Cuando llegaron las primeras fotografías tomadas por el telescopio Hubble, recién colocado en órbita en 1990, los científicos quedaron consternados por la mediocridad de las imágenes; desde luego nada de lo que se esperaba obtener. La NASA y la Agencia Espacial Europea fomentaron entonces varias “tormentas de ideas” sobre cómo abordar el problema, pues no deseaban dejar de explorar cualquier posibilidad, por insólita que pareciera. Había un defecto en un espejo (resultante de la distinta gravedad en la Tierra y lejos de ella) y, finalmente, una misión espacial en 1993 hizo las reparaciones oportunas. Desde entonces Hubble ha proporcionado las fotografías más impresionantes del cosmos.
Ante problemas complejos, las así llamadas tormentas de ideas son muy valiosas. Algunas son impulsadas por las propias instituciones, otras surgen de manera espontánea en las condiciones más variopintas, que van desde una sala anexa al laboratorio, hasta el rincón de algún bar ya avanzada la tarde. Grandes ideas y proyectos fecundos se esbozaron por primera vez en una servilleta de papel. En semejantes foros no se lanzan propuestas formales cerradas y, por grande que sea la vehemencia de sus defensores, nadie cree que su idea sea la definitiva e inamovible. Unas estarán basadas en experiencias anteriores, otras serán pura ficción, muchas absurdas o tan solo humorísticas (como la sugerencia de que, puesto que el Hubble estaba miope, se le podrían instalar unas gafas correctoras). Pero unas ideas dan lugar a otras, surgen perspectivas nuevas y, con un poco de suerte, brotan soluciones en las que nadie había pensado.
El telescopio espacial había costado 2.800 millones de dólares, una nimiedad comparado con lo que está en jaque con el cambio climático. Quedan muchos aspectos por dilucidar, incluyendo saber quiénes van a sufrir las peores consecuencias, pero el problema no solo es real y muy serio, sino que todo apunta a que va a más. No podemos mirar a otro lado con la esperanza de que por arte de magia todo se arregle. Sería penoso oír de los nietos “cómo nuestros abuelos no hicieron nada para evitarlo y, sabiendo lo que sabían, incluso lo empeoraron”. Es un problema global y complejo que requiere más experimentos para saber si tal variable es más o menos relevante. Y necesitamos tormentas de ideas que pongan a prueba los conocimientos, y exploren los límites de nuestra imaginación, en la búsqueda de las soluciones más eficaces y menos dañinas.
Matthew Liao –filósofo estadounidense especializado en Bioética– ha estado en España hace pocas semanas difundiendo ciertas propuestas de acción frente al cambio climático[1]. Con razón, subraya que la llamada geoingeniería no solo no es de probada eficacia, sino que puede causar daños a escala global aún más catastróficos. Pero Liao abre perspectivas que no se venían considerando, con propuestas que sorprenden al público. Pueden tener su papel como germen para tormentas de ideas, si bien las que concretamente plantea –que son lo que airea la prensa en sus titulares– son fácilmente rebatibles con una mínima reflexión. Así, sugiere modificar a las personas para que no aprecien la carne, hacerlas más bajitas o que tengan ojos de gato. Un poco sobre cada una.
Primero, puesto que la ganadería genera gases de efecto invernadero, propone modificar a las personas para que rechacen el sabor de la carne. Veamos: que nos guste la carne no es capricho, como quien elige un sabor u otro. Nuestros antepasados Australopithecus se estrenaron en el consumo de carne que, entre otras cosas, permitió el aumento del cerebro con sus costes energéticos. Por supuesto que se pueden y deben poner opciones nutritivas y sabrosas al excesivo consumo de carne; pero abogar por una dieta vegetal exclusiva traería serios problemas de salud a medio plazo (con permiso de ciertas filosofías, “demostrar” que un adulto puede sobrevivir solo de plantas, no es lo mismo que vivir y reproducirse en plenitud). Y si la solución es añadir a la comida todos aquellos componentes que faltan en el origen vegetal, es bastante probable que deriven de una industria más consumista, más generadora de CO2 y más contaminante que la cría porcina.
Para satisfacción de nuestra vida nocturna, gastamos mucho en luz y, con ello, la energía necesaria y la contaminación que genera. Los gatos ven mucho más que nosotros en la oscuridad. Cierto. (Aunque, dicho sea de paso, son daltónicos.) La inferencia es que con ojos de gato necesitaríamos menos luz. Ahora bien, casi todos los primates llevamos 70 millones de años adaptados a la vida diurna. Eso implica unos ojos para captar esa luz, un cerebro para interpretarla y un comportamiento acorde con lo que hay de día y otro con lo que hay de noche. Ponernos ojos de gato no es solo cuestión de ojos: hay que rediseñar esencialmente todo. Si solo sabemos cómo usar un destornillador, no nos lancemos a modificar una planta industrial.
Por último, es evidente que consumiríamos menos de todo si fuésemos de menor tamaño. Cuando medio mundo se está poniendo tacones para parecer más alto, la sugerencia de restar altura –Liao propone 25 cm– a las personas, más que difícil, resulta graciosa. Es verdad que muchas especies, así como algunas etnias humanas, se han adaptado a recursos limitados mediante tallas reducidas. Esto fue producto de selección natural: los que requerían más energía por conseguir crecer se encontraron con problemas y, en definitiva, no dejaron tantos descendientes como quienes completaban sus necesidades con menos; no fue algo dirigido en un mundo de abundancia. Entra dentro de lo posible que un día, cuando realmente falten los alimentos (y al ritmo que vamos, llegará ese día), los grandes sean los primeros en verse en apuros.
