Obligado por naturaleza a entender algunas cosas a la sombra de esos ejemplos que la vida nos ofrece, tengo que recurrir a ellos para asomarme, y sólo de puntillas, al fenómeno de la maternidad. Con la misma elocuencia que cualquiera de nuestras madres, María Fornet[1] nos habla de cómo es absolutamente imposible saber qué tipo de madre serás hasta que no tienes un hijo. "Cada madre – añade –, cada hijo, cada cultura, cada momento vital, cada familia, cada parto. Todos diferentes, con requerimientos diferentes”.
Motor de inspiración en las artes, elemento clave de la poesía romántica o de los textos religiosos y protagonista lógica de la Historia, la maternidad se ha convertido – espontánea o tal vez sistemáticamente – en un fenómeno en evolución. Íntimamente ligado a la mujer, la maternidad se ha querido definir y puntualizar de mil formas, según han incidido los factores económicos, culturales y sociales de cada época[2]. En los últimos años la ciencia, la medicina y la tecnología han maniobrado aún más, para dictar otros marcos en los que entender el hecho biológico de la procreación, e indirectamente la maternidad. Además, muchos más factores del espacio público han intervenido para que junto a un indefinido trastoque en el reparto de roles, la realidad de la familia – dependiente absoluto de la maternidad – también cambie.
El fenómeno de la maternidad subrogada llega de Estados Unidos a finales de los 1970 y principios de los 1980, amparado no sólo por los avances que ya surgen en la tecnología de la fecundación in vitro, sino también por la apertura legal que le brindan algunos estados, justamente desde que sale a la luz el caso de Baby M. A partir de aquí, y por la trascendencia que tiene este caso, incluso a nivel internacional, se empieza a hacer una distinción histórica: se habla de madre gestante y madre genética, que se convierten en nuevas figuras jurídicas, además de actores de una nueva realidad familiar y social.
Cuando ya en los 1990 se habla de “maternidad subrogada” en el marco internacional con cierta “naturalidad”, se podría decir que incluso el término en sí mismo pillaba de sorpresa al léxico de muchas lenguas. Ni la gestación por sustitución, ni el concepto de “madres de alquiler” – acuñados todos en distintos escenarios –, encajaban del todo en la sociedad. No lo han hecho aún. Pero con toda seguridad no porque nos falte flexibilidad en la lengua, sino porque es un concepto que nos presenta una realidad incómoda, un contexto embarazoso.
Se ha querido plantear que la maternidad subrogada es “solución” y alternativa “natural” al problema de la infertilidad. Que es “garante seguro” del milagro de la maternidad, sea cual fuera la condición de los padres comitentes. Se ha querido hacer entender que la permisividad concedida al fenómeno de las madres de alquiler en algunas partes del mundo es modelo de “algo normal”, algo ya “aceptado” simplemente porque es tecnológicamente posible, sin cuestionar el conflicto ético que vemos muchos, tanto en el fin, como en las formas.
La propaganda de “lo aceptado” – promocionada de un modo perfectamente orquestado por lobbies muy próximos al “mundo del éxito y la fama” – acostumbra a minar, poco a poco, la percepción social de las cosas y crear presión sobre las normas jurídicas, hasta que se proponen cambios legislativos. Es el caso del Reino Unido, donde hemos tenido una consulta pública (finalizó este 11 de octubre) de la propuesta de reforma de la “ley de subrogación” en la que se propone permitir:
- la subrogación “comercial o lucrativa”, que hasta ahora no se contemplaba;
- la subrogación internacional;
- la doble donación de gametos;
- la concesión de un período de reflexión a la madre gestante antes de entregar a su hijo a los padres comitentes.
