Ficha del libro: J. M. Zaragoza Bernal, Componer un mundo en común.
¿Por qué necesitamos a Bruno Latour?
Lengua de Trapo y Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2024.
Hace unos meses aparecía la última publicación de Juan Manuel Zaragoza Bernal, dedicada a la obra completa del filósofo, antropólogo y sociólogo francés Bruno Latour (1947-2022). El libro se presenta como una manera de responder a la pregunta de por qué necesitamos a Latour, que Zaragoza considera uno de los pensadores más influyentes de este siglo y que, sin embargo, no es suficientemente conocido.
Necesitamos a Latour […] porque necesitamos una filosofía como la practicaba él: una filosofía empírica, esto es, preocupada por lo que pasa en el mundo. En un mundo que en realidad existe, de triángulos perfectos y números imaginarios, pero también de niños de pecho, semáforos y garrapatas. El mundo, en definitiva, que realmente nos concierne, plegado de cuestiones que en verdad nos preocupan (p. 13).
Juan Manuel Zaragoza Bernal es profesor de Filosofía en la Universidad de Murcia. Se ha dedicado a investigar la historia material de las emociones y el espacio, lo cual le ha llevado a acercarse al estudio filosófico de las emociones a través de las aportaciones de Lisa Feldman Barret, Ian Hacking y Bruno Latour.
Se ha elegido reseñar esta publicación en el Observatorio debido a que aborda la cuestión de la concepción científica en un momento en que existen diversos temas que nos llevan a interrogarnos sobre el estatus de las ciencias. Solo por citar algunas, el desarrollo exponencial de la inteligencia artificial nos lleva a una pregunta que, como se verá, está muy presente en toda la producción del filósofo y sociólogo francés, quien advierte la necesidad de considerar también a los actores no humanos en la construcción del proceso científico. En este sentido, el proceso de creación de una ley europea sobre la IA demuestra que esta tecnología está por tener su propio papel como actor en la política.
Además, la reflexión sobre la ciencia propuesta por el autor se refleja en una reconsideración política de amplio alcance que llega a considerar la necesidad de una democracia más inclusiva y que permita responder a las urgencias de nuestro tiempo, como la crisis energética y el tema ecológico. De hecho, Latour ha proporcionado una clave de lectura transversal de nuestro tiempo. Queremos intentar resumir su pensamiento a través de la ambiciosa obra de Zaragoza, quien ha logrado reflejar la complejidad y la coherencia del protagonista de su monografía.
Cabe hacer una premisa necesaria: Latour es un autor complejo de leer y es difícilmente clasificable por diversas razones. Sus obras tratan temas de filosofía, antropología y sociología, cuestionando estas disciplinas en su sentido tradicional. Entre las posiciones más controvertidas presentes en su pensamiento, Latour pone en duda la dicotomía tradicional entre naturaleza y sociedad con el fin de proponer una lectura híbrida de las dos, de tal manera que resulten interconectadas. Este posicionamiento se ve reflejado en la Teoría del Actor-Red (ANT) que le otorga importancia a los “actores no humanos”, que son todos aquellos objetos y entidades que forman parte del proceso científico de la misma manera que la tienen los actores humanos. Como si fuera poco, su crítica a la modernidad y las razones que lo llevan a la afirmación según la cual “nunca fuimos modernos” (que da título a una de sus obras más conocidas) desemboca en una reconsideración controvertida y provocativa del conocimiento científico y de la política, que vale la pena conocer para conocer la relación actual entre las dos.
Latour es un autor complejo de leer y es difícilmente clasificable por diversas razones. Sus obras tratan temas de filosofía, antropología y sociología, cuestionando estas disciplinas en su sentido tradicional.