Si bien el rechazo a la carne podría conseguirse con parches como los que se aplican los fumadores, los ojos de gato requieren una ingeniería genética que hoy es ciencia ficción. Para la altura, indica Liao, se podría llevar a cabo una selección de embriones portadores de genes que tienden a dar tallas bajas. Una eugenesia dirigida en toda regla, que nos trae a la memoria esa parte de la historia del siglo XX que, calculo, nadie desea retomar. Más aún, comenta que en países como China que siguen políticas de hijo único, una pareja podría tener la “libertad” de elegir si tener uno de talla normal, dos medianos, o tres pequeñitos… Es evidente que solo pretende alborotar al público.
En suma, las propuestas de Matthew Liao son provocadoras y hasta divertidas, pero no merecen que nadie se rasgue las vestiduras de indignación. El error que echa por tierra sus cavilaciones es el supuesto en que se basan, a saber, presentar la solución al cambio climático en la alteración de las personas. Atención: no un cambio de hábitos de las personas, sino el cambio de personas.
En la actualidad se exploran varias posibilidades tecnológicas para frenar el cambio climático, porque bien sabemos que para que algo tenga efecto, debe aplicarse a escala global. Asignar a las personas el papel de actores individuales significa que, si no todos, debe verse implicada una parte importante de la población mundial. Obviamente, Liao desecha la vía coercitiva, como lo haría cualquiera que no desee verse tachado de nazi: la selección forzosa de unos reproductores modificados (por ejemplo, con ojos de gato), y los demás llevados a una “jubilación no reproductiva”, por ponerlo delicadamente.
A nadie le gustan ciudades y campos llenos de basura, pero no es ninguna novedad que, a pesar de que haya mucha gente civilizada, si los ayuntamientos no impusieran multas habría aún mucha más basura que la que hay. Apelar a la buena voluntad de todas las personas es una simple ingenuidad. Cualquier solución debe estar pensada para un mundo real.
La voluntad individual que plantea jamás sería sostenible. Los comportamientos altruistas han sido muy estudiados en biología evolutiva, y solo resultan estables si van asociados a situaciones de simbiosis (“hoy por ti, mañana por mí”) o con el parentesco: cedo parte de mi patrimonio, incluso mi vida, a mis hijos o a parientes cercanos, que también son portadores de esos genes proclives al altruismo. Ninguna de estas condiciones es aplicable al tema que aquí discutimos: si elijo no comer carne para que otros se beneficien de un mejor clima, ni obtengo nada a cambio, ni mis genes van a prosperar.
Acciones orientadas a un bien futuro pero negativas en el presente pueden ser impuestas por la colectividad (la limpieza de las ciudades, o la conservación de bosques en pro de las generaciones futuras) pero, dejadas a la elección de cada uno, quienes se embarquen en ello serán rápidamente barridos por los no practicantes. Piénsese por un momento en las posibilidades de un país cuyos soldados –como buenos ciudadanos– miden 25 cm menos y son vegetarianos, frente al ejército del país vecino, mucho más alto y alimentados más ricamente. Tampoco facilitaría el éxito sobre el sexo opuesto, y por tanto las posibilidades de reproducción de personas bajitas con ojos de gato. Si se quiere alcanzar a mucha gente, la acción ha de suponer ventajas para los pocos que la empiecen practicando. De lo contrario, los voluntariosos bien intencionados serán rápidamente suplantados por quienes simplemente no deseen sumarse a tales modificaciones.
La evolución ha hecho de los humanos seres muy plásticos, capaces de adoptar comportamientos y hábitos profundamente distintos: aun en la actualidad hay grandes diferencias entre las regiones del mundo, y muchas sociedades tienen costumbres que poco se parecen a sus tradiciones de hace menos de un siglo, sin que mediaran cambios genéticos. Con mucho menos esfuerzo, es posible reducir notablemente el consumo de carne; aún más simple sería poner freno a los excesos de iluminación a los que somos tan ávidos: casas, ciudades, publicidad, autopistas y mucho más, iluminados cual estadio de fútbol en día de partido, son costumbres derrochadoras e innecesarias. Y en lugar de ser más bajitos, sería tal vez mejor y más simple ser menos gordos.
Seamos serios. Hay muchas formas de reducir el consumo, la emisión de gases y la contaminación a nuestro alcance. Tan solo hace falta que los dirigentes (incluyendo los que permanecen en la sombra) de verdad quieran hacerlo, aunque a corto plazo requieran sacrificios o desajustes económicos. De manera que cuando un gobierno se proponga limitar el excesivo gasto en iluminación, edificios sobrecalentados en invierno y heladores en verano, favorecer prácticas agrícolas e industriales sostenibles, así como hábitos individuales menos derrochadores, no sean meros discursos electoralistas, sino que se pongan realmente en práctica. Creo que estamos autorizados a cuestionar si las discusiones en torno a soluciones tecnológicas de dudosos resultados, o éstas que pretenden modificar el ser humano, no están sirviendo para apartar las atenciones sobre lo que sí se puede hacer, pero no acaba de interesar.
El trasfondo filosófico de Matthew Liao es tan simple como brutal: puesto que los humanos hacen mal ciertas cosas, vamos a cambiarlos por otros no humanos. Porque con 25 cm menos, comiendo solo vegetales y teniendo ojos de gato, nos pueden entrar serias dudas de si clasificarlos como Homo sapiens.
Nuno Henriques Gil
Catedrático de Genética Departamento de Ciencias Médicas Básicas
Facultad de Medicina, Universidad San Pablo CEU