Se hace oportuno que naveguemos al menos en tres canales de discusión para revisar brevemente el discurso ético en torno a este tema, y cómo éste alterna con lo social y lo cultural. En primer lugar, sería interesante ver cómo la maternidad subrogada altera la realidad de la relación con el hijo, tal y como la hemos concebido hasta hoy; convendría también tocar cómo la subrogación es un fenómeno que se sitúa muy cerca de lo que podríamos ver como un “mercado de fabricación de niños”; y en último lugar, podríamos considerar cómo nos presenta el riesgo de explotación de la mujer, que muchos nos tememos.
El contexto de la relación materno (o paterno) – filial
COTS (Childlessness Overcome Through Surrogacy), Surrogacy UK y Brilliant Beginnings son las tres organizaciones autorizadas hasta hoy en el Reino Unido para “conectar” mujeres que se ofrecen para alquilar sus úteros a personas que desean tener hijos y no pueden. Hasta hoy, y al amparo de la ley británica de convenios de subrogación de 1985, no se admiten anuncios de servicios, ni ganancias por ninguna de las partes. Aunque todo esto puede cambiar si la propuesta actual de reforma sigue su curso, llama la atención que estas tres “agencias intermediarias” – como les gusta llamarse – impulsan ya campañas de auto-promoción, vendiendo la subrogación como “un regalo extraordinario para ayudar a alguien que no puede llevar a cabo un embarazo”.
No podemos negar que si valoramos la maternidad – o la paternidad, por ser más inclusivos – como un regalo, “la oferta” que hacen las agencias de subrogación es, en principio, atractiva. En propia carne o porque la infertilidad parece que afecta a un 10% de las parejas, todos podemos conocer o intuir el dolor y la asfixia que puede traer la infertilidad o la esterilidad a una familia que aspira a crecer. Buscar una “solución” a ese problema – que podría ser la expresión de una patología subyacente– es lógico y, en principio, incluso recomendable.
En contraste, sin embargo, y hay que decirlo, la infertilidad y la esterilidad tienen una etiología compleja y, por esa misma razón, la respuesta a esa expresión clínica debe ser también específica y concreta. Es así como nos gusta sentirnos si somos pacientes en cualquier consulta clínica: como individuos, como personas, no como casos. Que las técnicas artificiales se presenten como panacea a la infertilidad – a modo de titular de prensa amarilla –, sin tener en cuenta la particularidad de la pareja y lo especial de cada caso y cada persona, ya debería despertar inquietud. Más que inquietud, enorme ansiedad. Lo cierto, de todos modos, es que, en el contexto de la subrogación, ya no se habla sólo de infertilidad como patología, sino de incapacidad de gestar como circunstancia, por cualquier causa.
En la sociedad contemporánea conviven distintos modelos de familia: tenemos por ejemplo el caso de las parejas homosexuales masculinas o de los varones sin pareja que desean ser padres. La indicación de la subrogación uterina, que también se ofrece a estas nuevas fórmulas de familia, no atiende entonces sólo a la infertilidad femenina, sino que también se propone como respuesta al fenómeno de la “familia contemporánea” donde no hay una mujer – donde no hay útero – para poder gestar.
Objeto de deseo
La maternidad – o más bien deberíamos ya referirnos a la paternidad – que pretende “regalar” la subrogación uterina, queda redefinida entonces no como tratamiento específico a una posible patología, sino más bien como “objeto de deseo” o “de consumo”. Algunos críticos presentan estos “nuevos padres” como el resultado de una “coreografía ontológica” en cuanto que elementos de distinto orden ontológico – como la intención, el esperma, los óvulos, la conveniencia de uno u otro mercado y también el dinero – son estratégicamente coreografiados para lograr el objetivo de la paternidad y de la relación paterno-filial, casi a cualquier precio.
Si admitimos todo lo anterior, los padres de intención no recurren a la subrogación como “personas infértiles”, sino como “consumidores”, en busca de bienes y servicios concretos. El sueño de ser padres se convierte entonces en un ejercicio de consumo, y como tal, los padres de intención (comitentes) compondrán su cesta de la compra atendiendo a sus preferencias y a su renta.