Componer un mundo en común presenta diez capítulos que trazan los aspectos fundamentales de la obra de Latour, que incluyen los estudios de ciencia y tecnología (STS), la crítica al concepto de objetividad en la ciencia, el reflejo de su propuesta en el ámbito político, planteando una democracia más inclusiva (hasta de los actores no humanos) y proponiendo una mayor atención para el tema ecológico y la resolución de las crisis contemporáneas. Cada capítulo trata un tema específico, conectado con el anterior y el siguiente para formar una reconstrucción coherente del pensamiento del autor. Ahora proponemos un pequeño recorrido de los capítulos para reconstruir el hilo conductor que guía la narración del texto.
El primer capítulo, “Un territorio en disputa”, arranca con uno de los aspectos claves del pensamiento latouriano: el cuestionamiento de la objetividad y la fiabilidad de la ciencia. Esta puesta en discusión lleva el autor a interesarse por la investigación del lugar principal en que se hace la ciencia: el laboratorio. Entre muchos inspiradores que han enriquecido el pensamiento de Latour, cabe mencionar el papel jugado por La estructura de las revoluciones científicas (1962) de Thomas Kuhn (1922-1996). En esta obra maestra de la filosofía de la ciencia, Kuhn considera que son las revoluciones de los paradigmas vigentes que causan el cambio en el ámbito científico. Por lo tanto, el recorrido científico no es un progreso lineal y esta idea es retomada por Latour para poner en duda la interpretación de la ciencia como un camino recto hacia una verdad objetiva e inmutable.
El segundo capítulo, “Dentro del laboratorio: un viaje del orden al caos”, a partir de la premisa que se acaba de mencionar, Zaragoza explica el propósito de Latour que, junto con Steve Woolgar (1950) en La vida en el laboratorio (1979), quiere entrar en el laboratorio para documentar lo que ocurre dentro, abordando la investigación con un planteamiento, no exente de provocación, antropológico:
¿Qué ocurriría si estudiásemos a los científicos de la misma forma en que estudiamos a una tribu del Amazonas? O, dicho de otra forma: ¿qué pasaría si tratásemos a los científicos como tratamos a los pueblos primitivos? ¿Si miramos sus actos sin presuponer que son «racionales», que tienen un sentido? (p. 43).
El objetivo de este enfoque es la reconstrucción de la manera en que la ciencia se pone en acción y le sirve a Latour y Woolgar para revela la dimensión social de la ciencia. Eso demostraría que los hechos científicos no son meros descubrimientos de una realidad objetiva ya que se configuran más bien como productos de unas interacciones sociales complejas.
Los hechos científicos no son meros descubrimientos de una realidad objetiva ya que se configuran más bien como productos de unas interacciones sociales complejas.
A este respecto, en el tercer capítulo, “La ciencia en acción: traducir un mundo de actantes”, Zaragoza pasa a tratar uno de los libros más conocidos de Latour, Ciencia en acción. Cómo seguir a los científicos e ingenieros a través de la sociedad (1987), que se propone analizar el desarrollo en tiempo real de la ciencia y el proceso dinámico que la caracteriza. Para el filósofo francés, es fundamental observar la ciencia mientras se está haciendo, y esto implica la observación de todos los elementos de lo que será reconocido como verdad científica. En este capítulo, se profundiza en parte de la compleja terminología usada por Latour, y vale la pena mencionar al menos lo que él entendía por “caja negra”. Este concepto describe un hecho científico aceptado del cual se han ocultado las redes de negociaciones que lo componen y cuyo reconocimiento permite ver la ciencia como proceso social. También merece la pena mencionar la teoría del actor-red, que trata de reconocer la importancia de la acción de actores humanos y también no humanos (por ejemplo, el laboratorio y las herramientas de trabajo) en la construcción del conocimiento científico. Para entender mejor estas ideas, Zaragoza menciona el caso de la vacuna para la Covid-19:
Hemos visto los diversos intereses que convergen en su creación, a lo que hemos unido una cuestión técnica que implica el uso de aproximaciones teóricas y técnicas de laboratorio muy distintas. Pero, una vez que tuvimos la vacuna y pasado el impacto inicial, todos estos puntos de la red desaparecieron de la vista. Lo que veíamos era tan solo una caja de cartón […]. La vacuna se había convertido en una caja negra, que no nos dejaba ver la multitud de relaciones que le habían dado forma (p. 79).
