo va siempre acompañada de tratamientos médicos en la adolescencia. En la Ley se prevé en el caso de los menores “el tratamiento para el bloqueo hormonal al inicio de la pubertad, para evitar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios no deseados; y el tratamiento hormonal cruzado para favorecer que su desarrollo corporal se corresponda con el de las personas de su edad, a fin de propiciar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios deseados”.
La experiencia real en los países de nuestro entorno es que cuando se toma esta decisión por una adolescente se le orienta de manera a los tratamientos de bloqueo y refuerzo hormonal (ver este artículo). La propia Ley da por supuesto que este es el camino deseable, al explicitar que el bloqueo hormonal o el tratamiento hormonal cruzado se hace para “conformarse” con el sexo deseado. Se trata de una de las muchas perplejidades la Ley desde un punto de vista lógico: por una parte, sostiene que el sexo es puramente psicológico, pero al mismo tiempo da una extraordinaria importancia a esa conformidad exterior con ese sexo y a los tratamientos para conseguirla. Tratamientos que no son totalmente reversibles y hacen casi imposible -y en todo caso sumamente traumático- el cambio de opinión posterior.
El problema es que la experiencia reciente plantea muy serias dudas sobre la madurez de los adolescentes en esta materia tan sensible. El factor principal de preocupación por parte de los psicólogos es la influencia del ambiente y de factores psicológicos individuales. El problema se ha planteado en particular por el enorme aumento de la disforia de género entre chicas adolescentes en determinados países occidentales.
Un estudio de la catedrática de la Universidad de Brown Lisa Littman describió cómo muchos de estos casos tenían características semejantes: no había antecedentes de disforia en la infancia, aparecían de manera súbita en la adolescencia, a menudo combinados con dificultades de ajuste social, con el rechazo al propio cuerpo típico de esa época y con depresiones; iban precedidos de la exposición, sobre todo en internet, a las teorías queer. La autora plantea la hipótesis de que esa súbita aparición de la disforia responde a respuestas adaptativas al estrés social.
El profesor de la Universidad de Mc Gill S. Veissiere señala (aquí) que está comprobado que las mujeres, debido a su mayor sensibilidad a las señales sociales, son mucho más propensas a estos fenómenos llamados sociogénicos, lo que puede explicar que este incremento de la disforia tardía afecte sobre todo a chicas adolescentes. El estudio fue enormemente polémico pero las estadísticas en otros países occidentales parecen avalar la posible existencia del mismo problema.
Además del caso de Reino Unido, al que se refiere el gráfico, este artículo de The Economist señala que en Suecia, tras un aumento del 1.500% en los diagnósticos de disforia de género entre las niñas de 13 a 17 años entre 2008 y 2018, se están visibilizando los problemas de los tratamientos. Los casos de personas (también en su mayoría mujeres) que quieren revertir el cambio de sexo por el que optaron de adolescentes han aumentado, y los medios se están haciendo eco del dramatismo de estas situaciones. El mismo artículo señala que al menos media docena de estudios médicos demuestran que entre el 61% y el 98% de los niños que presentan trastornos relacionados con el género en la adolescencia se reconciliaron con su sexo natal antes de la edad adulta.
Todo esto está provocando un cambio de tendencia: las derivaciones de niños a las clínicas de género han caído un 65% en Suecia y, como vemos en el gráfico, la tendencia parece moderarse en Reino Unido. El efecto está llegando ya a la legislación y Finlandia ha cambiado su regulación, recomendando un tratamiento diferente para la disforia de aparición temprana y la de aparición en la adolescencia y animando a los pacientes a buscar asesoramiento.
Conclusión
La conclusión es que el sistema que establece el borrador de la Ley Trans, al poner el foco en el consentimiento, pero no establecer ninguna garantía de la autenticidad del mismo, no protege de manera efectiva a las personas más vulnerables.
El que la identidad de género se haga pivotar de forma exclusiva sobre el consentimiento plantea no solo problemas de tipo filosófico sino sobre todo prácticos. La cuestión fundamental es que, dada la trascendencia del cambio tanto desde el punto de vista social y psicológico como físico, es necesario garantizar que exista una capacidad acreditada, un consentimiento muy detalladamente informado, y una voluntad absolutamente firme y madura.
Sin embargo, la Ley Trans, con el fin de evitar la patologización y dificultades a los solicitantes, no solo renuncia a exigir ningún control, sino que prohíbe el juicio de capacidad, algo absolutamente excepcional en nuestro derecho. En el caso de personas con discapacidad y en particular en el caso de menores, los riesgos de tomar decisiones sin un estado de madurez suficiente se han empezado ya a revelar gravísimos.
Todo ello debería llevar a una mayor reflexión. La mejor protección de todas las personas que en un determinado momento no se sientan a gusto con su sexo exige claramente una visión más amplia que la del borrador examinado.
Segismundo Álvarez Royo-Vilanova
Doctor en Derecho. Notario de Madrid
Patrono de la Fundación Hay Derecho