“Hacer bebés” se convierte en “trabajo” y en “negocio”
Hablando de renta, abordemos también el tema de la liquidación: la subrogación implica o bien un estipendio (altruista) o una retribución (comercial), por lo que se puede considerar “un trabajo”. Sin embargo, cabe debatir si las circunstancias de un embarazo realmente se ajustan a las condiciones de un trabajo; desde luego, no son lo mismo el esfuerzo y el compromiso que requiere un embarazo (o un parto), que las responsabilidades de control de maquinaria en una fábrica – por ejemplo – o de docencia en una clase. Si bien alguien puede argumentar que en muchos trabajos coinciden también el componente emocional y físico, como ocurre en la gestación y en el parto, cualquiera de estas tesis carece de lógica en cuanto se gira la mirada hacia la naturaleza del “producto” de la gestación. Si miramos al niño, en efecto, que es “producto” de ese trabajo y de esa remuneración, desde luego, no hay comparación.
Conviene aquí hacer repaso de lo que acabamos de decir: en el trasfondo de este debate, hemos hablado del niño como “producto” de un “trabajo”, como “resultado” de un contrato, y esa presunción, de seguro, nos deja a todos en una situación muy incómoda.
Dejando de lado las agencias, las clínicas y otros intermediarios que cosechan los mayores beneficios, los tres agentes principales involucrados en la “maternidad subrogada” son los padres “de intención” o comitentes, la mujer que está “dispuesta a alquiler su útero” y el niño. En ocasiones se ha querido comparar este triángulo con el escenario que se vive en la adopción[3]:
- los comitentes y los padres adoptivos;
- la madre sustituta y la madre biológica;
- los niños nacidos de la subrogación y los adoptados.
Mientras que esa comparación se hace con la clara intención de justificar los medios y el fin de la subrogación, hay fuertes argumentos para combatir ese planteamiento y defender que, en realidad, los niños adoptados y los niños que resultan de la maternidad subrogada son actores de dos realidades bien distintas.
El argumento que me parece más importante podría ser el que resulta de analizar dónde está el foco de interés en las dos formas de paternidad: mientras que en la adopción se busca una familia para un niño que no la tiene – por la razón que sea –, en la subrogación se busca un niño para un modelo de familia que no puede o no quiere tener hijos (por la “vía natural”) – también por la razón que sea. Dónde ponemos el énfasis es, entonces, determinante para ver que la adopción y la subrogación son en efecto dos escenarios distintos, que ven al niño de forma bien distinta.
Hay ya algunos estudios que han prestado atención a las implicaciones psicológicas de niños nacidos por subrogación. De momento no hay sólida evidencia que apunte a que puedan enfrentarse a una realidad traumática per se, más allá de lo que se puede intuir y que sí podría tener en común con el potencial deseo de los niños adoptados por conocer sus orígenes y más detalles de su identidad. Algunos psicólogos, sin embargo, sí que han expresado ya el temor de que los niños nacidos por subrogación puedan sufrir lo que han denominado “el estigma de los niños comprados”. La importancia de estos posibles conflictos o temores internos en el niño que se convierte en adulto, queda como interrogante de momento para la investigación, pero debe constituir en cualquier caso seria preocupación para el legislador y para los agentes mediadores del nuevo modelo de paternidad que surge de la subrogación.
De tecnología a contrato y de vulnerabilidad a explotación
La prensa internacional habla insistentemente de mujeres en Tailandia, Ucrania, Camboya o India, que ya han “ofrecido” su anatomía, su fisiología, su tiempo, su esfuerzo, sus emociones y su capacidad para gestar, a este fenómeno de reproducción, a cambio de agradecimiento (las menos) o remuneración. Es, a fin de cuentas, un contrato de servicios. Se oferta dinero por un niño que se ha llevado en el vientre y al que se ha parido. Y como en todo contrato, los intereses de cada parte son distintos.