En la concepción latouriana, los hechos científicos nunca son una sustancia única, sino que esconden una serie de redes, acuerdos, renuncias, compromisos que se ocultan en el momento en que el producto se presenta como tal, al menos mientras funcione o no presente un fallo. En este sentido, «el mundo estaría compuesto por múltiples capas, ninguna de las cuales estaría más unificada o sería más natural que las otras», de tal modo que «hay un profundo aliento democrático, radical, en esta visión del mundo» (p. 115).
Nos acercamos así a ver las conexiones entre ciencia y política, que se inaugura en el cuarto capítulo, “Porque nunca fuimos modernos”, dedicado principalmente al análisis de Nunca fuimos modernos (1991). Latour parte de los dos pilares de nuestro sentirnos modernos, que son precisamente «la ciencia, que nos permite el control racional de la naturaleza» y «el gobierno de la ley y la democracia, que nos garantiza nuestra libertad política» (p. 128), excluyendo todo elemento ilógico, como el mito, la religión, lo mágico. La modernidad se basa en la distinción entre naturaleza (a la que se relegan los procesos científicos) y cultura (a la que pertenecen las cuestiones políticas). Frente a esta convicción, Latour se pregunta cómo es posible entonces que este mundo moderno haya generado problemas que, en cambio, involucran ciencia y política, tecnología y ética de manera inseparable.
Latour responde entonces que en realidad nunca fuimos modernos, ya que la modernidad preveía dos series de prácticas que debían permanecer separadas cuando en realidad no lo están, al igual que no lo estaban antes de la modernidad. La primera serie de prácticas se encuentra en el concepto de red de la Teoría Actor-Red. Según esta, la técnica crea redes que involucran el aporte de humanos, pero también de no humanos (instrumentos, laboratorios, etc.). La otra serie de prácticas consiste en el ocultamiento de esta red, que tiene como resultado un producto terminado y único (una caja negra) que parece ser, por lo tanto, el producto exclusivo de la racionalidad humana, haciendo parecer que no ha habido ninguna influencia de la red de laboratorios, científicos, decisiones éticas y normativas políticas. La caja negra es la prueba necesaria para los modernos para reafirmar la separación entre naturaleza y cultura.
En realidad, sin embargo, afirma Latour, a pesar de ser ocultadas a través de la purificación, las redes para la construcción de un hecho científico siguen existiendo, y esta toma de conciencia permite notar que no hay ésta marcada diferencia entre nosotros, los modernos, y los pueblos no modernos que, como nosotros, «confundían los límites entre los hombres y las cosas» (p. 134), pero no lo ocultaban. ¿Cuáles son los fines de esta separación? O mejor dicho, ¿qué consecuencias podría tener reconocer la no separación entre cultura y naturaleza, revelar la compleja red detrás de una verdad científica?
¿Cuáles son los fines de esta separación? O mejor dicho, ¿qué consecuencias podría tener reconocer la no separación entre cultura y naturaleza, revelar la compleja red detrás de una verdad científica?
El ocultamiento de las redes híbridas causaría, ante todo, una comprensión reduccionista de los problemas complejos de la actualidad, ya que separa claramente la ciencia de la sociedad. Por problemas complejos nos referimos al cambio climático, la crisis energética y la pandemia, que necesitan un enfoque multilateral entre seres humanos, ciencia, organismos y ecosistemas para poder abordar el problema de una manera más satisfactoria. La interdependencia genera inclusividad, lo que lleva a considerar de una manera más profunda tanto la ética como la política, es decir, la relación con otros seres humanos, las leyes con las que elegimos convivir y el cuidado del medio ambiente, en el cual se pueden vislumbrar los problemas actuales mencionados anteriormente.
