Lydia Feito Grande, Neuroética. Cómo hace juicios morales nuestro cerebro.
Plaza y Valdés Editores. Madrid 2019, 240 págs.
Aunque la crisis provocada por el COVID-19 ha ocupado -con toda lógica- la práctica totalidad de los espacios reflexivos de estos últimos meses, conviene no dejar de lado otras problemáticas no menos serias y urgentes. Porque, como escribió el papa Francisco en su encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la Casa Común, “todo está conectado”. Lo está casi siempre desde el punto de vista fáctico, pero sobre todo lo está en sus consideraciones éticas, antropológicas y políticas. No verlo así no trae nada bueno.
Uno de los temas que más me preocupan desde hace ya un tiempo tiene que ver con las implicaciones éticas del vertiginoso avance de las Neurociencias y de la Inteligencia Artificial (tengo publicado un libro sobre esta materia y varios artículos). Tanto es así que esta primera reseña de la “nueva normalidad” quiero dedicarla a un libro importante sobre este asunto, publicado a finales del año pasado y que yo he leído con calma y aprovechamiento en este tiempo de confinamiento.
Su autora es una autoridad en Bioética. Tiene un currículum impresionante: Doctora en Filosofía por la Universidad Pontificia Comillas (Nuevos interrogantes para la ética actual: desafío de la terapia génica humana, dirigida por Diego Gracia y con un tribunal de lujo: Adela Cortina, Javier Gafo, Juan Ramón Lacadena, Augusto Hortal y Carlos Alonso Bedate, defendida en 1995), Doctora en Neurociencia por la Universidad Complutense (con la tesis titulada Neuroética: las bases neurales del juicio moral, defendida el año 2016), Máster en Bioética, Máster en Neuropsicología Cognitiva y Neurología Conductual. En la actualidad se desempeña como profesora de Bioética y Humanidades Médicas en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense y es presidenta de la Asociación de Bioética Fundamental y Clínica.
El libro que presentamos tiene en su origen esa tesis del 2016. Eso explica la única limitación del mismo: las referencias bibliográficas sólo llegan hasta el año 2015, el libro aparece a finales del 2019. Esto en nada invalida su contenido, quiero subrayarlo; pero justo es reconocer que tres años en este ámbito son una eternidad, por lo que hubiese estado bien hacer una actualización de la bibliografía. Como la propia autora afirma, “el de la neuroética es un campo en espectacular expansión en este momento” (p. 15).
Dicho lo cual, lo siguiente que debo decir es que estamos ante una magnífica introducción al estudio de la Neuroética. Que hablemos de “introducción” no debe llevar a equívocos: es un libro denso y bien argumentado, con profusión de datos, cuya lectura, por consiguiente, requiere amplia dedicación y esfuerzo. De su contenido voy a destacar unas cuantas afirmaciones, aquellas que en mi opinión actúan como verdaderos ejes vertebradores del texto.
Fundamental me parece afirmar que no podemos hablar en singular de la Neurociencia, pues este vasto campo científico abarca enfoques, disciplinas y aplicaciones muy diferentes (p. 26). No hacerlo así puede provocar una falsa apariencia de homogeneidad que en absoluto se corresponde con la realidad. Es más, muchas de las disciplinas “neuro” que circulan hoy en día por ahí no son más que una moda, un bluf.
También resulta básico el siguiente párrafo, que encontramos en la p. 29 y que se comenta por sí solo: “Los conceptos y teorías que se están manejando en la investigación neurocientífica, y que condicionan tanto el diseño de los experimentos como la interpretación de los resultados, afectando por tanto a su validez, son cuestionables y obligan a analizar en profundidad las teorías filosóficas subyacentes, las definiciones de lo moral o lo ético que se están empleando y, sobre todo, exigen un cuidadoso análisis de cuáles son los elementos que se observan”.
Tercera afirmación que me parece nuclear: “El diálogo ponderado, riguroso y serio entre neurociencia y filosofía es el único camino válido para no caer en la trivialidad, ni en la descalificación fácil y mutua (…) Sin embargo, continuamente aparecen publicaciones en las que se exhiben sin pudor conclusiones simplificadoras y reduccionistas sobre la relación entre cerebro y conducta” (pp. 153 y 155). El libro de la profesora Feito Grande es un valioso exponente de ese diálogo ponderado, riguroso y serio entre neurociencia y filosofía: probablemente por eso mismo no vaya a ser un bestseller… pero es de agradecer que todavía queden en nuestro país algunos intelectuales que merezcan con justicia dicho calificativo.
Termino. “A la altura de nuestro tiempo sería ingenuo pensar que la ciencia está exenta de valores. Como la filosofía de la ciencia se ha encargado de poner de manifiesto, cualquier investigación científica -como cualquier empresa humana- está teñida de intereses, compromisos epistemológicos y valores” (p. 181). “Y, lo que es peor, se incurre en una falacia al intentar extraer proposiciones normativas de lo que es meramente una descripción” (p. 182). “La investigación empírica no puede determinar qué es lo correcto” (p. 184). “Y como ya nos advirtiera Aristóteles, no existen verdades absolutas, es necesario ponderar todo lo que está en juego. Para ello, nada mejor que un cerebro entrenado que tenga la capacidad de elaborar juicios morales complejos” (p. 203). En ello estamos.
José Ramón Amor Pan
Coordinador observatorio Bioética y Ciencia
Fundación Pablo VI