Por una parte, los comitentes querrán un niño sano, exigirán ciertas condiciones durante el período de gestación, incluso puede que quieran tener potestad en la decisión posible de abortar, y es muy probable que intenten que el proceso sea lo más económico posible. La gestante, por el contrario, buscará tener el máximo beneficio económico de un servicio que, en todo caso, puede comprometer su vida durante meses, y me imagino que intentará no implicarse emocionalmente con su hijo – tal vez sin vínculo genético –, puesto que sabe que lo perderá.
Conforme nos acercamos a los detalles del contrato (retribuido) de subrogación y a la realidad de las partes, es lógico asumir que las decisiones que toma la madre gestante – que queremos imaginar consciente del sacrificio y los riesgos que supone la gestación – se adoptan en realidad en un contexto de vulnerabilidad. Tal vez por esto es por lo que la antropóloga británica Katharine Dow habla de la maternidad subrogada como fenómeno que goza ya de “mala reputación”[4]. En efecto, si aceptamos un contrato en el que asumimos que una de las partes está en condiciones de vulnerabilidad, tenemos también que admitir que el riesgo de su explotación está ya a un paso. El salto que ha dado la subrogación hacia el “turismo reproductivo internacional” no hace más que acentuar esta situación de desequilibrio entre las partes del contrato e instrumentalizar aún más a la mujer que, en condiciones de vulnerabilidad, presta “sus servicios”, su útero, su cuerpo y sus emociones.
Creo que es imposible empatizar completamente con la madre que acepta incubar un embrión a cambio de un salario. Y me gustaría poder hacerlo. Poder entenderlo. Hay que imaginar muchas cosas. Un contexto casi humillante. Unas condiciones de vida realmente difíciles. Y muy pocas alternativas. Creo, de todos modos, que aún es mucho más difícil intuir el dolor de la fractura de ese vínculo materno-filial cuando le llega a esa madre el momento de entregar a “su hijo” a los padres “de encargo” (comitentes).
Pero como hacía al comienzo de este artículo para entender el fenómeno de la maternidad, me obligo ahora a acercarme a las palabras de otra madre que se tiene que despedir de su hijo. Para entrever todos esos sentimientos, propongo leer ahora a Rosalía de Castro, quien describe así lo que ella misma sintió al despedirse de su hijo Adriano: «¡Hijo mío! (…) Tú te fuiste por siempre, mas mi alma / Te espera aún con amoroso afán, / Y vendrás, o iré yo, bien de mi vida, / Allí donde nos hemos de encontrar».
Me cuesta creer que se quiere provocar un dolor así a una mujer, al amparo de una ley, de un contrato o de un capricho.
Alejo Sánchez-Vivar
Máster en Medicina Legal y Ética
Epidemiólogo y Responsable de la Unidad de Producción de Guías
en Health Protection Scotland, Glasgow
Referencias
[1] Fornet, María: psicóloga, coach y escritora, autora de Feminismo Terapéutico, Ediciones Urbano (www.mariafornet.com); cita mencionada en Carmona R. Estas son algunas de las “sorpresas” que conlleva la maternidad. La Vanguardia (11/05/2019).
[2] Molina, María Elisa. (2006). Transformaciones Histórico Culturales del Concepto de Maternidad y sus Repercusiones en la Identidad de la Mujer. Psykhe (Santiago), 15(2), 93-103. Disponible en: https://dx.doi.org/10.4067/S0718-22282006000200009 [accedido en Oct 2019].
[3] Scherman R, Misca G, Rotabi K and Selman P (2015) Global commercial surrogacy and international adoption: parallels and differences. Adoption & Fostering 40(1): 20–35.
[4] Dow, K (2016) “Can surrogacy every escape the taint of global exploitation?” Aeon, 5th Oct 2016. Disponible en: https://aeon.co/ideas/ [accedido en Oct 2019].