Para Latour, entonces, hay que enfocarse en el terreno medio entre los dos polos de ciencia y naturaleza, es decir, en la producción de híbridos. Los híbridos son el resultado de procesos complejos de negociaciones y mediaciones, que nos llevan a reconocer que “no estamos seguro de qué es la acción, los grupos sociales, un hecho, la tecnología, la ley, la ciencia o la política. […] que hemos vivido en un mundo inventado y que tenemos que mirarnos más de cerca para entender quiénes somos y qué hacemos. Porque, nos dice Latour, nuestras prácticas reales son más heterogéneas de lo que pensamos” (p. 134).
Nunca fuimos modernos se convierte así en una manera de replantear la ontología de la modernidad, que ha dejado fuera los saberes tradicionales, los mitos y todo lo que no tenía cabida en lo puramente científico. El fin es poder volver a hablar del mundo en su complejidad y en sus combinaciones. Los problemas típicamente modernos en la ciencia, la política, la ética y la tecnología quizás podrían encontrar una salida diferente si dejamos de considerarnos antimodernos o posmodernos. Según Latour, esta salida diferente se puede lograr si empezamos a considerar que nunca fuimos modernos, es decir, amodernos, en la medida en que sigue habiendo las redes entre humanos y no humanos que siempre hubo y que ahora, simplemente, se han multiplicado de manera exponencial. Y eso es lo que hace aún más urgente reconocer esta correspondencia entre naturaleza y cultura:
Frente a este mundo aplastado por su mano de hierro, tan poco interesante, frente a este mundo desencantado, Latour nos propone que volvamos a regodearnos en el apasionante, desenfrenado, reconfortante y creativo juego de los actantes y sus múltiples combinaciones. Para ello, necesitamos a una nueva democracia. Una democracia extendida a las cosas. Necesitamos un Parlamento de las cosas. Pero antes, es necesario librar una guerra (p. 138).
En el quinto capítulo, “Las guerras de las ciencias”, Zaragoza trata de explicar esta guerra, que en concreto es el conflicto entre ciencias y humanidades. Este enfrentamiento intelectual puede personificarse en las posiciones de Latour frente a Alan Sokal (1955), profesor de física cuántica y física computacional de la Universidad de Nueva York. En 1994 se habló mucho del caso Sokal: el físico publicó en la revista Social Text un artículo paródico y absurdo en el cual afirmaba que la gravedad cuántica era un constructo social. El objetivo de lograr la publicación de un artículo así planteado era ridiculizar los estudios posmodernos sobre la ciencia. El ataque al relativismo era evidente y Latour fue acusado de ser uno de sus principales promotores.
Sin embargo, la posición de Latour no quiere negar la existencia de un mundo externo, sino que trata de afirmar que este mundo tiene una existencia histórica y que investigarlo teniendo en cuenta más variables es mucho más proficuo que estudiarlo como si fuera algo aislado, único, inhumano. Esta perspectiva de un mundo así tendría el único fin de acallar el miedo a la multitud presente desde siempre en la especie humana. El camino “no moderno” de Latour rechaza la acusación de ser postmoderno. Al contrario, trata de ser un realismo que tenga en cuenta más cosas, «dioses, personas, estrellas, electrones, plantas nucleares o mercados y es responsabilidad nuestra convertirlo ora en un “indisciplinado caos”, ora en un “todo ordenado”, en un cosmos» (Latour, 2011 citado en la p. 152).
Sin embargo, la posición de Latour no quiere negar la existencia de un mundo externo, sino que trata de afirmar que este mundo tiene una existencia histórica y que investigarlo teniendo en cuenta más variables es mucho más proficuo que estudiarlo como si fuera algo aislado, único, inhumano.
