Nuestra sociedad padece fuertes contradicciones internas. Probablemente, la causa se encuentre en la rápida sucesión de los acontecimientos, que deja poco tiempo y espacio para la reflexión sosegada y la consideración atenta y rigurosa de ideas, hechos y consecuencias. Aunque me temo que la cosa sea mucho más profunda, y que realmente estemos ante una cuestión cultural: el relativismo, el subjetivismo y el emotivismo como únicas guías para la toma de decisiones, en el nivel micro y en el macro. Pésimos compañeros de viaje.
El ámbito de la discapacidad, en general, y del síndrome de Down, en particular, no permanece ajeno a este contexto. Lógico. Como dijo el filósofo, “yo soy yo y mis circunstancias”… Y ésas son las circunstancias en las que nos movemos y a las que, en mi opinión, debemos hacer frente con humildad pero también con el suficiente coraje y rigor.
Durante años el movimiento en defensa de los derechos de las personas con síndrome de Down se ha esforzado por lanzar a la sociedad este mensaje: el síndrome de Down no es una enfermedad sino una condición de la persona. Bien. Se trataba de enfatizar lo sustantivo -la persona- y de reivindicar la igualdad de oportunidades para este colectivo, haciendo ver que era una muestra más de la diversidad humana y, por consiguiente, tan valiosa como cualquier otra condición o característica. Vamos, que el síndrome de Down no era algo que hiciese que la persona valiese menos o que su vida tuviese menos importancia que la del común de los mortales.
Pero la realidad suele ser más tozuda de lo que nos gustaría. Y las ideas no siempre cambian la circunstancia vital que nos rodea. Así, aun cuando la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad (aprobada por Naciones Unidas en 2006 y de obligado cumplimiento para los países firmantes, España entre ellos) reconoce en su articulado el derecho a la vida, lo cierto es que en los países industrializados (que son los que tienen las herramientas diagnósticas necesarias) en torno al 90-95 % de los fetos diagnosticados con síndrome de Down son abortados. Es el denominado aborto eugenésico. Primera contradicción.
Sigamos con nuestra reflexión. Con datos, porque la buena Bioética comienza con buenos datos. Hasta hace no tanto tiempo, el síndrome de Down era considerado una enfermedad intratable. Muchos bebés morían por cardiopatías congénitas o anomalías intestinales graves; y si sobrevivían, eran frecuentemente institucionalizados y los apoyos que se les brindaba eran mínimos. Este cuadro ha cambiado radicalmente en un par de décadas, y lo normal ahora (en los países desarrollados, todo hay que decirlo) es que los niños con síndrome de Down reciban las terapias que necesitan (como cualquier otro niño), sean criados en el seno de sus familias, asistan a escuelas ordinarias, aprendan y desarrollen un trabajo, y así puedan envejecer (si bien el alzheimer precoz es un serio problema en este colectivo).
Las anomalías en los distintos sistemas orgánicos se tratan de forma rutinaria. Exploraciones audiológicas y oftalmológicas, análisis de hemoglobina y de la función tiroidea, ecocardiografía dentro de la consulta cardiológica, etc. Por ejemplo, el 50% presenta cardiopatía congénita y el 12% muestra anomalías gastrointestinales: su tratamiento consiste en la reparación quirúrgica, que se realiza con éxito. Si hay problemas de refracción en la visión, se corrigen con las lentes adecuadas. Y así todo.
Pero la discapacidad intelectual es un aspecto clave en el síndrome de Down. La neurocognitiva es, ciertamente, un área muy activa en la investigación clínica. El objetivo es elevar el funcionamiento intelectual de la persona, con el fin de facilitar su mejoría en las habilidades de vida independiente. En la actualidad todas las terapias van dirigidas a tratar los síntomas del síndrome de Down: no eliminan la copia extra del cromosoma 21. No existe una terapia global para el síndrome de Down, es decir, algo que elimine todos sus signos y síntomas. Y no sabemos si la habrá. Pero se está trabajando en ello.
La edición genética podría suponer un salto cualitativo fundamental. Podría… pero a día de hoy es más que ciencia ficción. Por eso me extraña el planteamiento de la novela de Antonio Herrera Merchán (“Hoy, mañana, ayer”), para quien parece que todo es orégano en el monte, siendo como es científico.
Mientras tanto, un equipo del University of Texas Southwestern Medical Center está trabajando en un ensayo clínico en el que se administra a la gestante fluoxetina (el principio activo del Prozac, para entendernos). Tras el nacimiento, los bebés seguirán tomando la fluoxetina hasta alcanzar los 2 años de edad. La idea es que esto va a mejorar sustancialmente el cerebro de esos niños con síndrome de Down.
¿Está éticamente justificado?
La pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿están éticamente justificados estos intentos por “curar” el síndrome de Down, son deseables, y si lo están, bajo qué condiciones? ¿Revertir el síndrome de Down sería una buena cosa? Aquí está la segunda gran contradicción que queremos denunciar. Porque esas preguntas tienen que ver con el modelo social de la discapacidad, el paradigma que impera en este ámbito desde hace más de dos décadas y que ha posibilitado -en buena medida- los extraordinarios avances a los que antes hemos hecho mención.
Mientras que el modelo tradicional consideraba la discapacidad en términos médico-biológicos e individuales, el modelo social se centra en las estructuras socio-culturales que están detrás de las barreras que existen para que las personas con discapacidad disfruten de la vida en igualdad de condiciones con el resto de la población. Esta perspectiva sugiere que si se necesita cambiar algo, no es a las personas con síndrome de Down a las que hay que cambiar sino la incapacidad de la sociedad para prestarles los apoyos necesarios.
Las personas con síndrome de Down contribuyen a la diversidad humana. Este hecho debe ser considerado como algo valioso para la sociedad en su conjunto. Muchos padres de niños con síndrome de Down ven su discapacidad como una ocasión para su propio crecimiento moral y espiritual. Además, estaríamos cambiando la personalidad del individuo: y las personas con síndrome de Down se ven bien a sí mismas, son felices… ¿Por qué habría que cambiarlas, en qué grado estas intervenciones podrían ser consideradas beneficiosas para estas personas?
III Seminario de Bioética y Discapacidad
De todo ello hablamos el 13 de noviembre durante casi tres horas en el Seminario sobre Bioética y Discapacidad Intelectual de la Fundación Pablo VI. Y aunque no se buscaba llegar a posicionamientos unánimes, sí que quedó patente la urgente necesidad de abordar todas estas cuestiones con rigor, evitando los sensacionalismos y los sesgos ideológicos, desde la más exquisita prudencia aristotélica y con los mejores datos científicos sobre la mesa. De ahí que entre los invitados estuviese María Martínez de Lagrán, del Centre for Genomic Regulation de Barcelona, una de las grandes conocedoras de esos asuntos.
Una persona con síndrome de Down es un ser humano que, como cualquier otro, presenta un conjunto de cualidades y potencialidades que hay que ayudar a desarrollar, así como de problemas físicos y psíquicos que es preciso atender. Ésta es la gran cuestión.
José Ramón Amor Pan
Coordinador
Observatorio de Bioética y Ciencia de la Fundación Pablo VI