De tal forma que todos, humanos y no humanos, se pueden describir a través de su historia. La historia constituye el sustrato ontológico del mundo para crear nuevos mundos y mantenerlos. En estas palabras, se puede entender la concepción de la producción científica según Latour, que ve en los hechos científicos una historia que ha vencido el mundo anterior y ha creado otro, más unido, y es capaz de mantenerse frente a las críticas: “Vivimos en un mundo sin generación espontánea porque Pasteur venció y convenció a sus “herederos”. Gracias a ellos y al trabajo de mantenimiento que aún hoy seguimos realizando […], vivimos en el mundo de la leche pasteurizada y de los antibióticos” (p. 156).
Los hechos científicos también tienen historia, por lo cual tenemos que apostar ya por una práctica científica, por un empirismo que no distingue entre hechos sociales y cosas en sí. De ahí se va formando la cosmopolítica de Latour, que toma el hecho científico como un punto de partida del cual se pueden desentrañar conocimientos más extensos sobre el mundo.
En el sexto capítulo, “Componer el colectivo”, se va desarrollando la conexión entre esta concepción científica y las cuestiones sociales, políticas y éticas. Citando, por ejemplo, el caso del Covid-19, podemos observar que «cuando abrimos la caja negra del virus encontramos una multiplicidad de actores, de híbridos, que no éramos capaces de percibir a primera vista» (p. 201). Latour se interesa por la necesidad de una ecología política (Políticas de la Naturaleza, 1999) y, en general, por las crisis energética, migratoria y ecológica. Para abordar estas crisis de manera efectiva, propone dejar de separar la política de la naturaleza y considerar a esta última como un actor no humano que debe ser tenido en cuenta para resolver los problemas actuales.
Para abordar estas crisis energéticas, migratorias y ecológicas de manera efectiva, propone dejar de separar la política de la naturaleza y considerar a esta última como un actor no humano que debe ser tenido en cuenta para resolver los problemas actuales.
Podemos ver un reflejo de esta concepción también en el ámbito de la moral. A lo largo de la historia, hemos construido el deber ser a partir del ser, utilizando la naturaleza como referencia para nuestra acción moral. Para Latour, hay que acabar con esta jerarquía, y no para adentrarnos en un relativismo de los valores, sino más bien para extender la moralidad a más agentes, y por lo tanto también a la naturaleza misma:
Puesto que no hay ninguna definición de “naturaleza humana” previa que nos permita identificar al otro como “uno de los nuestros”, ya no podemos lanzarnos al estudio de las diversas culturas como meras “variaciones de lo humano” y de su relación con un mundo que compartimos, teniendo siempre como “patrón oro” al sujeto moderno. Esto no quiere decir que no seamos capaces de encontrar elementos en común (p. 239).
Frente al mononaturalismo y al multiculturalismo, Latour propone una antropología del «multinaturalismo». El foco ya no está en unificar preventivamente un colectivo frente a otro (nosotros frente a vosotros). Esta postura abre un debate para la confrontación, el diálogo y la negociación para confeccionar otro mundo, libre de clasificaciones a priori. Lo que propone es una ontología relacional:
Este cambio, radical, es el gran logro de Latour: ofrecernos una imagen posible de un mundo constituido por relaciones, por mediaciones […], es siempre el resultado de los vínculos que establecemos con otros agentes, humanos y no humanos, con los que formamos un colectivo (p. 243).
La lectura de Latour plantea una comprensión del mundo basada ya no en la certidumbre, sino más bien en la incertidumbre. Una incertidumbre que permite, como se explica en los capítulos siete, “Abandonar las ruinas del modernismo” y ocho “La vuelta al día en 80 mundos”, enfrentarnos al mundo para regresar a él:
Estar preparados para este nuevo mundo, para esta nueva civilización que está por venir, es lo que está en juego. Debemos ser capaz de mirar a Gea a la cara y decir: hemos hecho lo que estaba en nuestras manos para estar preparados para este momento (p. 314).
Cuando habla de Gea (Gaia), como explica en el capítulo nueve, “El breve espacio”, Latour se refiere a la Vida, que prevé una interacción de los seres vivos con el ambiente. De manera que los seres vivos no solo se adaptan al ambiente, sino que influyen significativamente en modificar sus condiciones, hasta el punto de que «la aparición de la Vida modificó las condiciones de habitabilidad del planeta Tierra para adaptarlas a sus necesidades» (p. 317). El tiempo histórico en el que el ser humano ha actuado de manera participativa en estas condiciones es el Antropoceno.
En la lectura de Latour, la historia social ya no resulta separada de la historia natural o, dicho en términos suyos, devolvemos la separación de las dos historias a la unidad. Recordando que para los modernos (y sobre todo los posmodernos) la historia había terminado, con Latour podemos reconocer que la historia sigue existiendo y es una con las influencias del ambiente sobre el ser humano, pero también con la acción del hombre en la modificación de las condiciones del ambiente. La aportación de Latour abre, por lo tanto, un escenario sobre una de las perspectivas actuales sobre la ciencia. Como hemos mencionado solo en parte, se trata de una entre muchas, muy diferentes entre sí y en conflicto.
Más allá de la propensión natural del lector hacia una u otra facción, hay que reconocer en Latour (y en Zaragoza, que ha sabido explicar con eficacia el complejo pensamiento del francés) un compromiso en revolucionar una concepción de la ciencia con un fin que nos interesa a todos, ya que tiene consecuencias sobre la manera de hacernos partícipes en entender no solo los procesos científicos mismos, sino también para arrojar luz sobre la urgencia política de las grandes crisis del siglo, que de alguna manera nos hacen poner atención en el ámbito de la ecología subrayando la importancia de reconsiderar con mayor responsabilidad el respeto hacia el ambiente que nos acoge.
En conclusión, Zaragoza ha sabido reconstruir brillantemente la genealogía del pensamiento de Latour, acompañándonos en las diferentes fases de su investigación. Su texto ofrece una guía exhaustiva del pensamiento del filósofo francés y proporciona las herramientas para entender su compromiso con los problemas contemporáneos. Cuestionar la objetividad en este sentido no es una forma de relativismo, sino reconocer la clave política presente inevitablemente en la manera de hacer ciencia, que es por lo tanto un proceso también social y político donde los hechos científicos son constructos a través de negociaciones e interacciones. Esta lectura resalta la importancia de una sociedad más justa que considere lo que hemos dejado de considerar y que, paradójicamente, es lo más urgente de considerar: los no humanos.
Zaragoza ha sabido reconstruir brillantemente la genealogía del pensamiento de Latour, acompañándonos en las diferentes fases de su investigación.
La apertura de la mirada, la inclusión de lo no humano en la consideración de la ciencia y de la cultura resulta particularmente relevante en los tiempos actuales en los que el ejemplo de la tecnología de la IA permite ver cómo la inclusión de lo no humano ya no es tan extravagante como podría haber parecido hasta hace unos años, dado que debemos lidiar con esta nueva realidad. Además, la apertura hacia esta forma de pensar más inclusiva permite encontrar perspectivas relevantes también en el ámbito de la crisis ecológica actual, lo que lleva a considerar a Gaia como la relación entre el hombre y la Tierra, que se convierte también en un sujeto digno de consideración y como fundamento de las interacciones humanas en la historia natural y social y en sus condiciones ambientales modificadas por el hombre en el Antropoceno.
Componer un mundo en común permite, por lo tanto, acercarnos a la complejidad de Bruno Latour y proporcionarnos la lectura de un mundo más equitativo, democrático y ético. En este sentido, Zaragoza ha sido decididamente hábil en acompañar al lector en el mundo intrincado de las posiciones latourianas, proporcionándole una visión clara de conceptos complejos, contextualizando sus visiones teóricas y políticas e intuyendo sus implicaciones concretas, subrayando el compromiso del autor con cuestiones de interés contemporáneo, como la crisis climática y la necesidad de una nueva política de la naturaleza.
Fabio Scalese
Doctor en Filosofía
Facultad de Ciencias Políticas y Sociología León XIII
Fundación Pablo VI